Echar raíces en medio del conflicto armado
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Echar raíces en medio del conflicto armado

Resistencias cotidianas de colonos de Putumayo

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Echar raíces en medio del conflicto armado

Resistencias cotidianas de colonos de Putumayo

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Este trabajo etnográfico explora las razones por las cuales algunos grupos de colonos-campesinos en Colombia se quedaron a vivir en zonas de confrontación y disputa armada, en lugar de huir de allí por violencia. Muestra los modos como muchos colombianos, principalmente los que habitan el campo, inmersos cotidianamente en una guerra que no acaba de terminar y que los amenaza a toda hora, logran sobrevivir a ella y hacerse un destino digno, a través de lo que el autor denomina actitud de silencio, una forma susurrada de enfrentar las condiciones de violencia, de la cual emerge una comunidad emocional que apela a los lazos afectivos para la acción ciudadana.La descripción y el análisis etnográfico le permiten al autor profundizar en las prácticas sociales cotidianas de un grupo de colonos-campesinos de Puerto Guzmán, en el departamento de Putumayo (sur de Colombia), llevó a cabo para sobrevivir al conflicto armado y a la disputa entre guerrilla, narcotraficantes y paramilitares por la circulación de recursos provenientes del extractivismo bajo la economía cocalera en esta zona del país.Esta etnografía aspira responder las siguientes preguntas de investigación: ¿ Cómo hacen las personas de Puerto Guzmán para mantenerse vivas en medio de una guerra con la que no hacen parte como combatientes?, ¿qué hacen para sobrevivir a la violencia que pende sobre ellas continuamente? y ¿cómo hacen para arraigarse en un lugar donde sus vidas pueden extinguirse en cualquier momento, a manos de distintos grupos armados?

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Información

Capítulo 1:

Puntos de partida

Los propósitos de este capítulo son situar al lector en los antecedentes que estructuran esta etnografía y ofrecerle algunos elementos analíticos clave para entender las lógicas que subyacen dentro de la puesta en marcha de acciones o estrategias para habitar territorios violentos en Colombia.
Dos situaciones delimitaron mi interés de explorar y profundizar sobre los recursos culturales y las resistencias cotidianas al conflicto armado, llevados a cabo por colonos-campesinos que viven en Putumayo. La primera es la rememoración de algunos hechos puntuales de mi vida familiar, relacionados con el proceso de llegada y permanencia de mis padres a un municipio del bajo Putumayo considerado como violento y peligroso. Las dos primeras partes de este capítulo profundizan en esa situación. La segunda tiene que ver con algunos hallazgos en torno a los silencios que encontré cuando inicié la reconstrucción de la memoria histórica de la masacre del 9 de enero de 1999, perpetrada por paramilitares del Bloque Sur Putumayo (Cancimance 2011 y 2012). Esto lo abordo en dos últimos apartados.
El capítulo se rige bajo el argumento de que en Putumayo, así como en otros departamentos de Colombia gravemente afectados y aterrorizados por la presencia sostenida de grupos armados y sus acciones violentas, una gran proporción de la población que no se desplaza ha tenido que recurrir a diversos recursos culturales para quedarse en esos territorios. Frente a este argumento, recuerdo las palabras que una mujer, hija de fundadores del municipio de San Miguel, me compartió cuando le pregunté sobre su vida en ese lugar: “No cualquiera tiene la fortaleza y la capacidad de vivir en medio de sucesos tan duros como los que han ocurrido acá. Por eso, yo sí creo que aquí, como me lo decía una amiga que estaba de vacaciones y que no era de acá, solamente vivimos los guapos, los que a pesar del terror no nos vamos, pues todo lo que tenemos está aquí y pues somos lo que tenemos. Ahora, yo sí creo que en medio de todo ese horror algo tenemos que hacer para no irnos, para no enloquecer. Su pregunta me hace pensar en ello” (Entrevista número 5, 2012).

“No se vayan para esa lejanía”: La llegada de mis padres a Putumayo

Mi familia extensa, tanto materna como paterna, es nariñense y vive en Los Andes Sotomayor, un pueblo del departamento de Nariño24 ubicado en la cordillera Andina y erigido como municipio en el año de 191125. Sotomayor estuvo libre de la violencia paramilitar hasta el año 2005, cuando integrantes del Bloque Libertadores del Sur de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) ingresaron y se establecieron en el lugar hasta el año 2008. Aún recuerdo los comentarios que hacían nuestros familiares sobre la “seguridad”, “el orden” y “la belleza” que reinaban antes de esos años, gracias al hecho de vivir en “un sitio sin violencia armada”26, en comparación con Putumayo, un lugar altamente conflictivo. No es sorprendente encontrar este tipo de comparaciones, pues la Amazonía occidental, zona en la que se ubican los departamentos de Putumayo, Caquetá y Guaviare, ha sido representada, desde la época de la Conquista:
[…] como un territorio inculto, de geografía agreste, cuyo control escapaba al dominio humano […] así, al considerar que este territorio se encontraba al margen de la civilización, se construyó toda una imaginería del horror, el peligro y la ferocidad que representaban este espacio y sus habitantes. (Ruiz, 2010: 337)
Más recientemente, la Amazonía occidental ha sido representada por las élites nacionales como una región habitada por gente desarraigada, dedicada a actividades ilegales, ya sea por relacionarse con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombiana (Farc) o con el narcotráfico (Ramírez, 2001: 21).
Después de su matrimonio, a mediados de la década de los años ochenta, mi madre y mi padre llegaron a vivir a Alto Palmira, una vereda del municipio Valle del Guamuez, cuando varios de los poblados que actualmente constituyen la zona del bajo Putumayo27—a excepción de Puerto Leguízamo28— ya se habían conformado y poblado por efecto de la explotación petrolera de los años sesenta29 y por el inicio de la consolidación de la economía cocalera a finales de los años setenta30.
A propósito de esta dinámica de poblamiento, la investigación dirigida por la antropóloga colombiana María Clemencia Ramírez, muestra que: «con los auges económicos del petróleo y de la coca, Putumayo dejó de ser un espacio vacío en la Amazonía occidental –tal y como lo concebían en el centro del país y desde la época colonial– para convertirse en un territorio con vocación receptora» (Ramírez, et al. 2010: 11)31. Así que mis padres arribaron en medio del primer boom de la economía cocalera (1981-1987).
La actividad de la coca en Putumayo constituyó una economía y no sencillamente una bonanza, porque, tal como lo explicó en el 2001 María Clemencia Ramírez:
[…] a diferencia de otras actividades económicas orientadas hacia la extracción y exportación que se han llevado a cabo en la región, como la extracción de quina, caucho y la minería, la inversión de parte de las ganancias de la coca mejoró considerablemente la calidad de vida de los colonos. (Ramírez, 2001: 80)
Esto es reforzado por Cruz Elena Flórez (2009) quien afirmó que, a diferencia de las economías campesinas legales que no tenían posibilidades de mercadeo en Putumayo, o cuyas ganancias no tenían ninguna repercusión sobre el bienestar de la población de la región (como la del petróleo), las ganancias de la coca –mejor paga y con mayores posibilidades de comercialización– se distribuían directamente sobre el campesinado que, en muchas ocasiones, junto con las Farc, han cofinanciado los proyectos de infraestructura local. Desde estas perspectivas, el crecimiento y la expansión de los cultivos de coca están estrechamente ligados a una serie de problemáticas que presentan las áreas rurales del país (tenencia de la tierra, políticas económicas, violencia generalizada).
En enero de 1982 mi padre conoció Putumayo. Durante ese año, estuvo prestando servicio militar en el Grupo de Caballería Mecanizado Número 3 Cabal de Ipiales, Nariño, al cual había ingresado el 12 de febrero de 1981, buscando independizarse de sus padres, resuelto a construir su propia vida. A Putumayo llegó gracias a una misión para «combatir y capturar guerrilleros del M-19, tras los ataques a la Fuerza Pública de este grupo en Mocoa, Puerto Asís y La Hormiga» (Entrevista número 01, 2011). La misión terminó en mayo de ese mismo año “sin haber conseguido atrapar a ningún guerrillero”, dice mi padre. Después, en septiembre de 1982, «como civil y hombre soltero» (Entrevista número 01, 2011), regresó a Putumayo. Lo hizo porque tenía la necesidad de pagar una deuda de 2.000 pesos32 que había contraído durante su permanencia en el Grupo de Caballería con el señor Paulino Rosero, un reconocido comerciante de Sotomayor que siempre lo «socorría frente a necesidades económicas» (Entrevista número 01, 2011).
Al cabo de tres meses y desempeñando labores de raspachín33, consiguió el dinero, regresó a su pueblo de origen, pagó la deuda y hasta le «quedaron unos cuantos pesos más» (entrevista número 01, 2011). Los viajes puntuales a Putumayo continuaron durante un tiempo hasta que, unos años después, en Sotomayor, contrajo matrimonio y decidió hacer su vida en Putumayo porque descubrió «que esa tierra daba para vivir bien, daba para hacerse a un pedazo de tierra y a otras cosas materiales» (Entrevista número 01, 2011). En la Semana Santa del año 1986, arribó con mi madre a Alto Palmira, «sin un rumbo fijo, pero con ganas de trabajar y hacer un capital. Llegamos de posada» (Entrevista número 02, 2011). Ella, con tres meses de embarazo, había crecido en la zona urbana de los Andes Sotomayor. Por lo tanto, «no estaba acostumbrada al campo, al monte» (Entrevista número 02, 2011), pero estaba decidida a construir su hogar en el sitio al que fuera llevada por su esposo:
Sus tías y abuela nos decían: ‘no se vayan para esa lejanía, allá matan a mucha gente’, pero con su papá estábamos decididos a viajar y a probar suerte en Putumayo, eso a pesar de que claro, a mí me daba miedo. Al principio fue muy duro para mí, yo tenía 19 años, era joven, sin experiencia en cosas del campo, pero tenía toda la voluntad de aprender y, al cabo de un tiempo, me fui acostumbrando al monte. (Entrevista número 02, 2011)
Durante un par de meses vivieron en Alto Palmira en casa de un “familiar lejano”, don Esteban, hasta que mi padre, con sus habilidades «innatas de carpintero» (Entrevista número 02, 2011), construyó una amplia casa de madera pintada de color palo de rosa con franjas rojas en puertas y ventanas, que sirvió no solo como hogar sino como un espacio de trabajo en la que montó su taller de carpintería. Aún recuerdo el olor del aserrín y la madera que su trabajo generaba desde muy temprano en el día; los sonidos que producían el cepillo, el serrucho y otros instrumentos empleados por él al contacto con la madera. Ya por esa época, él había dejado de ser raspachín y se había convertido en un «hombre independiente dedicado al comercio, un campesino-comerciante» (Entrevista número 01, 2011), actividad que se sostenía en la venta de jaulas que construía para el negocio de gallinas que en esa época era muy «rentable y movido» (Entrevista número 01, 2011). También, se dedicó a la venta de naranjas, ganado, cerdos y cualquier otro producto que identificara como útil en pleno proceso de colonización del lugar.
Desde 1986 ni él ni mi madre han salido de Putumayo; tienen 31 años viviendo en un lugar catalogado como violento, en los cuales han tenido que lidiar con guerrilleros, paramilitares, narcotraficantes y con todo tipo de «buenos y malos vecinos» (Entrevista número 02, 2011). Cuando yo tenía 10 años de edad, es decir en 1997, ellos salieron de Alto Palmira y se trasladaron a La Hormiga, casco urbano del Municipio Valle del Guamuez. Tres factores influyeron en esa decisión:
El primero estuvo relacionado con la «inseguridad del campo» (Entrevista número 02, 2011) que estaban experimentando en esa época, como consecuencia del auge cocalero:
Yo le dije a su mamá ¡vámonos al pueblo porque aquí van a terminar matándonos! Yo había trabajado durante un corto tiempo comprando “merca” a los campesinos y vendiéndola a los comisionistas de los narcos, justo en ese año de nuestro traslado al pueblo a mí me habían robado la “merca” dos veces en el camino, me habían amarrado a un árbol en medio de un avispero y estuvieron a punto de matarme; luego los ladrones se entraron a la casa de todos los que vivíamos en esta vereda y ahí fue donde quedamos sin nada, lo perdimos todo. Es decir que el auge cocalero también trajo problemas de esa índole, robos, muertes, extorsiones. En el pueblo al menos había Policía y más gente, acá en la vereda todo era muy solitario. Así que su mamá estuvo de acuerdo, pedimos plata prestada y con eso nos compramos un solar en La Hormiga, construimos una casa y trasladamos la tiendita de gaseosa que teníamos y en la que vendíamos al por mayor y al detal. (Entrevista número 01, 2011)
Sobre la movilidad espacial en Putumayo, Margarita Chaves (2010) plantea que:
[…] el notable crecimiento de la presencia de ejércitos –guerrillas, paramilitares y militares– y la puja por el control territorial de vastas áreas rurales han hecho virar la estrategia campesina de permanencia en las fincas hacia alternativas de búsqueda de amparo en las cercanías de los cascos urbanos. De este modo, tanto indígenas como colonos han buscado acogerse a la pobre protección brindada por la magra presencia de las instituciones del Estado en las cabeceras municipales, ensanchando la red de configuraciones urbanas. (Chaves, 2010: 85)
La movilidad interna de mis padres se ubica en esa lógica descrita por la autora.
La segunda razón tenía que ver con la facilidad de manejar el negocio que habían establecido, el cual era rentable, pues mi padre se encargaba de surtir la cerveza, el ron y la gaseosa a todos los festivales que organizaban los campesinos de las veredas en las que lo conocían.
Como su mamá y yo hemos sido unos buenos vecinos y nunca nos metimos en problemas con nadie, los campesinos que nos conocían nos apreciaban mucho y por eso nos buscaban, donde estuviéramos, cuando hacían sus fiestas para que les vendiéramos la cerveza. Irnos para el pueblo era mejor para manejar ese negocio, pues podíamos comprar directamente cada producto a las grandes empresas como Bavaria, Coca-Cola y Postobón que solo llegaban hasta La Hormiga; podíamos comprar a precio pues como de fábrica y eso también permitía que pudiéramos revender a precios más económicos. Para nosotros lo importante era tener clientes contentos, por eso no nos interesaba vender a precios altos, sino ganar poquito por cada producto, un 5-10 %. (Entre-vista número 01, 2011)
Finalmente, el tercer factor de su cambio de residencia fue la necesidad de que mi hermana de 5 años y yo, accediéramos a una mejor educación de la que ofrecía la escuela rural. Este fue su relato frente a este punto:
Su mamá y yo queríamos que ustedes se educaran, esa es en realidad la única herencia que podemos dejarles, pues la plata se acaba, las cosas materiales también o te las pueden robar, pero la educación no, ¿cómo podrían robarte esos conocimientos? Nosotros no pudimos educarnos porque nos tocó vivir en el campo en una época en la que eso no valía nada y porque tuvimos unos padres que solo sabían trabajar en el campo, sembrar, cuidar animales y no veían la necesidad de que sus hijos se formaran. Nosotros prácticamente solo éramos mano de obra para ellos. Esa fue nuestra época, pero la de ustedes es distinta a pesar de que también vivimos en una zona rural. (Entrevista número 01, 2011)
Este mismo tipo de discurso lo encontré durante mis conversaciones con varios campesinos de Puerto Guzmán y El Puente Internacional:
Nosotros luchamos, ante todo, porque nuestros hijos se eduquen, que ya ellos quieran no educarse es otra cosa. Como acá no hay universidad ni buenos colegios, preferimos que se vayan a ciudades cercanas como Florencia, Pitalito o Pasto. Nuestra lucha por la educación es que ellos puedan defenderse en la vida con algo distinto a la forma en la que nosotros tuvimos que hacerlo: el trabajo en el campo. (Entrevista número 27, 2013)
Por supuesto, no todos los campesinos en estas dos zonas de Putumayo le daban la misma importancia a la educación. También hallé a padres e hijos que preferían estar de lleno en los cultivos y el negocio de la coca bajo el argumento de conseguir dinero sin la necesidad de «ser empleados de nadie» (Entrevista número 36, 2013). Para este último grupo de personas, la educación era sinónimo de dependencia:
Nosotros hemos visto que los que estudian y disque tienen éxito, se vuelven empleados del gobierno o de empresas privadas...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portadilla
  3. Página legal
  4. Contenido
  5. Prólogo: MYRIAM JIMENO
  6. Agradecimientos
  7. Presentación: PEDRO G. ROJAS POSADA
  8. Introducción
  9. Capítulo 1: Puntos de partida
  10. Capítulo 2: Puerto Guzmán
  11. Capítulo 3: “Los muchachos del Frente 32”: Estrategias para vivir en medio de las Farc
  12. Capítulo 4: “A los paramilitares no les dimos cabida”
  13. Conclusiones Generales
  14. Referencias bibliográficas
  15. El autor
  16. Índice temático
  17. Notas
  18. Cubierta posterior