Las razones de la amargura
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Las razones de la amargura

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Las razones de la amargura

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Los autores enlazan un diálogo, a lo largo de una serie alternada de capítulos, sobre la compleja emoción del resentimiento dentro de un contexto sociopolítico y en el marco de reflexiones entorno a la justicia, el daño, la memoria o el perdón. El conflicto social y la diferencia de clases, el trauma del Holocausto, la experiencia de los totalitarismos del siglo XX y las transiciones de la dictadura a la democracia serán los temas de referencia con los que los autores analizarán el resentimiento.

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Información

Año
2018
ISBN
9788425441912
1. El presente, la memoria y el resentimiento:
Una forma quebrada de sensibilidad moral*

Carlos Thiebaut
Asimetrías de la conciencia en el presente y la memoria
La conciencia moral guarda con el presente una compleja relación. Por una parte, se identifica plenamente con él; se constituye en el acto, en la acción en la que ejercemos nuestra libertad y en la que construimos nuestra identidad. Pero, por otra, la conciencia moral no se identifica con ese mismo presente: esa acción, si quiso ejercerse en libertad, guarda en sí una cierta gratuidad, una cierta sensación de fragilidad que aventa lejos cualquier necesidad; así, cuando actuamos moralmente no perdemos la conciencia de que podríamos haber actuado de otra manera, aunque, tal vez, tengamos firme y claro que el rumbo que tomamos era el que debíamos, en recta ética, haber seguido. Nuestra conciencia moral se constituye, pues, en el presente, pero por medio de una distancia interna a ese presente; nuestra conciencia moral es fruto de una elección (de la que se nos puede tener por responsables) que no la identifica con la acción que la ejercita y que la constituye.
Esas relaciones complejas, de cercanía y de distancia, que atan conciencia y presente pueden ser vistas en un instante determinado y fijo como si de una foto robada al tiempo se tratara, o pueden concebirse, también, en una secuencia fílmica de ritmo narrativo más amplio. En el primer caso, percibimos sincrónicamente, quizá, el tipo de cercanía y de distancia que constituye nuestra conciencia y nuestro presente: podemos argumentar y dar razones, por ejemplo, de la definición de nuestros criterios éticos; podemos argüir a favor del comportamiento que adoptamos y en contra de otras alternativas; podemos, en fin, definir el tono y el timbre de nuestra libertad, y podemos dar cuenta de ese lado de nuestra experiencia moral que nos revela como si nos constituyéramos moralmente en cada instante, y como si constituyéramos al hacerlo un mundo moral a cada instante. Es en esa conciencia del instante, cuando elegimos según libertad, o lo que creemos y llamamos libertad, cuando nos descubrimos responsables moralmente, y en ella resalta más claramente la desnudez de la decisión y de la responsabilidad morales. Es en el instante donde descubrimos que nuestra convicción ha de mantenerse sin agarraderos fáciles en nuestras responsabilidades; o, mejor, es en el instante donde descubrimos que ninguna responsabilidad se sostiene sin un acto de convicción a su base.
Hay un rasgo importante de esa distancia sincrónica que constituye nuestra conciencia moral con respecto al presente: esa no inmediatez que caracteriza lo moral nos permite negarle a un estado de cosas determinado su razón o su validez por el mero hecho de ser un estado de cosas dado. Podemos concebir otra forma de ese estado de cosas —una forma de acuerdo con aquellos principios que consideramos éticos— y, por lo tanto, negarle a ese estado de cosas la patente de corso. La distancia con respecto al presente hace que la conciencia moral sea siempre asimétrica con respecto a él: será ella, y no un estado de cosas dado, el que defina el punto de vista moral. Ella negará, por ejemplo, que una situación determinada de injusticia pueda moralmente aceptarse o señalará la distancia que se abre entre la desigualdad real que existe entre los hombres y la igualdad que, en lo que a nuestra dignidad moral refiere, los tiempos modernos predican de nuestra condición humana y, por último, será ella la que extraiga las oportunas consecuencias de esa distancia.
Pero esas distancias y cercanías de la conciencia moral y el presente no aparecen solo en ese corte sincrónico que sale a la luz en los procesos de argumentación o de denuncia moral. Las relaciones de distancia y de cercanía entre la conciencia moral y el presente pueden también concebirse en una secuencia moral más amplia, desenvolviéndose y tejiéndose en la narración de nuestra identidad. En este caso, descubrimos no solo el porqué sincrónico de una decisión, sino que podemos indagar una razón ulterior: cómo fue, diacrónicamente, que esa razón para actuar en el sentido determinado tuvo y adquirió sentido moral para nosotros; cómo es que era tal nuestra conciencia; cuál era, en suma, el porqué narrativo de ese porqué. Esta razón diacrónica de la narrativa de nuestra identidad moral apunta no solo al orden de la justificación sino que incluye, también, otro sentido: señala que nuestra conciencia moral se constituye también en relación con el tiempo mismo, en su misma temporalidad. O, por decirlo con otras palabras, una cierta experiencia del tiempo de nuestra identidad moral nos constituye como sujetos morales en el presente. No solo somos, así, responsables de nuestros actos por el desnudo perfil de aquellas convicciones en virtud de las cuales actuamos en un momento determinado, sino que también somos responsables del rostro moral que a través del tiempo ha ido configurándose en nuestra identidad, como bien acabó por saber Dorian Grey. O, por decirlo en aristotélico, somos responsables en el presente porque somos también responsables de la totalidad de nuestra vida, de la narrativa de nuestra identidad.
La relación diacrónica de nuestra conciencia moral y el presente en el tejido narrativo de nuestra identidad tiene una inflexión específica cuando hacemos explícita una de sus notas centrales, a saber, el carácter de la memoria, del recuerdo de lo acontecido en ese tejido narrativo, en la constitución de nuestro presente. Cuando recordamos algo re-corremos, o recorremos de nuevo, como reiteramos con torpeza, un tramo de aquel tejido narrativo de nuestra identidad y, por lo tanto, actualizamos en maneras diversas esa identidad en el presente. No hay, en efecto, recuerdos que sean neutrales, ni en sus causas ni en sus efectos. Las formas y los tonos de la memoria, de las memorias, son variados y son también variados sus efectos. Un recuerdo puede traernos de nuevo al presente un contexto, una acción, un gesto, y podemos, entonces, volver a percibirlo, a juzgarlo y a vivirlo de nuevo en algún sentido. Puede, también, consolarnos como compensación de una pérdida (de la que nos queda, al menos, el regusto de la memoria), o puede ahondar, sin que podamos o queramos evitarlo, esa pérdida, pues el recuerdo de lo ido es siempre la práctica de una ausencia. Un recuerdo puede también imponérsenos con una fuerza no deseada, a veces violenta, y puede rompernos el frágil velo con el que el olvido nos consolaba o puede desgarrar aquel otro con el que nuestro orgullo quería disfrazar y hacer pasar inadvertida una acción que sabemos impresentable ante otros o ante nosotros mismos.
A pesar de su variedad, todas esas formas posibles del recuerdo —de sus motivos, sus causas y sus efectos— tienen un rasgo común: el recuerdo nos constituye de una manera reflexiva no solo con respecto a lo sido, cuyo lugar en el tejido de nuestra identidad es traído al presente, sino con respecto a nosotros mismos. Esa reflexividad que induce la memoria no es, sin más, igual a otras formas de reflexividad como aquella que define la capacidad de juzgar y con la que nos distanciamos de los contextos inmediatos de acción y por la que podemos, entonces, contrastar con ellos un sistema de preferencias determinado o un conjunto de principios éticos. La conciencia reflexiva de sí que se implica en toda recordación adviene no solo porque el acto mismo del recuerdo sería imposible en una inmediatez que confundiera conciencia y contenido temporal de la conciencia, identidad y tiempo, sino también, y sobre todo, porque la necesidad que impele al recuerdo nace de una identidad que se interroga a sí misma y acude, para responderse, a inquirir su propia génesis. (No podemos, así, recordar recuerdos ajenos, sino solo recuerdos propios, pues podemos recordar una historia ajena solo si en algún momento la aprendimos o supimos y fue, de alguna manera, nuestra).
Pero, al igual que acontece en una interpretación sincrónica de las relaciones entre la conciencia moral y el presente —en las que una forma de argumentación o de denuncia moral pueden ejercer pluralmente formas diversas del punto de vista moral—, tampoco las formas de la conciencia reflexiva que se ponen en evidencia en el recuerdo tienen todas la misma cadencia. De esa manera, podemos atarnos ciertamente a nuestro pasado, concebir de tal manera el presente que este sea solo la repetición, a veces compulsiva o inconsciente, del pasado. Podemos, también, olvidar —de maneras diversas— el pasado e insistir en que comenzamos de nuevo ahora, en un momento dado, la narrativa de nuestra identidad. Pero, lo que es más importante, podemos hallar en el recuerdo una relación con nosotros mismos que sea distinta de unas tales formas de consuelo identificador con el presente. En efecto, podemos encontrar en este ejercicio de la memoria una forma de distancia con respecto a nosotros mismos. La memoria puede revelarnos la falsedad del relato que quiere justificar un orden de cosas dado y puede, por ejemplo, negar la eternidad o la supuesta armonía con la que suele quererse revestir toda forma de poder; esa memoria puede también señalar que un estado de cosas determinado se apoya sobre un ejercicio de poder, de injusticia o de dolor humano ahora olvidados y que, una vez recordados, difícilmente dejarían inmune esa circunstancia dada.
Así pues, tanto si concebimos las relaciones entre la conciencia moral y el presente como fruto del instante en que aparece el acto moral, como si las enmarcamos en la narración de nuestra memoria, esas relaciones están atravesadas de una específica asimetría que, al menos, no nos lleva a entenderlas como relaciones de identificación y de consuelo: la conciencia moral no siempre nos consuela o nos identifica con lo que hacemos o con lo que somos sino que nos muestra y nos revela en una situación de des-encuentro, de distancia, de dis-locación.
Resentimiento: debilidad y asimetría
Una de esas formas asimétricas de constituir la conciencia moral ha recibido un nombre con el que filosofías diversas —y en absoluto encaminadas a fines similares— han querido ponerla en evidencia y rechazarla como una forma de sensibilidad moral que denota debilidad, pasividad e impotencia: el nombre de «resentimiento». Estas páginas presentarán a partir de aquí esa forma de sensibilidad asimétrica en la constitución de nuestra conciencia moral. Analizaremos, en primer lugar, las caracterizaciones de esa forma de sensibilidad en sus formulaciones clásicas, y trataremos, posteriormente, de mostrar dos análisis de la misma que se encaminan en dirección distinta. El primero de ellos, junto al joven Horkheimer, será más bien sincrónico y presentará al resentimiento como una forma asimétrica de percibir las razones del presente desde su crítica y denuncia política y moral; el segundo, con dos poemas de Jaime Gil de Biedma, será más bien diacrónico, y entenderá las asimetrías que comentamos en la dimensión del tiempo que pone en ejercicio la memoria. Al final, ambos análisis nos conducirán de nuevo al punto del que partimos: a las relaciones de nuestra conciencia moral y nuestro presente, a la aprehensión de este como cercanía y como distancia, como ética, en suma.
A pesar de cruciales diferencias respecto a qué significan las actitudes que se definen como «resentidas», tanto los análisis clásicos de Nietzsche como los de Scheler1 coinciden en entender por el término «resentimiento» una actitud cuyas notas principales son que a) es una actitud reactiva, y nacida por tanto de una cierta pasividad respecto a un estado de cosas: yo reacciono ante una cosa que me hacen, no a una cosa que yo hago; a cómo me tratan, no a lo que yo soy por mí mismo y desde mí mismo; a un menosprecio, desprecio o dominación de la que soy objeto paciente, que sufro pero que no puedo no aceptar. Consiguientemente, b) es una actitud o un comportamiento que no nace de una propuesta propia, sino de una defensa, y denota por tanto debilidad: si yo pudiera definirme desde mí mismo, desde mi propia y potente identidad, desde mi voluntad de ser y de poder, no estaría al albur de definiciones ajenas ante las cuales, y por tanto, soy débil de entrada. Y así, c) o bien esa situación se sublima en una acción que suprime ese estado de cosas —y entonces, en rigor nietzscheano y scheleriano no es resentimiento— o bien se configura como resentimiento al retornar sobre el sujeto débil e impotente y reforzar su actitud, generalizándola y constituyéndola en una forma de existencia. El resentimiento, pues, parte de la debilidad de no ser uno mismo desde su propia energía, desde la propia voluntad de ser y de poder; el resentimiento sería una frustración patógena y enferma de esa voluntad.
Esas dos versiones clásicas del resentimiento —la de Nietzsche y la de Scheler— tildarían a las asimetrías de la conciencia del débil (asimetrías que dudosamente podríamos caracterizar de éticas en tales explicaciones, a no ser que empleáramos el término para uso solo descriptivo) de asimetrías de una falsa identidad. Ambas versiones, aunque con distintos acentos, asumen plenamente, por tanto, el punto de vista del fuerte (reduciéndolo, incluso, al débil la posibilidad de llegar a tomar el lugar del antiguo señor). El resentido sería, pues, el que ve el mundo desde el punto de vista del dominado enfermizo que no rompe esa dominación, que ni la enfrenta ni la supera, sino que solo la «resiente» porque acepta en último término su situación de dominado o porque no le pone su nombre preciso, la objetiva y la supera. El resentido farfulla su descontento, profundiza a cada paso su debilidad, incrementa su enfermiza impotencia.
Nietzsche y Scheler coinciden en caracterizar de enfermiza la reacción débil e impotente del resentimiento. La imposibilidad de la acción liberadora ante una situación de dominio o, con más frecuencia, de desprecio o de menosprecio es una forma de enfermedad, de veneno reconcomedor que daña al sujeto pasivo, despreciado o dominado, más que a...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portada
  3. Créditos
  4. Índice
  5. A MODO DE INTRODUCCIÓN
  6. 1. EL PRESENTE, LA MEMORIA Y EL RESENTIMIENTO: UNA FORMA QUEBRADA DE SENSIBILIDAD MORAL
  7. 2. OBSERVACIONES A «EL PRESENTE, LA MEMORIA Y EL RESENTIMIENTO»
  8. 3. TIEMPO Y RESENTIMIENTO
  9. 4. LA MUTANTE PERSISTENCIA DEL DAÑO EN LA MEMORIA
  10. 5. RESENTIMIENTO Y CICATRICES
  11. 6. RESENTIMIENTO Y JUSTICIA
  12. 7. RÉPLICA: JUSTICIA QUE ESCUCHA Y ARMONÍAS NO IMPUESTAS
  13. 8. SOBRE LA ESCUCHA
  14. 9. ¿QUÉ REPARA LA JUSTICIA RESTAURATIVA? ARREPENTIMIENTO, PERDÓN Y RECONCILIACIÓN
  15. 10. JUSTICIA Y AMARGURA
  16. CODA: EL RESENTIMIENTO Y LAS FURIAS ACTUALES
  17. OTRA CODA…
  18. Información adicional