La universidad. Estudios sobre sus orígenes, dinámicas y tendencias
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La universidad. Estudios sobre sus orígenes, dinámicas y tendencias

Vol. 2. Historia universitaria: la universidad en Europa desde la Revolución Francesa hasta 1945

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Vol. 2. Historia universitaria: la universidad en Europa desde la Revolución Francesa hasta 1945

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La Pontificia Universidad Javeriana se complace en ofrecer al mundo universitario la presente obra, que recoge la mayoría de los escritos del P. Alfonso Borrero Cabal, S.J., sobre la historia, la naturaleza, las características, funciones, realidades y proyecciones futuras de la universidad. Se trata de una colección de trabajos gestada a lo largo de muchos años, fruto de su intensa experiencia universitaria, de una paciente investigación personal, y de una continua interacción con sus colaboradores, colegas y amigos universitarios. La obra, tal como se presenta en la presente edición, consta de siete tomos organizados de la siguiente manera: los cuatro primeros recogen las conferencias relativas a la Historia de la universidad; el tomo V agrupa las conferencias sobre los Enfoques o la filosofía universitaria; el tomo VI se refiere a la Organización de la universidad y el tomo VII a la Administración universitaria. Confiamos en que los lectores sabrán descubrir y gustar la pureza del pensamiento del autor, considerado como uno de los mejores conocedores contemporáneos de la universidad.

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Información

Año
2008
ISBN
9789587167993
Categoría
Education

Capítulo 1

LA REVOLUCIÓN FRANCESA
Y LA EDUCACIÓN.
LA UNIVERSIDAD NAPOLEÓNICA Y LA UNIVERSIDAD EN FRANCIA, ITALIA Y ESPAÑA

INTRODUCCIÓN

Ninguna nación del mundo ha emprendido aventura tan audaz para romper con su pasado, ni tan resuelta estuvo a construir de la nada un nuevo régimen como la Francia de 1789. “En un cuarto de siglo –dice Michel Serres– pasaron por Francia y por París todos los regímenes posibles: monarquía, república, imperio, variedades de un mismo caos para todas las tiranías, como si París y Francia hubieran repasado la historia universal de las instituciones”. Mas no todo se destruyó ni todo fue inventado. Contra opuestas suposiciones y opiniones, los resultados distan de cuanto se esperaba. Muchos hombres de ese crítico momento no pudieron menos de rescatar del odiado Ancien Régime costumbres, instituciones y modos de pensar. Con los escombros repentinos y humeantes del asolamiento causado en terrífica fiesta de sangre y crimen, buscaron recomponer el futuro de la nación.
La Revolución Francesa, impensadamente cultivada por años en el magín de los intelectuales, sorprendió desprevenidos a grandes personajes de esos tiempos europeos, cuando el país testigo y paciente del colapso transitaba por el reinado, próspero según algunos, de Luis XVI. Fue un movimiento de reformas políticas, económicas y sociales que a pesar de cuanto en contrario se opine, pretendía fortalecer la estabilidad y la jurisdicción de los poderes centrales. Por ello se quiso suprimir la institución social descrita como feudalismo, sostenida por siglos en la mayoría de los países de Europa pero, en Francia, más que en las restantes nacionalidades, proclive a la ruina.
El feudalismo no cesó del todo. En la historia nada desaparece de repente, aunque a los restos de la organización feudal se les indujeron los conceptos de mayor libertad e igualdades abarcantes. Fue el espíritu de la Declaración de los Derechos del hombre y del ciudadano (26 de agosto de 1789).
El ánimo revolucionario intentaba el cambio absoluto de la civilización tradicional para darles nuevos modos a las estructuras sociales de Occidente. No fue así, aunque lo hubieran anhelado. Pero el reventón tuvo repercusiones continentales, y transcontinentales como lo demuestran los movimientos emancipadores en las colonias de la América española. “La Revolución Francesa –dice Gusdorf– fue el mayor y más decisivo acontecimiento para la constitución de los Estados modernos”.
La Revolución tampoco quiso, en primera instancia, suprimir ni combatir la autoridad de la Iglesia, víctima, sin embargo, de atropellos y abusos cuando el espíritu extremista jacobino, aliado con el revolucionario, se apoderó de la bien conocida mística de los movimientos religiosos.
En la Revolución confluyeron las ideas políticas del XVIII; las corrientes pedagógicas en que la centuria fue prolífica y, a partir del Consulado y del Imperio, el cesaropapismo napoleónico. Pertinente a nuestro tema es lo educativo: política de la educación, destinada a adaptar la enseñanza a las edades progresivas de los educandos, y concebirles un sistema de establecimientos encargados de velar, en las sucesivas etapas del desarrollo humano, por la formación intelectual, moral, corporal, profesional y técnica. Se vislumbraban en la historia los prenuncios de la Revolución Industrial.
Napoleón recogió de la mente de algunos revolucionarios estas miras educacionales, unidas al propósito de sólo confiarlas a instituciones y funcionarios oficiales. A diferencia de la tradición anglosajona, Napoleón se propuso procesos sometidos al mandato del Estado. Se los logrará, lo veremos, al ser establecida la educación obligatoria a cargo de un cuerpo de instructores decididos a impedir la participación educativa de cualquier otro sector de la sociedad y el influjo de la Iglesia. Monopolio educativo “como si se tratara de distribuir la sal y el tabaco”, escribirá Taine.1
Los textos precedentes, recordatorios de las sustancias de opinión emitidas por Alexis de Tocqueville en su obra sobre El Antiguo régimen y la Revolución, publicada en 1856, y por Roger Dufraisse sobre la Revolución Francesa, nos introducen a la primera parte que gira en torno a la situación universitaria de Francia en el siglo XVIII y a los actos revolucionarios sobre la educación durante la Asamblea Constituyente (1789-1791), la Legislativa (1791-1792), la Convención (1792-1795) y el Directorio (1795-1799).
Temas de la segunda y la tercera partes son, respectivamente, el estudio de los preámbulos a las leyes educativas de 1802 y 1804, sancionadas por Napoleón Bonaparte durante el Consulado (1799-1804), y a las leyes de 1806 y 1808 constitutivas de la Universidad Imperial.
En la cuarta parte se estudia la vida de la educación y la universidad francesas al deceso de Napoleón (1821), ya instaurado el período de la Restauración. La presencia del concepto educativo napoleónico en Italia y España, es asunto de la quinta parte.
Se concluye con las relaciones entre el positivismo y el desarrollo de las ciencias en Francia durante el transcurso del siglo XIX, y con la situación de la autonomía universitaria.

Primera parte

LA REVOLUCIÓN FRANCESA Y LA EDUCACIÓN
El siglo XVIII es conocido como el período de la Ilustración y del enciclopedismo. El Siglo de las Luces.
La Ilustración resulta de un estado del espíritu en todos los aspectos de la vida humana y del pensamiento filosófico. Espíritu procedente del racionalismo del XVII y del auge alcanzado por la ciencia de la naturaleza, que incrementó, mucho más que en el Renacimiento, el optimismo y la confianza del hombre en el poder de la razón. Este estado de ánimo hizo ver en el dominio de las fuerzas naturales, añorada esperanza de reorganización social.
El talante de la Ilustración se extendió por Inglaterra, Alemania, y sobre todo por Francia donde se originó la Enciclopedia, que en lo educativo significa el sistema comprehensivo de todas las disciplinas y sus fundamentos, sin claro ánimo, por parte de varios corifeos del movimiento iluminado, de procurarle al saber sentido alguno de unidad.
El siglo XVIII es también el siglo de la historia, ante cuyo influjo en el presente el pensamiento ilustrado adoptó actitudes críticas: el pasado no es forma necesaria de la evolución de la humanidad. Es el conjunto de los errores, explicables por el insuficiente poder de la razón.2

1. LA UNIVERSIDAD FRANCESA EN EL SIGLO XVIII

La perfectibilidad como consecuencia del progreso de la razón humana; su dominio en todos los campos del quehacer y los comportamientos humanos, y el utilitarismo, fueron luces o ideas maestras de la época. De ellas brotaron la concepción democrática y pacifista de la justicia universal y el optimismo acostumbrado a ver en el Estado la expresión directa y joven de la sociedad convertida en su instrumento.
Para la Revolución, el aparato estatal pretenderá ser garantía de las libertades sociales e individuales, y se agudizó el estatismo francés, de ya largo camino recorrido. La sociedad, a la vez, al considerar al Estado como expresión de la voluntad soberana, proclamó la libertad del trabajo y vetó las corporaciones que pudieran estorbarla. Por ende, la indiferencia ante el letargo decadente de las universidades o, al menos, el rechazo a su nota corporativa, fueron manifestación de la dinámica destructora. El Estado se enarboló como el mejor sustento de la libertad individual de aprender, enseñar y trabajar. Libertades de mayor preponderancia cuando por efecto ya bien sentido de la Revolución Industrial, se urjan inaplazables el cultivo de la inteligencia y el entrenamiento práctico para las tareas laborales, derecho de todos.
Mas el revolucionario no advirtió que rompiendo el alma de las corporaciones en lo educativo y laboral y en otros campos, ampliaba ruta fácil al paso de los déspotas. Desapareció la conciencia colectiva que el Estado sería incapaz de aglutinar, y facilitó el triunfo del individualismo.3
Los afectos a la Ilustración y la Enciclopedia apenas si habían asomado cabeza a las puertas de la universidad, decrépita al aproximarse el término del siglo XVIII. La Revolución la encontró marchita e, indiferente, le acentuará su agonía mortal.4
Denis Diderot (1713-1784), radiante difusor de las ideas ilustradas, ya había producido un cuadro minucioso de la situación universitaria de Francia, a propósito de haber sido llamado por Catalina II para trazarle un plan a la universidad rusa. Según Diderot, el gusto por las futilidades escolásticas seguía dando humos de sabios a unos despreciables habladores, y se alzó contra el aprendizaje prolongado, pero estéril, del griego y del latín, lenguas “útiles para un pequeño grupo de ciudadanos”. El filósofo francés estigmatizó la retórica en boga, por ser más “un arte del buen decir que de producir ideas”. Criticó la elocuencia prolija, la moral confusa, la metafísica autosuficiente y la física teórica carente “de toda noción de historia natural, y desentendida de la química”. Así en cuanto a las artes. Pero, además, establecido que hubo Diderot un parangón entre Francia y el prestigio científico de las universidades de Alemania y de la holandesa de Leiden, fustigó las facultades francesas porque sus juristas persistían acantonados en el derecho romano; sus teólogos, pertinaces en discusiones sin término, y sus médicos más solícitos por “fijar el orden y la duración de los estudios” que por vivir en alerta del contenido científico. Diderot se volvió contra los esquemas curriculares universitarios derivados del Renacimiento, y acusaba la venalidad en el reconocimiento de los títulos universitarios. Aunque severas, a juicio de Bayen, las críticas de Diderot recogían la opinión general sobre la decadencia universitaria en la Francia del XVIII.5
Mientras tanto, la actividad científica seria estaba reducida al esfuerzo de los grandes espíritus y de los investigadores ingeniosos, y a descubrimientos que no procedían de la acuciosa gestión docente y académica de las universidades. Como es sabido, en Francia las academias izaban con su puño las banderas de la investigación científica.
Otro elemento de juicio sobre la situación educacional en Francia a fines del siglo XVIII, nos lo aporta la solicitud de Robert Turgot, el hacendista de Luis XVI, para establecer un Consejo de Educación Nacional de funciones tan amplias que por igual viera con las academias, las universidades y las más pequeñas escuelas de las urbes. Así lo tuvo consignado el ministro economista en Decreto de 1776. De este modo se ampararía el derecho natural al trabajo y a la propiedad.
El historiador Louis Liard nos devela a su manera el estado de las 22 universidades de Francia en 1789, poseedoras, las más, de las tres facultades superiores: teología, derecho y medicina; de dos en algunas, y de sólo los estudios jurídicos en Dijon y Orléans. Común denominador les era la facultad inferior y propedéutica de las artes, encargada de las lenguas clásicas, el latín y el griego; de las artes literarias, mas sin nada para prescribirles la docencia de la historia, la geografía y la lengua francesa, y de las ciencias naturales, exceptuadas la botánica y la química, pertinentes al cuerpo de los estudios médicos. Las universidades estaban desentendidas del pensamiento de Newton y Descartes.
En gran medida, estas instituciones aún se ceñían al Edicto de 1598 y a la Carta de la Enseñanza Pública, instrumentos jurídicos sancionados por Enrique IV. Rollin (1741), rector...

Índice

  1. Portada
  2. Portadilla
  3. Créditos
  4. Capítulo 1
  5. Capítulo 2
  6. Capítulo 3
  7. Capítulo 4
  8. Bibliografía