Quiero que seas
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Quiero que seas

Sobre el Dios del amor

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Quiero que seas

Sobre el Dios del amor

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Información del libro

Este libro toma como punto de partida la afirmación del amor a Dios atribuida a San Agustín «te amo, quiero que seas» para examinar la conexión entre la fe y el amor de un modo accesible para la audiencia tanto creyente como laica. El autor critica el impulso por el mero éxito material y sugiere que el amor debe convertirse en algo más que una virtud privada en la sociedad contemporánea. Asimismo, la obra, cuyo mensaje rehuye del academicismo y se presta a la tolerancia y la comprensión religiosas, presenta las profundas disquisiciones acerca del misterio del amor de Dios para dar respuestas tanto a creyentes como no creyentes que busquen la trascendencia en nuestros tiempos desconcertantes.

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Información

Año
2018
ISBN
9788425438707
Categoría
Religion
1. Amor: desde dónde y hacia dónde
«Me he preguntado a menudo / sin encontrar nunca respuesta / de dónde proceden la ternura y el amor; / hoy sigo sin saberlo, y ahora debo marchar», escribió Gottfried Benn.1 Lo que cautiva de estos versos son su autenticidad y su tristeza. Algo especialmente profundo y universal brilla a través de la humilde sinceridad del poeta, un testimonio sobre los tiempos que vivimos. El flujo constante en el mar del conocimiento humano oculta y revela simultáneamente ese no saber, el abismo de impotencia cuando nos enfrentamos al interrogante del último desde dónde que desafía todo intento de nombrarlo.
En la primera mitad del siglo XX, sobre el telón de fondo de los horrores de la guerra y el genocidio, se volvió a plantear con urgencia renovada la pregunta secular: ¿de dónde procede el mal? Es muy posible que nos hayamos acostumbrado hasta tal punto al mal, la violencia y el cinismo, que nos planteamos, sorprendidos, otra pregunta distinta: ¿de dónde proceden la ternura y la bondad? ¿Qué hacen aquí, en este mundo cruel? ¿Surgen la ternura y la bondad –como el mal y la violencia– de las condiciones de nuestro mundo?, es decir, ¿dependen fundamentalmente el bien y el mal de la forma en que organizamos la sociedad? ¿O proceden acaso de algunos rincones todavía inexplorados del inconsciente o de procesos complejos del cerebro? Hay abundantes estudios científicos sobre los procesos psiconeurobiológicos que acompañan a nuestras emociones y sobre los centros del cerebro que se activan cuando recibimos o mostramos ternura y cuando hacemos el bien u otras personas nos lo hacen a nosotros. No dudo de que todo lo que sentimos y pensamos pasa primero por innumerables portales de nuestro mundo natural y es afectado e influido por nuestro organismo y nuestro entorno, por la cultura en la que hemos nacido, incluida la lengua en la que pensamos. Después de todo, nuestro cuerpo y nuestra mente, nuestro cerebro y todo lo que sucede en ellos son parte del mundo o de la naturaleza, ese intrincado corredor a través del cual fluye el río de la vida. Pero ¿dónde está la verdadera fuente suprema?
¿Podemos simplemente rechazar la antigua intuición de que la ternura y la bondad, la luz y la calidez de la vida, a las que casi vacilamos actualmente en dar el desgastado nombre de «amor», entran en nuestro mundo –y, por tanto, en nuestra mente y en nuestra conducta– no solo como un producto de nosotros mismos y de nuestro mundo, sino como un regalo, como una cualidad radicalmente nueva que nos llena una y otra vez de justo asombro y gratitud? ¿No es el mundo mismo un regalo? ¿No somos un regalo para nosotros mismos? ¿Y no se renueva este regalo una y otra vez, revivido a partir de ese desde allí del que surge el amor? Pero, si vamos a buscar esa fuente más allá de nuestro mundo –fuera de él–, ¿no perderemos la oportunidad de encontrarlo, pasándolo por alto, precisamente porque está muy cerca, es decir, en nuestro interior?
¿Dónde tienen su origen la ternura y la bondad? ¿Lo sé, acaso? Tengo que admitir que no. Todas las respuestas que se me ocurren parecen una gruesa cortina que cubre la ventana abierta de mi pregunta. Hay ciertos interrogantes que son demasiado importantes para estropearlos con respuestas, y que deberían permanecer como ventanas siempre abiertas. Esa apertura no tiene que conducir a la resignación, sino a la contemplación.
Quienes saben que el autor de este libro es teólogo tal vez estén esperando impacientes mi afirmación concluyente de que la respuesta a la pregunta sobre lo último es Dios, naturalmente. Pero, de forma gradual, ha ido madurando en mí la convicción de que Dios se nos acerca más como pregunta que como respuesta. Tal vez aquel al que nos referimos con el nombre de «Dios» está más presente en nosotros cuando vacilamos ante la posibilidad de pronunciar esta palabra demasiado a la ligera. Tal vez se siente mejor con nosotros en el espacio abierto de la pregunta que en el barranco opresivamente estrecho de nuestras respuestas, nuestras declaraciones definitivas, nuestras definiciones y nuestros conceptos. Tratemos su Santo Nombre con el mayor control y cuidado.
Tal vez esos momentos de la historia en los que reina en el mundo del saber oficial el silencio cortés o indiferente sean una oportunidad preciosa para que el teólogo corrija la santurrona locuacidad de épocas pasadas y vuelva a lo que el santo maestro de la fe, Tomás de Aquino, subrayaba al principio de sus investigaciones filosóficas y teológicas: Dios no es «evidente». Por nosotros mismos, no sabemos qué o quién es Dios. No temamos el vértigo cuando investiguemos las profundidades de lo Desconocido. No tengamos miedo a reconocer con humildad: «No sé». Después de todo, este no es el final, sino siempre un nuevo principio en el viaje interminable.
Además, para la fe (y también para la esperanza y el amor), para estas tres formas de «paciencia con Dios», con su ocultación,2 el «no sabemos» no es una barrera infranqueable.
Para muchos de los que me rodean, las afirmaciones bíblicas sobre el amor (Dios es amor; ama al Señor tu Dios con todo tu corazón; Dios amó tanto al mundo; ama a tus enemigos...) suenan como frases en un lenguaje desconocido, incomprensible u olvidado hace ya mucho tiempo. Con frecuencia, esas personas se consideran «no creyentes» (o, como mucho, creen de manera diferente a la de quienes están de acuerdo con el cristianismo o el judaísmo). En el mundo de la Biblia, la teología y la fe cristiana son extrañas. Por eso no es sorprendente que las afirmaciones religiosas de ese tipo suenen como música celestial, o parezcan las ruinas de ciudades antaño habitadas por las generaciones de sus antepasados.
¿Y qué pasa con nosotros? No esquivemos la pregunta sobre cómo y en qué medida entendemos esas frases; nosotros, que declaramos nuestro valor para seguir considerándonos cristianos en este mundo. Esas frases están cerca de nuestro corazón porque las hemos oído en numerosas ocasiones, pero ¿cómo concuerdan con nuestra experiencia, con nuestro mundo cotidiano?
Esto me recuerda la historia del joven judío que se matriculó en una escuela rabínica contra los deseos de su padre, un rico comerciante. Cuando regresó a casa en vacaciones, su padre lo recibió sarcásticamente: «Y bien, hijo mío, ¿qué es lo que has aprendido durante todo un año?». El muchacho contestó: «He aprendido que el Señor nuestro Dios es el único Dios». Indignado, el padre agarró a uno de sus ayudantes por el hombro: «Isaac, ¿sabes tú que el Señor es el único Dios?». «Por supuesto», respondió el ayudante, hombre de mente simple. Pero su hijo exclamó con pasión: «Sí, sé que lo ha oído. Pero ¿lo ha comprendido?».
En este libro, quiero dar cuenta de lo que he intentado aprender, de lo que me he esforzado por comprender más profundamente sobre esas frases, aparentemente simples, relativas al amor. Pero admito desde el principio que respecto a esas afirmaciones sobre el amor de Dios, sobre el amor a Dios, sobre el amor a nuestros enemigos –que de ningún modo son tan simples como algunos podrían pensar–, por no mencionar su traducción al lenguaje de nuestra experiencia cotidiana, estoy lejos de decir mi última palabra. Este libro, al igual que mis obras anteriores, es también, simplemente, más que un conjunto de mapas fiables, un informe provisional de mi viaje, y trata de ser una inspiración y un aliento para el viaje de los lectores, para que cada uno busque su propio estímulo para avanzar en él.
«Usted ya ha escrito libros sobre la fe y la esperanza. ¿Cuándo escribirá uno sobre el amor?». El joven que me planteó esta pregunta durante una conversación que mantenía con alguno de mis lectores debió de sorprenderse al descubrir que, evidentemente, me cogía desprevenido. «No creo estar listo para eso», dije un tanto vacilante. Pero en aquel momento me di cuenta de que su pregunta me proponía un desafío al que no podría resistirme eternamente.
Cuando mis amigos sintieron curiosidad por saber de qué trataría mi siguiente libro, y les dije que estaba escribiendo sobre el amor, no me sorprendió su perplejidad.
Hace muchos años, cuando casualmente estaba presente en una boda en la catedral de Budapest, pregunté a mi guía, que, a diferencia de mí, comprendía el húngaro, si la palabra que el sacerdote había repetido ya unas treinta veces en el curso de su breve alocución significaba «amor». Cuando asintió con la cabeza, juré que, si alguna vez llegaba a ser sacerdote, trataría esa palabra como oro en polvo. En las librerías religiosas siempre he evitado instintivamente los libros que tenían la palabra amor en el título, temiendo que desde los primeros capítulos desprendieran el olor nauseabundo a perfume barato propio de ese sentimentalismo mojigato que nunca deja de revolverme el estómago. La literatura secular está saturada con el tema del amor, desde la poesía erótica hasta los manuales de ayuda psicológica sobre las relaciones interpersonales. ¿Qué puede ahora añadir la teología filosófica, la hermenéutica de la fe, a todo eso?
«El amor se demuestra más en los hechos que en las palabras», escribió mi santo favorito, san Ignacio de Loyola. Pero la reflexión, si es honrada, es en sí misma un hecho, y puede inspirar acciones que no son superficiales. Así pues, ¿en qué debería uno centrar sus reflexiones en el momento presente para lograr una comprensión más profunda de la relación entre amor y religión, entre amor y fe cristiana?
Sin duda, algunos representantes de la filosofía analítica desecharían inmediatamente la frase «Dios es amor» como inadmisible para sus juegos lingüísticos. Después de todo, la afirmación no puede ser corroborada ni refutada. La palabra amor, como la palabra Dios, es una expresión típicamente polisémica; sería difícil encontrar otras dos palabras que puedan significar cosas tan distintas para diferentes personas.
En este libro, me gustaría intentar contribuir a las reflexiones sobre el amor centrándome en dos aspectos típicamente cristianos, que están ausentes en el concepto secular de amor y sobre los que muchos manuales piadosos hablan en términos superficiales y banales. Me refiero al amor a Dios y al amor a los enemigos. Estoy convencido de que este aspecto doble –profundamente relacionado con la ...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portada
  3. Créditos
  4. Cita de apertura
  5. Citas
  6. Índice
  7. 1. Amor: desde dónde y hacia dónde
  8. 2. A la espera de la segunda palabra
  9. 3. ¿Tiene el amor prioridad sobre la fe?
  10. 4. La lejanía de Dios
  11. 5. Quiero que seas
  12. 6. La cercanía de Dios
  13. 7. Una puerta abierta
  14. 8. El engañoso estanque de Narciso
  15. 9. ¿Es la tolerancia nuestra última palabra?
  16. 10. Amar a los enemigos
  17. 11. Si no hubiera cielo ni infierno
  18. 12. ¿Amar al mundo?
  19. 13. Más fuerte que la muerte
  20. 14. La danza del amor
  21. Información adicional