Los mares de la luna
eBook - ePub

Los mares de la luna

  1. 120 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
eBook - ePub

Los mares de la luna

Detalles del libro
Vista previa del libro
Índice
Citas

Información del libro

A veces el final solo es el principioUna decisión tomada en un momento límite desencadena una serie de cambios importantes en la vida de Sofía. Ella creía que su vida era perfecta e idílica, pero en menos de cuarenta y ocho horas, se transforma en una espiral de inestabilidades laborales, infidelidades y secretos de familia.Estos cambios la llevaran por inercia a regresar a su pasado, donde descubrirá un gran secreto que ha permanecido oculto durante más de tres décadas.Sofía volverá a creer que siempre hay una salida, pero la vida tiende a sorprendernos con giros inesperados en el momento en que creemos estar más seguros y donde el final es, muchas veces, el principio.

Preguntas frecuentes

Simplemente, dirígete a la sección ajustes de la cuenta y haz clic en «Cancelar suscripción». Así de sencillo. Después de cancelar tu suscripción, esta permanecerá activa el tiempo restante que hayas pagado. Obtén más información aquí.
Por el momento, todos nuestros libros ePub adaptables a dispositivos móviles se pueden descargar a través de la aplicación. La mayor parte de nuestros PDF también se puede descargar y ya estamos trabajando para que el resto también sea descargable. Obtén más información aquí.
Ambos planes te permiten acceder por completo a la biblioteca y a todas las funciones de Perlego. Las únicas diferencias son el precio y el período de suscripción: con el plan anual ahorrarás en torno a un 30 % en comparación con 12 meses de un plan mensual.
Somos un servicio de suscripción de libros de texto en línea que te permite acceder a toda una biblioteca en línea por menos de lo que cuesta un libro al mes. Con más de un millón de libros sobre más de 1000 categorías, ¡tenemos todo lo que necesitas! Obtén más información aquí.
Busca el símbolo de lectura en voz alta en tu próximo libro para ver si puedes escucharlo. La herramienta de lectura en voz alta lee el texto en voz alta por ti, resaltando el texto a medida que se lee. Puedes pausarla, acelerarla y ralentizarla. Obtén más información aquí.
Sí, puedes acceder a Los mares de la luna de Mar González en formato PDF o ePUB, así como a otros libros populares de Literatura y Literatura general. Tenemos más de un millón de libros disponibles en nuestro catálogo para que explores.

Información

Año
2017
ISBN
9788417227029
Edición
1
Categoría
Literatura

Mare Ingenii (Mar del Ingenio)

318km, 33, 7ºS, 163, 5ºE



El terrible impacto que formó la gran Cuenca de Imbrium arrojó enormes cantidades de material de lava ardiente y así se formaron sus gigantescas montañas.

Los rayos del sol ya se habían abierto camino entre las nubes, era mediodía. Palpé el bolsillo interior de mi chaqueta para asegurarme de que había cogido las llaves de la casa. Mi madre me había confiado un duplicado ya que ella viajaba cada vez con más frecuencia y quería estar tranquila en caso de cualquier emergencia.
Volví al piso para recoger la maleta y un pequeño bolso de mano. Sería suficiente para pasar unos días hasta que regresase a buscar el resto de mis pertenencias. Caminé dos manzanas hasta donde tenía aparcado el viejo Ford Fiesta gris, ya quedaban muy pocos de aquellos, pero a mí me bastaba, y además era la única propiedad que podía demostrar que era realmente mía.
Conduciendo solía recorrer distancias muy cortas, de casa al trabajo o al centro comercial más cercano. Aunque me costaba y me avergonzaba un poco reconocer mi relación amor-odio al volante, supe casi por casualidad que mi miedo a conducir se llamaba amaxofobia y que un gran número de personas la padecían y por ello no conducían jamás. Aunque la dolencia tenía remedio, requería terapia psicológica y sobre todo empezar a conducir. Ese sería otro de mis retos por superar a corto plazo.
El fiel Ford estaba allí aparcado y lleno de polvo después de tantos días sin uso. Nada que ver con el Volvo nuevecito de trinca que acabábamos de comprar hacía unos meses y que sí había puesto a su nombre. Lo miré satisfecha, como quien mira a un viejo amigo con el que se reencuentra después de años sin que parezca haber transcurrido el tiempo. Me alegré de haber podido convencer a Mi Extraño, como le empecé a llamar desde que desapareció de mi vida, de que no nos deshiciésemos de él. Al fin y al cabo, era un medio de transporte y ahora lo importante era que respondiese como había hecho hasta la fecha.
Abrí la puerta, entré y puse la llave en el contacto, arrancó a la primera y comprobé con agrado que tenía el depósito casi lleno. Como buena amaxofóbica, nunca dejaba que llegase a la reserva y siempre repostaba antes de que la lucecita naranja se encendiese por miedo a quedarme tirada sin gasolina en medio de una carretera.
Mentalmente empecé a anotar las nuevas tareas que debería volver a aprender, ahora tenía tiempo de sobra… y no me quedaba otro remedio. Comprobar la presión de las ruedas, medir los niveles del aceite, pasar las ITV, comparar seguros y otras tantas cosas que había dejado de hacer y de las pocas de las que Mi Extraño se había ocupado por propio interés. Sumergida en los pensamientos de todas esas tareas básicas que había delegado de manera involuntaria había conseguido ponerme en ruta. Conocía el camino, lo había recorrido decenas de veces, aunque siempre de copiloto, traté de relajarme y concentrarme en no salirme del recorrido ya que mi sentido de la orientación era bastante limitado.
Los casi trescientos kilómetros que me separaban de mi meta iban a ser la primera prueba de fuego hacia mi autonomía e independencia. Conecté la radio y conseguí sintonizar una emisora que no distorsionaba, en ese momento pinchaban un tema antiguo de Madness, «Un paso adelante».
Mi ceja derecha se levantó, suspicaz:
—Muy apropiado el título en este momento… —pensé.
Me había esforzado durante tanto tiempo en agradar a los demás y ser quien se esperaba que fuese, que me había olvidado por completo de mí, de lo que yo quería o necesitaba en realidad. No alcanzaba a comprender qué fue lo que falló en nuestra relación; a pesar de creer haber puesto todo de mi parte, nunca nada parecía ser suficiente.
Nuestro, o mejor dicho mi círculo de amistades se fue cerrando y cada vez estaba más aislada, no fui capaz de percibirlo, todo había sucedido de manera muy sutil. Nuestros hábitos también cambiaron con el tiempo. Al principio solíamos desayunar, comer y cenar casi siempre juntos, con él y su compañía me bastaba, salíamos a pasear y a practicar deporte, nos permitíamos viajar con bastante frecuencia y todo parecía perfecto.
Pero poco a poco comenzamos a distanciarnos, yo imaginaba que el motivo era que necesitábamos nuestro propio tiempo y espacio y me adaptaba con tal de agradarle, sumisa a estos cambios.
Siempre creí en la fidelidad, nunca había sentido celos y estaba segura de mis sentimientos; pensaba que no era tan difícil cumplir con un compromiso, pero por lo visto no pensábamos igual. Sus viajes de trabajo comenzaron a ser cada vez más frecuentes y largos y sus llamadas más cortas y espaciadas. Un día decidimos, o decidió… ya no lo recuerdo, vender el espacioso piso nuevo que con tanta ilusión habíamos decorado para mudarnos de alquiler, la idea era ahorrar y comprar una casa más grande a las afueras de la ciudad en una zona tranquila y lujosa, con buenos colegios cerca y buenas comunicaciones. Ahora estaba segura de que solo fue una estrategia más para zanjar una larga relación con el mínimo de obstáculos. Como siempre, accedí, pero ahora comprendía que jamás tuvo la intención de formar un hogar, por lo menos conmigo y cada vez que surgía el tema me respondía que no había ninguna prisa, que los precios de la vivienda seguían cayendo y que era mejor esperar una oportunidad. Y le creí, o quise creerle… Fue en uno de sus numerosos viajes de trabajo cuando desapareció de improviso y sin avisar. Me costó asimilar lo que había sucedido, nunca me había preocupado de mis cuentas bancarias porque sencillamente confiaba plenamente en sus decisiones y hasta la fecha ningún indicio hacía que sospechase nada.
Ni siguiera me había alzado la voz, nunca fue necesario, ya que jamás cuestionaba sus decisiones, me desvivía por tener todo siempre a punto, era lo que se esperaba de mí y para lo que me habían educado. En la casa yo hacía y deshacía a mi antojo, era mi territorio asignado, la parcela donde tenía autoridad para decorar y ordenar con total libertad y todo parecía estar bien. A veces había tanteado el tema de tener hijos, pero él siempre escurría el bulto con el pretexto de disfrutar más de la vida, de asegurar un bienestar económico para el futuro, de escalar en su vida profesional… No quise presionarle, un hijo debía ser absolutamente deseado y aún había tiempo. Mi reloj biológico no me presionaba tanto como el vacío de las horas sola, pero no insistí.
Me resultaba un poco extraño que no se hubiese puesto en contacto conmigo durante dos días seguidos. Solía llamarme un par de veces al día cuando estaba fuera de viaje, lo que me hizo pensar de todo. ¿Quizá un accidente se lo había impedido? ¿Y si había sufrido un golpe y tras la amnesia no podía recordar nada? Imaginé situaciones imposibles dignas de cualquier serial de fin de semana en el que el protagonista siempre acaba por recuperar la memoria y todo se resolvía con un final feliz, pero no fue así; al tercer día de angustia apareció la primera señal de vida.
Un escueto mensaje de disculpa a través del whatsapp en el que decía que lo sentía mucho y que sabía que yo no merecía algo así, pero que desde hacía algún tiempo no sentía nada por mí y no quería hacerme más daño. No había un motivo concreto, pero necesitaba su espacio.
Hubiese esperado cualquier cosa menos aquello. Me negaba a creerlo, no podía ser verdad, pensaba que era una broma absurda y que pronto se aclararía todo. Repasé una y mil veces mentalmente todas las conversaciones que tuvimos durante la semana anterior y nada me hacía pensar en un motivo que hubiese podido provocarlo.

Durante los dos días siguientes a su mensaje, le llamé decenas de veces a pesar de que me pidió que no lo hiciese, nunca contestó a mis llamadas.
Me convertí en una obsesa del móvil, consultaba sistemáticamente el whatsapp buscando la única conexión que aún me unía a él.
en línea. últ. vez hoy a las 17:20. últ. vez hoy a las 18:05… Y así infinidad de veces durante varios días enteros como una nomofóbica fuera de control hasta que acabé por estrellar el móvil contra el suelo. Comencé a torturarme y a buscar posibles pistas en toda la casa, en el viejo ordenador que no pudo llevarse, en las chaquetas que habían quedado en el vestidor como únicas pruebas de que había habitado en aquella casa.
Contraté los servicios de un informático con el pretexto de recuperar unos documentos muy importantes relacionados con mi trabajo y así pude recuperar fragmentos de conversaciones subidas de tono, de fotos y de reservas en restaurantes y hoteles en los que yo jamás había estado.
Quien sabe buscar siempre encuentra. Pero también es verdad que ojos que no ven corazón que no siente… Ni padece. Ese fue quizá uno de mis errores y el punto de partida hacia mi autodestrucción. Revolví absolutamente por todos los rincones de la casa, hurgué entre los papeles, registré todos los bolsillos de su ropa buscando pruebas e intentando comprender el motivo que lo justificara.
Recuperé y revisé una a una todas las facturas telefónicas y las estudié detenidamente. Había muchos números que no conocía y empecé a indagar intentando relacionar los horarios, la frecuencia y la duración de las llamadas. Hasta que quizá ese sexto sentido que nos caracteriza a las mujeres me hizo reparar en un número concreto. Las llamadas realizadas a ese número coincidían con la misma periodicidad y horario en los días en los que no había realizado ningún viaje de trabajo. Por el contrario, no había ni una sola llamada registrada mientras estuvo ausente. Eso me hizo llegar a la conclusión de que no necesitas llamar por teléfono a alguien que se encuentra a tu lado y que con toda probabilidad esa era la explicación.
Las facturas siguieron llegando a mi dirección durante algún tiempo tras su marcha, pero después ya no apareció ningún recibo más y estaba segura de que en ese número se encontraba la prueba que necesitaba; lo anoté y memoricé.
Estuve varios días dándole vueltas a la cabeza antes de llamar hasta que por fin me decidí a hacerlo desde un locutorio. Entré dudosa y con nervios en una de las minúsculas cabinas de madera y cerré la puerta a pesar del calor sofocante de aquel espacio tan reducido. Empecé a sudar, marqué el número y esperé unos segundos que se hicieron interminables, tenía un desagradable sabor a hierro en la boca, parecido al que notaba al correr hasta el límite de mis fuerzas y las venas bombeaban deprisa, obligadas por el corazón a punto de estallar. Era el sabor de mi propia sangre lo que notaba a través de las papilas gustativas.
Alguien descolgó el auricular al otro lado del hilo y una voz grave de mujer respondió:
—¿Diga?
Era evidente que no conocía el número desde el que la estaban llamando.
Yo no tenía una respuesta preparada, pero respondí facilitando un nombre inventado, con el pretexto de ofrecerle una demostración gratuita de análisis del agua, para ello usé el nombre de una conocida empresa que hacía poco había dejado una publicidad en mi zona.
Pedí permiso para realizar una breve encuesta que no la comprometía a nada, sino que simplemente cumpliría con el registro de datos para así poder elaborar una pequeña estadística. Accedió y yo traté de sacar mi lado más amable, de esa manera supe que la vivienda estaba habitada por dos personas y que pronto serían tres. Que no se trataba de un piso, sino que en realidad era una casa de dos plantas con piscina y jardín y que se habían mudado recientemente a esa zona residencial en un barrio bastante reconocido.
El corazón me dio un vuelco, empecé a sentir claustrofobia y abrí la puerta de la cabina para que pudiese entrar algo de oxígeno. El joven paquistaní me miraba de reojo desde el mostrador de enfrente pero no se atrevía a acercarse. Yo notaba mi cara lívida como si de repente toda la sangre que antes bombeaba al máximo rendimiento ahora se hubiese detenido en seco, acumulada en las venas de mi garganta. No estaba acostumbrada a mentir, pero aguanté estoicamente la subida de tensión para armarme de valor e insistir en ofrecerle una demostración después de conseguir que me facilitase su dirección. Ella aceptó mi oferta de manera correcta pero distante y concretamos hora para la semana siguiente.
No estaba completamente segura de que se lo hubiese tragado, pero tampoco me importaba demasiado ya. Sí tenía la certeza de que esta vez había dado justo en el clavo. Me despedí y colgué el teléfono como pude, salí tambaleándome despacio, mareada y con náuseas, hasta que logré sentarme en una de las sillas, fuera de la cabina.

El jovencísimo morenito de ojos rasgados se acercó hacia mí con un vaso de agua fría en la mano y me sonrió con sus dientes blanquísimos.
—Tú embarazada, ¿no? Mi mujer embarazada también, muchos niños, mucha felicidad.
No tuve tiempo de responderle, salí disparada buscando un lavabo justo a tiempo de alcanzar la taza del wáter. Mi estómago se vació inmediatamente y un sudor frío me recorrió el cuerpo como un latigazo. Tenía la cara pálida y la frente sudorosa, me mojé la nuca y las muñecas y me soné la nariz sin poder evitar romper a llorar.
Tenía tal descontrol en mi vida que no recordaba cuándo había sido mi último período, pero de todas las posibilidades esa era la única inviable. Aunque en los días siguientes intenté olvidar por todos los medios ese momento, el subconsciente me traicionaba casi todas las noches y las pesadillas me torturaban regresando al día D para cuestionarme si hubiese sido mejor no realizar esa llamada. Quería convencerme de que es preferible arrepentirse de haber hecho algo que de haber dejado de hacerlo, aunque en este caso no estaba tan segura de que fuese lo mejor para mi salud mental.
Enfrascada en mis pensamientos y concentrada en la carretera se me pasó el tiempo tan rápido que casi casi sin darme cuenta había llegado a mi destino. Aparqué el coche a la sombra entre dos chopos. Mis piernas estaban algo entumecidas por la tensión del viaje, salí del coche y respiré hondo el olor de los árboles para hinchar mis pulmones.
Caminé hasta la puerta y dudé unos segundos antes de meter la llave en la cerradura.
Estaba acalorada y sedienta como si hubiese corrido una maratón. Tenía la espalda agarrotada de las horas de viaje y de mi falta de costumbre al volante, pero por fin había llegado.
Suspiré hondo y abrí las dos vueltas del cerrojo. Una oleada de sentimientos se agolpó en la boca de mi estómago y concentró mis recuerdos algo confusos. Encendí la luz antes de levantar las persianas. Solté en el suelo la bolsa de mano en la que llevaba mis pocas y preciadas pertenencias. Mi portátil, el MP4, la documentación y algo de ropa y dinero. Todavía disponía de una semana para sacar el resto de cosas del piso de alquiler y recuperar el depósito, ya no tenía ningún sentido para mí seguir en él.
En la casa todo estaba exactamente como lo recordaba, decorado de manera sencilla y acogedora. Todavía olía a madera de cedro y a jazmín, dentro de los armarios colgaban las bolsitas de tela de piqué rellenas de las flores recogidas en nuestros largos paseos por la montaña.
Sentada sobre la colcha blanca de ganchillo tejida con esmero sumergí mi cara en uno de los cojines a juego, aspiré profundamente y rompí a llorar sin poder contenerme, no sé durante cuánto tiempo porque me dormí agotada, impregnada en la calidez de los olores y los recuerdos que arrullaron mi llanto.

Cuando desperté ya había oscurecido, llorar me ayudó a sacar fuera todo aquel tóxico que me había estado envenenando, por primera vez en mucho tiempo las pesadillas me dejaron dormir unas cuantas horas del tirón.
Los comercios ya estaban cerrados a esas horas de la tarde en aquel pueblo pequeño y tranquilo, la bodega de Rosalía era el único sitio en el que podría conseguir comprar algunas cosas básicas para pasar el fin de semana.
Rosalía, la amiga de la abuela, había convertido la planta baja de su casa en bodega, supermercado, farmacia y ferretería a la vez. En su establecimiento se podía encontrar casi de cualquier cosa, y además de abastecer de lo necesario, desde una zanahoria a un tornillo te ponía al corriente de los últimos cambios en el pueblo. Siempre estaba en casa y atendía a cualquier hora del día. Tenía una memoria increíble para recordar caras, fechas y acontecimientos, por lo que era muy apreciada y respetada por todo el vecindario.
Su casa siempre olía a café de puchero recién hecho, que solía compartir con todo aquel que se acercase a su casa y lo acompañaba con una rebanada de pan, que ella misma cocía, regado con aceite de oliva virgen que le traían desde Granada. Recordar aquel pan con sabor a gloria me animó a acercarme a la cocina. Todavía soñolienta hice un inventario mental de la despensa y de la nevera. Había pasta, orégano y una aceitera repleta de su aceite. Varios cartones de leche, tomate frito y tostadas de pan envasadas al vacío.
Mamá solía pasar dos o tres semanas al año en el pueblo, según decía ella… Para abrir las ventanas y darle la vuelta a la casa, en el fondo le gustaba pasar tiempo en ella y no éramos tan distintas, se sentía tan a gusto como yo en ella. Le servía de terapia del mismo modo que me estaba sirviendo a mí en ese momento y si de vez en cuando se escapaba unos días era más por necesidad que por obligación.
¡Sobreviviré!, me dije, pensando en cómo había cambiado mi vida en mi particular tsunami emocional en el que milagrosamente no había perecido.
Herví un poco de pasta y la aliñé con el aceite y el orégano, caí en la cuenta mientras cenaba de que todavía tenía el móvil en silencio y probablemente sin batería. No quería hablar con nadie, pero sabía que no podía seguir desconectada del mundo para siempre.
Conecté el cargador y subí el volumen. Repasé mi correo electrónico. Publicidad, ofertas de viajes y poco más. Envié todo a la papelera. Tres mensajes del grupo de amigas con las que solía cenar de vez en cuando y a las que tenía olvidadas desde hacía semanas:
Las Étnicas. Ana le puso ese nombre porque teníamos por costumbre visitar diferentes tipos de restaurantes una vez al mes: griegos, vietnamitas, japoneses, argentinos… En todos ellos probábamos los menús de degustación, aunque luego nunca recordábamos qué habíamos comido ni dónde.
Yo llevaba varios meses poniendo una excusa tras otra para no ir a ninguna de las cenas mensuales propuestas; se me empezaban a acabar los argumentos y mis amigas, un poco cansadas de mis negativas, dejaron de insistir.
—Ya nos avisarás cuando te apetezca —escribieron en el grupo, un poco cansadas de mis evasivas.
Me aislé de todo, volcada en dedicar a Mi Extraño el máximo de tiempo para no sentirme tan distanciada de él, pero mi estrategia ca...

Índice

  1. CONTENIDOS
  2. Mare Crisium (Mar de las Crisis)
  3. Mare Ingenii (Mar del Ingenio)
  4. Mare Humorum (Mar de la Humedad)
  5. Mare Nubium (Mar de las Nubes)
  6. Mare Spumans (Mar Espumoso)
  7. Mare Moscoviense (Mar de Moscovia)
  8. Mare Desiderii (Mar de Los Deseos)
  9. Los mares de la Luna
  10. Agradecimientos
  11. Sobre la autora