La religión al descubierto
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La religión al descubierto

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Información del libro

En este paseo filosófico que nos propone Javier Sádaba, la concepción de la religiosidad se presenta como característica humana. El ensayo se estructura en tres partes entrelazadas entre sí. En la primera, se expone el funcionamiento de las religiones, en qué consisten las creencias religiosas y cuáles son sus momentos más importantes. En la segunda, se contrapone la religión a la ética y a la política, explicando con detalle que la ética no tiene por qué someterse a la religión y que tanto religión como política han de ser dos dimensiones bien diferenciadas. En la última parte, el autor cuenta cómo nuestro cerebro condiciona las diversas formas de las manifestaciones religiosas.

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Información

Año
2016
ISBN
9788425438233
Primera parte
1. Presentación
Es fácil encontrar textos que inciten a pensar la religión. En nuestro país, Eugenio Trías escribió un libro cuyo título era, precisamente, Pensar la religión. Pero la idea de pensar la religión puede resultar, como mínimo, confusa y, en muchos casos, interesada. Tomemos el caso de Hegel. Para este filósofo idealista y todoterreno, la religión se inscribe dentro de su sistema. De este modo, lo religioso es una pieza más de su filosofía. No es un análisis externo sino interno, y de esta manera se pierde la objetividad necesaria para saber qué es eso que llamamos religión. Por otro lado, la teología o la teodicea son extrañas a este breve texto que aquí presentamos. La teología forma parte del ejército intelectual de aquellos que quieren defender la confesión que profesan. Obviamente, dicho objetivo nos es del todo ajeno. Y la teodicea, vestida con ropas filosóficas, es una auxiliar de la teología. No en vano intenta justificar a Dios. O, para ser más exactos, intenta justificar a Dios a pesar de la realidad del mal. Tiempo hubo, por cierto, en que después de la metafísica, que estudiaba el ser, se pasaba a la teodicea, que sería la pregunta por la causa del ser. Obviamente, la teodicea respondía con la existencia de un Ser Bueno. Huele a medievalismo ramplón. Produce perplejidad, sin embargo, que no han pasado muchos años desde que la universidad se presentaba con esas credenciales. Pero no hay razón alguna para dejar el estudio de la religión en manos de Iglesias, creyentes, teólogos o apasionados fieles. Para ser más exactos, que esté en las manos de quien lo desee, pero que a los demás no se nos escamotee la investigación. Porque la religión pertenece a zonas profundas de nuestro ser. En ese sentido es radicalmente antropológica. Son los humanos los que fantasean, crean mundos superiores al que nos ha tocado vivir, se ven necesitados de cobijo, rompen la barrera de lo que nos es posible conocer con nuestras limitadas capacidades produciendo, en fin, un conjunto de figuras que van más allá de las estrellas. A un observador venido de otra galaxia le maravillaría el poder imaginativo de los que habitan en la Tierra. Para muchos de estos habitantes, las figuras en cuestión nos elevan y enriquecen por encima de nuestra pobre condición. Para otros muchos, nos alienan, son ficciones que acaban dominándonos sin que les corresponda entidad alguna. Es este el drama de la religión, el doble filo de su navaja. Lo que a unos les parece un camino a seguir porque los conducirá a un final feliz, otros, sorprendidos, lo contemplan como un terrible extravío, un engaño y un autoengaño.
Lo que sigue no intenta convencer ni a unos ni a otros. La intención no es otra sino viajar por el laberinto por el que discurren las religiones, ofrecer una fotografía lo más objetiva posible, cosa, sin duda, harto difícil. Juzgaremos cuando lo creamos oportuno, pero somos conscientes, cómo no, de que el último juicio pertenece a cada individuo. Añadamos, finalmente, que no es fácil encontrar textos que contemplen los hechos religiosos sin apostarse en una trinchera y disparar desde ahí. Describamos bien, como diría el admirado Wittgenstein, porque en la buena descripción está la buena dirección. Nuestro deseo en lo que sigue consiste en reflexionar, desde un punto de vista neutral y con las muy pacíficas armas de la filosofía, acerca del incuestionable hecho de que las religiones se extienden a lo largo de todo el globo. Y lo haremos en dos apartados. En el primero trataremos de describir características que nos parecen esenciales del hecho en cuestión, haremos las oportunas distinciones y, lo contrario sería imposible, iremos deslizando nuestro juicio sobre aquello que nos parezca oportuno. En el segundo, y siempre en el mismo tono, nos fijaremos en aspectos más prácticos de la religión, como es el caso de su relación con la ética, con la política o con la vida cotidiana. Para hacer justicia a lo que expondremos, añadimos una, para nosotros decisiva, tercera parte, que trata del nuevo y apasionante campo de la neurorreligión. En buena medida es el hilo conductor y el objetivo de este libro.
Al final, creemos haber presentado un cuadro —muy sintético, sin duda, pero útil— que sirva para entender qué son las religiones. Es verdad que abundan, por ejemplo, «Historias de las religiones », y nos debemos alegrar de que existan tales publicaciones. Lo que suele faltar es un esquema que consiga aunar la historia, los modos de ser religioso y las derivaciones o los problemas que estos tienen y suscitan en tantos campos. En este sentido hemos intentado ofrecer una mínima y ágil «Filosofía de la religión». Hemos procurado que sea instructiva, que anime al estudio más concreto del tema y que ayude a la vida de cada uno de nosotros. Porque el saber, ocupe lugar o no, nos es necesario para orientarnos en este mundo. Y el saber de la religión lo necesitamos de manera especial. Como hilo conductor de todo lo que digamos insistiremos en la importancia de conocer bien esa extraña manera de comportarse de los humanos, que consiste en crear un mundo que se superpone al que nos ha tocado vivir y que guiaría nuestra existencia. Hay gente que mira con indiferencia o pereza este tipo de estudios. Allá ellos. Por nuestra parte, y si somos sinceros, hemos de decir que quien no sabe una palabra sobre religión es como quien no ha contado nunca un chiste, aunque sea malo; como quien no se ha enamorado nunca, ni siquiera en sueños; o como alguien a quien no le gusta la música, incluso aceptando la boutade de Napoleón, para quien este regalo de las musas era el más soportable de todos los ruidos; o como quien no tiene amigos, que, por supuesto, no tienen por qué pasar en número los dedos de la mano. En cualquier caso, a cada uno le va la vida en ello. Por tanto, allá cada uno.
2. Lo religioso
Para el historiador Mircea Eliade la religión nos abre a lo más profundo del hombre. Para el sociólogo Émile Durkheim la religión es la primera manifestación de la vida comunitaria de los humanos. Para el sociobiólogo Edward O. Wilson la religión es, como los virus, una compañera inseparable en la evolución del ser humano, por lo que es del todo improbable que desaparezca. Y en los últimos tiempos se estudia con intensidad los sustratos neurológicos de la conducta religiosa. De ahí que haya aparecido una disciplina, la neurorreligión, que, aunque aún en pañales, nos puede ayudar a entender ese fenómeno complejo, misterioso y recurrente que hace que el ser humano proyecte sus fantasías y deseos en un cielo del que, al final, acaba dependiendo.
Por eso, y por mucho más, es ingenuo afirmar que la religión no merece estudiarse o que pertenece a un pasado que deberíamos olvidar. La religión lo invade todo y se difunde a través de todas las culturas. Y si bien es cierto que uno puede mantenerse indiferente ante lo que supone el hecho de ser religioso, no es menos cierto que el hecho religioso está ahí, imponente, a veces desbordándonos y otras golpeándonos. Porque de la misma forma que contemplamos ejemplos de entrega amorosa a los demás, nos horrorizamos ante persecuciones, torturas y crímenes realizados en nombre de la religión. Además, la misma indiferencia intelectual tiene sus límites. Viene a cuento el dilema que establecía Aristóteles respecto a la filosofía: o hay que hacer filosofía o no hay que hacer filosofía. Si es que hay que hacerla, se hace. Y si no hay que hacerla, también hay que hacerla para demostrar que está de sobra. Apliquémoslo a la religión. El filósofo británico Antony Flew es una muestra clara de esto último. Se pasó toda la vida escribiendo y enseñando Filosofía de la Religión para negarla. Conviene añadir que, cosas de la vida, ya muy mayor defendió, contra todo la que había dicho antes, la probabilidad de un Ser Supremo.
Es habitual oír, ante el hecho en cuestión, que hemos de respetar a las personas que se adscriben a una determinada religión. Nada habría que objetar a dicho respeto si de lo que se trata es de no entrar en la esfera de la religión más íntima de cualquiera de los miembros de la sociedad. Pero el respeto ha de ser de ida y vuelta, porque las religiones no son solo opciones tomadas en lo más recóndito del alma humana, sino que se presentan y compiten en la escena pública. Se edifican iglesias, se proclaman dogmas a viento y marea, se exhiben procesiones y un sin fin de lugares de culto. Por eso, el creyente religioso también ha de respetar a quien juzgue si le parece o no que el iluminado Mahoma era un profeta o si la Trinidad es un concepto más inconcebible que los números irracionales. Quien habla se compromete con lo que dice y se expone a su aceptación o refutación. Le quedará siempre el refugio de la fe, pero, una vez más, independientemente de que desde fuera se interprete su actitud como una explosión de su emotividad, si trata de exponer su fe, tendrá que someterse a las objeciones y preguntas que cualquiera le pueda hacer.
Se ha discutido acaloradamente sobre la etimología del término «religión». Lo que equivale en nuestro lenguaje a esa palabra no lo encontramos en las lenguas indoeuropeas. La causa reside en que la religión lo impregnaba todo, por lo que no se aislaba un trozo de la realidad y se le aplicaba una determinada palabra. Ocurre lo mismo con la palabra «guerra», a pesar de que los indoeuropeos eran muy belicosos. De nuevo, la causa hay que encontrarla en lo difuminado de una realidad que no es posible encajar linguísticamente. En Grecia sucedía algo parecido. Existen algunas palabras griegas que se aproximarían a lo que nosotros llamamos «religión », especialmente thambos (θάμβος), que podríamos traducir por «deslumbramiento» y poco más. Pero el deslumbramiento, lo veremos más tarde, no es su característica principal y es propio también, por ejemplo, de la estética. La controversia comenzará de verdad en una lengua que nos es mucho más cercana. Agustín de Hipona pensaba que provenía del latín religare, estar atado, depender de alguien. Todavía hoy, y con evidente interés, hay quien sigue los pasos del santo. Según el lingüista francés Émile Benveniste, Cicerón tenía razón cuando escribió que la procedencia hay que buscarla, más bien, en el término relegere, releer, estar atento a los deberes del culto. Y, ya de manera más sofisticada y solitaria, Robert Graves creía que su origen está en rem legere, cantar, bailar y rodear con hechizos a la Diosa Madre. Se trataría de un residuo tan bello como mitificado de la Vieja Europa.
En cualquier caso, y al margen de otras etimologías menos probables, se puede suscribir lo que, con cierta audacia, afirmaba Sabatier, el teólogo encuadrado en la corriente heterodoxa denominada modernista, según el cual hemos heredado la palabra de los romanos, uno de los pueblos menos religiosos que se conozcan. En cuanto a su definición, hay tantas que sería ocioso pararse en ellas. Sucede como con todos los conceptos densos. Piénsese en «vida», «salud», «dolor» o «felicidad». Más adelante nos fijaremos en una característica que nos parece esencial para delimitar lo que es la religión en un sentido fuerte, y no como un adjetivo que es posible usar a nuestro antojo.
Antes de continuar notemos que ese hecho universal que es la religión se expresa en mil manifestaciones. Y destaquemos la palabra «hecho » porque el término «fenómeno» puede dar lugar al malentendido de que se trata de algo que se produce dentro de la pura conciencia de cada uno de nosotros. Así, se expresa en mitos, dogmas, cultos, códigos morales, romerías, fiestas y un largo etcétera. Además, se suele producir una curiosa conjunción entre lo profano y lo sagrado o divino. Y es que cualquier objeto, desde un monte hasta un río, puede ser símbolo de una supuesta entidad que va más allá de dicho objeto. La Kaaba o Cubo de la Meca, por ejemplo, que contiene entre sus paredes la piedra negra, rompe, para los musulmanes, la pura noción de cosa mundana y se convierte en uno de los pilares de su religión. Esta capacidad de simbolizar es lo que se conoce como hierofanía o manifestación de lo sagrado.
Lo que acabamos de decir vale tanto para las sociedades arcaicas, primitivas o etnográficas, bien conocidas por la antropología, como para las nuestras, las posindustriales o, en términos más petulantes, posteológicas. En las primeras impera el tótem, palabra amerindia, y el tabú, palabra polinesia. Las nuestras, más alejadas del concepto de lo sagrado, se muestran funcionales, sin sustantividad, invisibles muchas veces, difusas siempre, diseminadas, pero, al mismo tiempo, con un componente cálido en los distintos cultos de las pequeñas comunidades. Y los nuevos movimientos religiosos se hacen presentes de modos tan variados como extravagantes. Es el caso de Silicon Valley, en California, la New Age, con más de veinte millones de seguidores, los angelistas, o creyentes en los ángeles, que, según Harold Bloom, suman el 68 por ciento de los norteamericanos, los neognósticos, los renacidos y un sinfín de grupos similares. Otros son tan marginales que es difícil clasificarlos. Por ejemplo, los Raelianos, que juntan biología y Biblia, la Iglesia de la Cienciología o las Iglesias satánicas, que, según algunas estimaciones son, solo en España, unas cincuenta. Este tipo de religiosidad y los movimientos que la sustentan se encuadran, sobre todo, en la parte del mundo que llamamos occidental. En más de un aspecto se van pareciendo a lo que siempre ha sido la religión o la sabiduría oriental. Porque en la parte del mundo que nos es más lejana, el sincretismo ha estado a la orden del día. Se ha podido y se puede ser al mismo tiempo budista, taoísta y confucionista. La flexibilidad es su característica.
La pequeña muestra que hemos dado de las distintas religiones que pueblan o han poblado este mundo conforma el objeto de las «ciencias de las religiones». Esta denominación, más bien proyecto, de unas ciencias que investigaran los hechos religiosos como se investiga, por ejemplo, el arte o la moral, la propuso Max Müller en l867. Tales ciencias las componen la psicología, la sociología, la etología o la biología. Pero para él, y en buena parte para nosotros, la más importante y antigua es la historia de las religiones. Digamos, de paso, que un conocimiento desde la enseñanza media de esa historia es fundamental si queremos entender el mundo en el que habitamos. No en vano cuando el gran historiador de la Iglesia Adolf von Harnack afirmaba que quien no conoce su religión no conoce ninguna religión, el citado Müller respondía que quien solo conoce su religión, no conoce ninguna religión.
Pero a nuestra historia no solo la precede la prehistoria, sino que todo lo que existe es producto de la evolución. Y la evolución ha recorrido un largo, laberíntico y fractal proceso hasta llegar al Homo sapiens sapiens. La etnografía, la paleontología, la genética de poblaciones, el cladismo o el reloj molecular de Motoo Kimura están afinando al máximo la manera de medir y comparar las ramas evolutivas. Ya Feuerbach se planteó hace dos siglos si los elefantes tenían o no religión. Por las mismas fechas, por cierto, el teólogo J. Lynch se preguntaba cómo los animales pueden sufrir si no han cometido pecado original alguno.1 Difícil respuesta, desde luego, para los teólogos. En los últimos años, sobre todo los primatólogos, pero también otros estudiosos del mundo animal, han puesto al descubierto actitudes en algunos de estos animales superiores que, análogamente, podríamos llamar religiosas. La analogía, sin embargo, es tan irrelevante que podemos dar por cerrado el asunto.
Las cosas se complican cuando nos situamos en el tronco que desde los homínidos conduce, con todas sus ramificaciones, hasta nosotros. En algún momento, sin duda, nació, al menos auroralmente, el sentido religioso. Los Homo ergaster, por ejemplo, que vivieron hace aproximadamente un millón seiscientos mil años, coloreaban con almagre —óxido de hierro de color rojo— a sus muertos. Surge la sospecha de que podían albergar cierta noción de ultratumba. Más cercanos en el tiempo, autores como André Leroi-Gourham o Robert R. Marett han rastreado indicios que nos llevarían a conceder algún tipo de religión a nuestros antepasados. Pero solo se trata de conjeturas. La abundancia de cráneos de oso bien podría deberse a determinadas ceremonias o a corrimientos de tierra que los hayan reunido.
Solo cuando nace la historia podemos saber qué es lo que realmente sucedió. Y la historia comienza con la escritura. Es entonces cuando se hace patente la intencionalidad de quien escribe. La escritura, que es la representación fonética del habla frente al mucho más reciente alfabeto o reducción de esta a sonidos simples, surgió hace unos cinco mil años. Se ha afirmado hasta hace poco que el lugar en el que vio la luz fue Sumeria, aunque actualmente otros lugares, entre ellos la Vieja Europa, se disputan ese privilegio. Con la historia conocemos ya, aunque sea de forma rudimentaria, cómo son las tablillas cuneiformes, qué construcciones religiosas toman cuerpo. Y lo hacen con tanta fuerza que hasta se mantienen, muy modificadas, sin duda, en nuestros días. Es el caso del relato teogónico sumerio Enumma Elis, o el más filosófico poema, también sumerio, de Gilgamesh. Desde entonces, y como enseguida veremos, hemos poblado el cielo y la tierra de dioses.
3. Las creencias religiosas
Hasta ahora hemos hablado de religión en un sentido amplísimo, y lo podríamos ensanchar aún más, tanto que todos, en cierta manera, somos religiosos. Es lo que sucede c...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portada
  3. Créditos
  4. Índice
  5. PRIMERA PARTE
  6. SEGUNDA PARTE
  7. TERCERA PARTE
  8. Notas
  9. Información adicional