El Concilio entre primaveras
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El Concilio entre primaveras

De Juan XXIII a Francisco

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El Concilio entre primaveras

De Juan XXIII a Francisco

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Con motivo del cincuentenario de la inauguración del Concilio Vaticano II, presentamos este texto de enorme vigencia, escrito por Karl Rahner a propósito de la clausura del evento y publicado por primera vez en 1966. En él, el autor expresa su convicción de que el Concilio es sólo la preparación del verdadero y más decisivo comienzo para la Iglesia, el de un proyecto para llevar a la realidad y a la práctica el espíritu y la letra de las discusiones conciliares. Esta nueva edición se complementa con una introducción del cardenal Karl Lehman y un instructivo epílogo a cargo de los editores, Andreas R. Batlogg y Albert Raffelt, quienes analizan y contextualizan la obra. «Constantemente tocamos la sinfonía inacabada de la gloria de Dios y nunca pasamos del ensayo general. Pero no por ello es vano, no por ello carece de sentido todo esfuerzo, toda reforma, siempre inconclusa e inconcluible.»

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Información

Año
2013
ISBN
9788425433146
Categoría
Religion
UN CONCILIO ENTRE PRIMAVERAS
De Juan XXIII a Francisco
José Manuel Vidal y Jesús Bastante Liébana (Eds.)
Herder
Diseño de la cubierta: Ana Yael
© 2013, Religión Digital www.religiondigital.com
© 2013, Herder Editorial, S.L., Barcelona
Maquetación electrónica: José Toribio Barba
ISBN: 978-84-254-3314-6
La reproducción total o parcial de esta obra sin el consentimiento expreso de los titulares del Copyright está prohibida al amparo de la legislación vigente.
Herder
www.herdereditorial.com
ÍNDICE
PRÓLOGO
José Manuel Vidal
PRIMERA PARTE: DOS PAPAS Y UN CONCILIO
CAPÍTULO 1: LA ELECCIÓN DE JUAN XXIII Y EL ANUNCIO DEL CONCILIO
1.1. Angelo Giuseppe Roncalli. Para siempre Juan XXIII
José Luis González-Balado
1.2. Memoria del Concilio Vaticano II
Monseñor Gabino Díaz Merchán
CAPÍTULO 2: CONVOCATORIA Y PREHISTORIA DEL CONCILIO
Hilari Raguer
CAPÍTULO 3: PRIMERA SESIÓN Y MUERTE DE JUAN XXIII
3.1. El gran despertar
Loris Francesco Capovila
3.2. La fe que ama la Tierra
Marco Roncalli
CAPÍTULO 4: PABLO VI Y EL CONCILIO VATICANO II
Juan María Laboa
SEGUNDA PARTE: LOS MENSAJES DEL CONCILIO
CAPÍTULO 5: UNA IGLESIA RENOVADA, ABIERTA E INTEGRADORA. LA LUMEN GENTIUM
Martín Gelabert Ballester
CAPÍTULO 6: GAUDIUM ET SPES (SOBRE EL MUNDO) A LOS 50 AÑOS
José Arregi
CAPÍTULO 7: DEI VERBUM. LA PALABRA DE DIOS EN EL VATICANO II Y EN LA IGLESIA
Xabier Pikaza
CAPÍTULO 8: LA REFORMA LITÚRGICA: DE LA PRIMAVERA AL CRUDO INVIERNO. SOBRE LA VERBUM DEI
José Manuel Bernal
CAPÍTULO 9: LIBERTAD RELIGIOSA, LOGRO Y TAREA PENDIENTE. DIGNITATIS HUMANAE
Jesús Espeja
CAPÍTULO 10: INTER MIRIFICA. BALANCE Y PERSPECTIVAS
Monseñor Antonio Montero
CAPÍTULO 11: CLAUSURA Y MENSAJES DEL CONCILIO. LAS AUDITORAS
Isabel Gómez Acebo
TERCERA PARTE: CINCUENTA AÑOS DESPUÉS.
ÉXITOS, FRACASOS Y TAREAS PENDIENTES
CAPÍTULO 12: LA RECEPCIÓN DEL CONCILIO EN ESPAÑA
Juan Martín Velasco
CAPÍTULO 13: LOS FRUTOS DEL CONCILIO
13.1. ¿Por qué no ha dado los frutos que eran de esperar?
José María Castillo
13.2. El ministerio episcopal a los 50 años del Concilio
Jesús Martínez Gordo
CAPÍTULO 14: HACIA EL NUEVO CONCILIO
Javier Montserrat
CAPÍTULO 15: APOLOGÍA DE UN CONCILIO MODESTO: LA IGLESIA CATÓLICO-ROMANA NO ES LA VERDADERA IGLESIA DE CRISTO
José Ignacio González Faus
EPÍLOGO
Jesús Bastante Liébana
PRÓLOGO
El Concilio de Juan, Pablo… y Francisco
El 8 de diciembre, día de la Inmaculada, era fiesta en el seminario menor de Ourense, por doble motivo. Porque la Inmaculada es la patrona del seminario y porque, además, ese día Pablo VI clausuraba oficialmente el Concilio. Por eso, aquel día los seminaristas del menor subimos en fila de a dos al seminario mayor y, en la capilla, se celebró una solemne eucaristía. Aquel día, la Schola, de la que formaba parte a mis trece años, cantaba con especial esmero. El momento se lo merecía. Flotaba en el ambiente el clima de las grandes ocasiones. Los más pequeños no calibrábamos bien la importancia del momento de la clausura del Concilio, pero, según decían los mayores, se trataba de un evento histórico. Y los pequeños poníamos cara de circunstancias.
Como todos los días de fiesta, en la comida hubo patatas fritas y flan de postre. El mismo menú que el día en el que el obispo de la diócesis, Ángel Temiño, de vuelta de Roma, se acercó al seminario, para contarnos sus primeras impresiones del Concilio, en el que había participado. Los mayores decían que hasta había presentado una propuesta en el aula. Otros aseguraban, casi en un susurro, que nuestro obispo era de los que el Vaticano II había cogido con el pie cambiado. De hecho, Temiño formaba parte del grupo de prelados más conservadores del episcopado español, el grupo de los nueve, que se opuso a la Constitución. Capitaneado por González Martín, estaba integrado por Segundo García de Sierra (Burgos), Francisco Peralta (Vitoria), Laureano Castán Lacoma (Sigüenza), José Guerra Campos (Cuenca), Luis Franco (Tenerife), Demetrio Mansilla (Ciudad Rodrigo) y Pablo Barrachina (Orihuela-Alicante).
Si la mayoría de los obispos españoles se «convirtieron» en el Concilio, el grupo de los irreductibles no lo tuvo tan claro hasta mucho tiempo después. De hecho, algunos de ellos intentaron boicotear algunas de las decisiones más importantes de aquella convocatoria por ser contrarias a la tradición católica, según decían. Sobre todo en temas como la libertad religiosa. Más aún, algunos prelados españoles (entre ellos nuestro obispo Temiño) pidieron al Papa que no se aprobara el documento sobre la libertad religiosa, porque «nosotros en nuestras diócesis decimos exactamente lo contrario».
A pesar de las reticencias de Temiño y de este grupo de obispos, fue tal el tsunami provocado por el Concilio, que terminó arrastrando incluso a los que se oponían. Y, poco a poco, los nuevos aires posconciliares comenzaron a notarse también en nuestro seminario, hasta entonces, casi integrista. Los seminaristas de humanidades (hasta 5.º de latín) no nos enterábamos de los intríngulis teológicos del Concilio, pero sí de las consecuencias de la apertura que, poco a poco, se iban produciendo: se relajó en cierta medida el uso de la sotana y, cuando pasamos al seminario mayor, para cursar filosofía, las clases de lógica del profesor Parada Penedo ya eran en castellano y no en latín.
Iban llegando nuevos profesores, que habían estado estudiando en Roma y que traían los nuevos aires conciliares tanto en los contenidos como en la forma de dar clase. Recuerdo especialmente la llegada de Alfonso Iglesias, doctorado en psicología, con sus clases abiertas a cualquier tipo de pregunta y su estilo democrático. Intentaba ponerse a nuestro nivel y ganarnos por la confianza y la amistad. Hasta jugaba al fútbol con nosotros. Y lo hacía muy bien. Pero no todos sus colegas estaban de acuerdo con sus nuevos métodos. Y eso era algo que también se notaba. Al posconcilio le costaba entrar en la montaña sagrada de Ervedelo.
En teología recibimos a nuevos profesores que llegaban de Roma, como el liturgista Ramiro González Cougil, y los manuales eran ya posconciliares. Pero no en todas las asignaturas. Recuerdo las clases de moral de Modesto Touza, que seguía el viejo Compendio de teología moral de Arregui y Zalba, editado en 1958.Y es que la Moral de actitudes de Marciano Vidal tenía vetada su entrada en nuestro seminario, y la leíamos a escondidas. Y lo mismo ocurría con las obras de los teólogos de la Liberación, como Gustavo Gutiérrez, Juan Luis Segundo o Leonardo Boff.
Me ordené sacerdote en 1977. Y como no formaba parte de la «claque» de Temiño, el obispo (decían sus adláteres para probarme) me confió cinco parroquias en la alta montaña de Galicia. El entonces provicario general, Modesto Touza, me comentó así mi primer destino sacerdotal: «Querido amigo, quedas nombrado “obispo” da Serra de Queixa. Tienes cinco parroquias (Gabín, Paredes, San Fiz, Candedo y Santa Cruz), pero si quieres podemos darte más».
Era el mes de septiembre de 1977. Comenzaba mi etapa de «señor abade de Gabín e da serra de Queixa», en un radio de más de 20 kilómetros. Cinco años de entrega y servicio integral a estas buenas gentes, abandonadas en las faldas de las montañas. Un cura de pueblo, convertido a veces en asistente social, para conseguir asfaltar la carretera, un teléfono rural o la traída de agua. Un cura al que los compañeros de la zona acusaban de «no cobrar ni misas ni entierros, tener homilías dialogadas y ser comunista». El obispo, delante de los compañeros, les daba la razón a ellos; y, cuando estaba a solas conmigo, me decía: «Sigue así, no les hagas caso. No son pastores, se aprovechan del rebaño y viven como señores». El clero rural de la zona seguía anclado en prácticas pastorales preconciliares.
El pontificado de Pablo VI daba sus últimos estertores. El posconcilio ya estaba ampliamente digerido, incluso en una diócesis tan conservadora, en su cúpula, como la de Ourense. Solo me quedaba introducir la liturgia en gallego, al tiempo que transmitía una forma de ser cura-pastor, luchando por los derechos sociales, políticos y religiosos de estos campesinos olvidados. Los compañeros me amenazaban, porque les echaba por tierra el chiringuito económico y los dejaba en evidencia (sin decir nada contra ellos) ante la gente. Llegaron a mandar al «matón» de la zona, para que me advirtiese y, como eso tampoco dio resultado sino que, al contrario, hizo que la gente se ofreciese para protegerme y cuidarme, optaron por dejarme por imposible. «Xa perderá os Cristo», decía el jefe del clan de los curas-señores de la zona.
Dios me entiende también en gallego
Poco a poco fuimos introduciendo la misa y los sacramentos en gallego. Pronto mis feligreses aprendieron las respuestas a la misa, desde las más viejecillas a los niños. Y todos se sentían orgullosos de ser la primera parroquia de la zona que celebraba la misa totalmente en gallego. Como decía la señora Rosalía, una anciana de más de 80 años: «Xa me podo morrer tranquila, porque agora sei que Dios sempre me entendeu cando lle rezaba en galego, porque castelán non o sei».
1978 fue el año de los tres papas: la muerte de Pablo VI, la elección de Juan Pablo I y su «sospechosa» muerte tras 33 días de pontificado, y la elección de Juan Pablo II. Recuerdo aquel 16 de octubre de 1978, alrededor de las seis y media de la tarde. Cuando me enteré de que los cardenales habían elegido a un papa polaco y joven, me subí al campanario y me puse a tocar las campanas a gloria durante más de 10 minutos. Alguna gente que no se había enterado de la noticia, comentaba: «O señor abade volveuse louco». Después, ante el sesgo conservador e involucionista del papado de Wojtyla, siempre me arrepentí de aquel homenaje campanero.
Tras cinco años en mi «obispado», pensé que era hora de cerrar un ciclo y le pedí permiso a monseñor Temiño para marcharme a Madrid a terminar periodismo. En la capital de España me acogieron en su casa y en su parroquia de Cristo Resucitado los Compañeros del Prado, una asociación sacerdotal heredera de la espiritualidad de los curas obreros. Allí me integré y descubrí otro tipo de Iglesia: urbana, cosmopolita, obrera y encarnada en la realidad. Con compañeros que militaban en la HOAC (Hermandad Obrera de Acción Católica) y en la JOC (Juventud Obrera Cristiana) y estaban implicados en las luchas obreras de los años 80.
En Madrid comencé a trabajar como periodista, primero en Vida Nueva y, en 1989, me incorporé como corresponsal religioso al diario El Mundo. Desde esta atalaya mediática privilegiada fui testigo de excepción del devenir de la Iglesia española y asistí, en vivo y en directo, a los últimos años del pontificado del cardenal Vicente Enrique y Tarancón, al que conocí personalmente, porque acudía a menudo a comer a la casa de los curas del Prado.
Las sobremesas con don Vicente eran toda una clase de eclesiología española y romana, sobre todo para un curilla de provincias como yo. El cardenal de la transición comenzaba a tener problemas serios con el Vaticano. No era el hombre de Juan Pablo II en España. El papa polaco, con la ayuda del nuncio Mario Tagliaferri, se propuso cambiar la faz del episcopado español, con el fin de hacerlo sintonizar con los nuevos vientos conservadores romanos. Y lo hizo sin vacilar.
Asistí a la rápida aceptación de la renuncia de Tarancón y a la llegada de Ángel Suquía, el arzobispo al que el Movimiento de los 300 (una asociación de curas madrileños) llamaba «el eucalipto», porque a su sombra no crecía nada. Fue la plasmación en Madrid de la involución, escenificada sobre todo en los avatares del seminario de Madrid. Suquía echó al hasta entonces rector, Juan de Dios Martín Velasco (y a su equipo de formadores), para sustituirlo por otro mucho más gris y, por supuesto, conservador. Y el progresismo madrileño se vio obligado a retirarse a sus cuarteles de invierno, a la espera de que en Roma escampase.
Pero el invierno eclesial duró más de 30 años. Durante esa larga y gélida treintena, la Iglesia abiertamente conciliar se concentró en algunas parroquias de Vallecas y demás suburbios madrileños, en la Ciudad Universitaria, en los movimientos especializados de Acción Católica, como la JOC y la HOAC, en las comunidades de frailes y de algunas monjas, en los Congresos de Teología (auténticos acontecimientos eclesiales, pero ya a contracorriente) y, sobre todo, en la Universidad Pontificia Comillas (ya instalada en Madrid) y en el Instituto Superior de Pastoral.
Estas dos últimas instituciones eclesiales fueron los «respiraderos» del Madrid conciliar. De los jesuitas, recuerdo a Carlos Losada, Eugenio Vargas-Machuca, José Gómez Caffarena, Alfonso Álvarez Bolado y, por supuesto, a José María Díez-Alegría y José María de Llanos (más conocido como el padre Llanos) a quien, unos años después, entrevisté en El Pozo, cuando ya se había convertido en una especie de mito viviente, icono de un tipo de Iglesia que se batía en retirada, denostada por casi toda la jerarquía, que había virado por mimetismo con Roma.
Mientras, se iban retirando o muriendo los últimos obispos de Tarancón, como Javier Osés, Teodoro Úbeda, Ramón Echarren, Alberto Iniesta, José María Cirarda…, que mamaron y aplicaron el Concilio, dejando a la Iglesia española en la cima de los niveles de confianza y...

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  4. Información adicional