El exilio interior
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El exilio interior

La vida de María Moliner

  1. 384 páginas
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El exilio interior

La vida de María Moliner

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María Moliner (1900-1981), conocida gracias al Diccionario que lleva su nombre, es al mismo tiempo una figura desconocida y en cierto modo invisible. Una montaña de palabras, las que fue anotando en fichas y agrupadas por familias etimológicas, han terminado por eclipsarla, aunque hayan contribuido también a reconocerla. Si no hubiera sido condenada al ostracismo durante el franquismo, tal vez no hubiera tenido tiempo de abordar esta ingente tarea de ordenar el uso del español. Su historia atraviesa el siglo XX, siendo también la historia de una generación que en la década de los treinta era joven y ambiciosa intelectual y vitalmente. Una generación en la que las mujeres empezaban a sentirse cómplices de los cambios colectivos. Una generación que tuvo que "exiliarse", muchos de sus integrantes fuera de nuestro país, y otros muchos, como María Moliner, en su propia intimidad, para sobrevivir tras la Guerra Civil.Hasta hoy, sin embargo, nadie había emprendido seriamente la tarea de escribir una biografía como ésta, dando voz a la parte de su familia que la conoció (hijos, nietos), y poniendo en valor su figura dentro del contexto de la España de sus años. La autora consigue con este libro narrar la historia de un exilio interior, de una figura silenciosa que, en la intimidad de su hogar, consiguió crear una de las obras cumbre de la cultura española en el siglo XX, y cuya vigencia resulta hoy más claraque nunca para la actual generación de pensadoras, escritoras e intelectuales.

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Información

Editorial
Turner
Año
2016
ISBN
9788415427056
Categoría
Literature
PRIMERA PARTE
Sed buenos y no más.
Antonio Machado
I
UNA VIDA, UN SECRETO
Antes de todo lo demás está la infancia.
La huella de los primeros años,
los que deciden para siempre
lo que vamos a ser.
Josefina Aldecoa, En la distancia
Yo supe del dolor desde mi infancia,
Mi juventud… ¿fue juventud la mía?
Rubén Darío
María (a la izquierda), con su madre y sus hermanos, en una fotografía de estudio tomada en torno a 1911-1912 para enviársela a su padre, que estaba en Argentina.
Eran las diez de la mañana del 31 de marzo de 1900 y Felipa Oteo, partera de profesión, se presentó ante el juez y el secretario de Paniza (Zaragoza) para inscribir a una niña que había venido al mundo en la madrugada del día anterior. Aquella niña había nacido a las 2.00 horas del 30 de marzo y no era otra que María Juana Moliner Ruiz. No en vano solía decir que nació con el siglo, “en el año cero”, y en la localidad zaragozana de Paniza, en tierras de Cariñena. Su padre, Enrique Moliner Sanz (1860-1923), tenía 39 años y su madre, Matilde Ruiz Lanaja (1872-1932), 34. Felipa Oteo, de 62 años y viuda, era una institución en Paniza: habia traído a este mundo decenas de niños, pero lo que no sabía es que el nombre de la pequeña que iba a inscribir en esa mañana de finales de marzo trascendería más allá del siglo. Ni menos aún que aquella niña escribiría un diccionario capaz de competir con el de la Real Academia de la Lengua. Una proeza que, como dice José María Viqueira, solo acontece cada cien o doscientos años. Como testigos de la inscripción de la pequeña María Juana en el Registro Civil actuaron el alguacil, Ignacio Serrano, y el cartero, Pablo Moliner. Este último, a pesar de llevar el mismo apellido, no tenía ningún parentesco con la recién nacida. No consta que el padre, Enrique Moliner, nacido en Illueca (Zaragoza), acompañara a la partera, ni se sabe si delegó en Felipa para no dejar sola a su esposa o por cualquier otra contingencia. Enrique Moliner era médico ginecólogo y ejercía como tal en Paniza cuando nació María Juana.
La madre, Matilde Ruiz, era natural de Longares, una población no muy alejada, situada en la depresión del Ebro. Felipa había prestado sus servicios en el parto y declaró que la niña había nacido viva en el domicilio de sus padres, en la calle Horno Alto número 4. María fue bautizada en la iglesia parroquial de Nuestra Señora de los Ángeles. Probablemente esta primera salida a la calle le proporcionó a la recién nacida una breve y grata sensación que permaneció sin nombre en su memoria, una experiencia sin identificar a la que se sumarían las de otras mañanas bajo el aire y el sol de Paniza.
Tres años antes, el 15 de agosto de 1897, una semana después del asesinato de Cánovas del Castillo, bajo el telón de fondo de la guerra independentista de Cuba, había nacido su Enrique, el hermano mayor de María Moliner. En esa ocasión la familia vivía en la calle Mayor, número 4, y el padre del niño se encargó de llevarlo ante el juez para su inscripción. Tras Enrique, nació Eduardo Federico, que tenía dos años cuando María vino al mundo, aunque murió antes de cumplir los cuatro años. El matrimonio Moliner-Ruiz tuvo siete hijos pero sobrevivieron tres: Enrique, María Juana y Matilde. Esta última nació el 7 de julio de 1904 en Madrid.
Paniza era entonces una población aragonesa de 1.654 habitantes, según el censo de 1910. Disponía de alumbrado eléctrico y teléfono y contaba ya con cierto tejido productivo, a pesar de su condición rural. Los buenos caldos de la zona aportaban una nota de color y prosperidad. El río Huerva regaba sus tierras por el sur y la carretera de Daroca a Zaragoza comunicaba el municipio con la capital. En este escenario dio sus primeros pasos María, y en sus calles y huertas estableció su primera conexión con la naturaleza. Un descubrimiento que le acompañaría de forma constante el resto de su vida. La naturaleza como descanso, fuente de belleza y motivo de aislamiento para pensar y estudiar en relativa soledad.
A finales del siglo XIX, en torno a 1897, el padre, Enrique Moliner, aparece registrado como médico cirujano en Paniza, con domicilio en la calle Mayor, 4. Era a su vez hijo de médico y el abuelo, natural de Foz Calanda (Teruel) y ya octogenario, ayudó en el parto del hermano mayor de María, Enrique. El médico, junto con el farmacéutico y el veterinario, constituían la Junta de Sanidad, encargada de velar por la higiene pública en lavaderos y espacios ocupados por animales. El 17 de septiembre de 1897, poco después de que naciera Enrique, el Boletín Oficial de la Provincia insertaba un anuncio solicitando médico en Paniza. “Por haber rescindido el contrato se hallan vacantes desde el día 1º de octubre las titulares de Medicina y Cirugía, Farmacia y Cirugía menor de esta villa; dotadas con el haber anual respectivamente de 750 pesetas, 500 pesetas y 150 pesetas, pagadas por trimestres vencidos del presupuesto municipal por Beneficencia; pudiendo los agraciados contratar particularmente con los vecinos”, rezaba el anuncio. Se ignora si esta publicidad respondía a una mera formalidad y si Enrique Moliner accedió a la plaza de Medicina y Cirugía que se anunciaba aunque se encontrara ya en la localidad, o si se trataba de una vacante distinta a la suya. Lo que sí se sabe es que permaneció en Paniza entre 1896 y 1902, año en que la familia abandonó Aragón.
María fue alimentada por un ama de cría en los dos años en que residió en Paniza. Vivía en la calle Mayor, como antaño los Moliner y se llamaba Silvestra Mata. El nombre le vino dado por haber nacido un 31 de diciembre, día de san Silvestre. A la par que criaba a sus hijos, Silvestra alimentaba a algunos niños de familias acomodadas. Aunque los padres de María contaban con dos sirvientas, Joaquina Sanz Romeo, de 19 años, y Ángela Lázaro Planas, de 14, todo indica que Matilde Ruiz necesitaba restablecerse y que su precaria salud y la atención a sus dos pequeños le impedían ocuparse directamente de la recién nacida. “Críala lo mismo que a tus hijos”, le dijo don Enrique, el médico, al entregarle a la pequeña María. Bien abrigada, la recién nacida apenas debió de sentir el leve viento mezclado con el aroma lejano de las vides que atravesaba Paniza cuando la trasladaron desde el domicilio de sus padres a su nueva casa. Los pasos decididos de quien la llevaba en brazos y el movimiento que de ellos percibía la niña probablemente fueran de su agrado, como lo sería en el futuro todo lo que implicara acción. Es posible que la mezcla de murmullos y el ajetreo de la calle tampoco la dejaran indiferente, y que asistiera entre veladuras a ese traslado que, a pesar de ser corto, constituía para ella una novedad. A través de esa fina capa transparente con que sus ojos entrecerrados captaban la realidad, quizá atisbó que aquel extraño mundo al que acababa de llegar se componía de sonidos y palabras, un doble reto a descifrar. Tal vez entonces María Juana Moliner añorara la tibieza de los brazos de su madre y la suavidad de los tejidos que aguantaron su peso en la cuna nada más nacer. Pero es posible que empezara a sentir al mismo tiempo una segunda nostalgia: el anhelo de salir a la calle de nuevo, la ligereza del viento sobre su cara, el movimiento mismo.
Natividad Moreno, nieta de Silvestra, recuerda a ráfagas lo que a ella le contaba su madre, Benita García Mata, sobre la actividad de su abuela. De los diez hijos propios que tuvo Silvestra, le sobrevivieron tres, pero logró sacar adelante a los de otros, entre ellos a María Moliner. Natividad Moreno oyó decir que María, como los otros niños a los que amamantaba su abuela, permaneció bajo su cuidado durante tres años, aunque otros datos hacen pensar que no fue tanto tiempo. En cualquier caso, fueron unos primeros años fundamentales en la vida de María Moliner, aunque no recordara nada esencial de ese tiempo de bebé en el que vivió fuera de la mirada de sus padres, en una atmósfera sencilla y exenta de caprichos. “Mi abuela decía que doña María no le dio nada de guerra, que era una santa”, evoca Isabel Cebrián, prima de Natividad y nieta también de Silvestra.
Natividad Moreno cuenta que su abuela, además de alimentar y cuidar a los niños que tenía en casa mientras duraba su crianza, hacía sus labores, salía a los recados o se iba a lavar al río. Algunas veces les daba a los bebés un bizcocho mojado con vino de mistela de la tierra para que se estuvieran tranquilos. Y si tenía que salir durante un tiempo envolvía y sujetaba el bizcocho con una tela fina de batista para que no se lo tragaran. Los primeros años de la futura lexicógrafa fueron plácidos. Sin comodidades, pero dulces.
Su madre, Matilde Ruiz, debía de continuar delicada, como sugiere el hecho de que María pasara los dos primeros años en brazos ajenos. Sus padres y su hermano iban a verla a menudo para hacerle gracias y comprobar cómo crecía, pero en esos primeros meses la niña vivió en esa casa temporal una vida austera de la que apenas retuvo nada. Aunque algo quedaría en ella de aquel ambiente sencillo: cierta capacidad para sobrevivir en tiempos difíciles, un culto inequívoco a la sobriedad.
Poco antes de que María cumpliera tres años, la familia dejó Paniza. El destino final iba a ser Madrid, pero en el intermedio, a finales de 1902, los padres de María se trasladaron a Almazán (Soria), un destino provisional, tal vez unido a un largo periodo de descanso familiar, antes de afincarse en la capital madrileña.
Ya en Madrid, cuando María tenía cuatro años, su padre ingresó como médico en la Marina, buscando sin duda mejor sueldo y nuevos horizontes. Todo indica que Enrique Moliner Sanz profesaba ideas liberales y que deseaba vivir en el progreso que representaba Madrid. No era ajeno a este deseo el empeño de que sus hijos pudieran respirar desde niños el ambiente de renovación pedagógica que propugnaba la Institución Libre de Enseñanza. Él fue al menos el principal responsable de que sus hijos acudieran a la Institución.
La familia se instaló en la calle del Buen Suceso, número 13. Ocuparon el segundo piso derecha y allí nació la hija menor, Matilde, el 7 de julio de 1904. Matilde fue inscrita en el distrito de Palacio. De cualquier modo, hay cierta penumbra sobre los primeros años de los Moliner en Madrid. La figura del padre resulta enigmática. Sobre él pesa una zona borrosa que permite deducir una personalidad inquieta, quizá exploradora y acaso más apegada a la ensoñación que a la realidad. Una fotografía que reúne en torno a una mesa a la madre y a los tres hijos, destinada a ser enviada al padre, ausente de forma intermitente tras enrolarse en la Marina, lleva al dorso, junto a la dirección del estudio fotográfico donde se realizó –Carretas, 3– la fecha de 1912 con una interrogación. Las incógnitas empiezan con esa fecha no del todo precisa en la que Enrique Moliner Sanz comenzó a alejarse. La imagen en sepia muestra a los niños rollizos y saludables mientras la madre posa con dignidad junto a ellos como ocultando un mensaje de auxilio, una ya inútil llamada de atención al ausente.
Un año antes, en el otoño de 1911, la familia al completo residía en la calle Palafox, número 25, en el piso principal. Desde este domicilio se podía ir prácticamente andando, aunque a buen paso, al colegio de la Institución Libre de Enseñanza, situado en el paseo del Obelisco 8, hoy Martínez Campos, 14 (y durante la Segunda República calle de Giner de los Ríos) al que acudía Enrique y durante un tiempo su hermana María. No se puede descartar que les acompañara el padre al principio y, acaso alguna vez, la madre, si se lo permitía su salud. Solo al principio, porque luego, cuando los chicos crecieron, se aventurarían a cubrir solos el trayecto.
No hay duda de que los hermanos Moliner Ruiz mantuvieron contacto con la Institución Libre de Enseñanza en sus primeros años de vida. Pero así como se conservan documentos inequívocos de la presencia de Enrique en sus aulas, y años después de la de Matilde, apenas quedaba huella documental hasta ahora de que María asistiera al centro de forma continuada. Aunque sí numerosos testimonios. Como si un manto de silencio cubriera esos primeros años de llegada a Madrid. Como si María Juana se hubiera visto abocada, primero de niña y luego de adulta, a estudiar e investigar a solas durante largos periodos de tiempo.
Inspirada en las ideas krausistas que introdujo Julián Sanz del Río en España, la ILE surgió en 1876, a raíz de que algunos profesores universitarios, con Francisco Giner de los Ríos a la cabeza, fueran expulsados de sus cátedras por sus ideas renovadoras. Eran los días de la inestable Restauración canovista, poco proclives a la libertad de enseñanza. Aunque Giner y sus colaboradores soñaban con crear una universidad paralela a la oficial, el proyecto era tan ambicioso que finalmente lo abandonaron. Su ideario, sin embargo, impregnó la vida académica y cultural a través de instituciones afines que dinamizaron el anquilosado sistema educativo. Pronto surgió el compromiso de impartir sus ideas pedagógicas desde edades tempranas. El propio Giner de los Ríos se puso al frente de este proyecto educativo dirigido a formar a los hijos de familias liberales e ilustradas.
MUCHO SILENCIO Y ALGUNAS CONJETURAS
Las conjeturas sobre la presencia de María Moliner en la Institución están íntimamente unidas al acontecimiento, en parte anunciado, que desgarró a la familia. A los pocos años de instalarse en Madrid, la vida del padre tomó un rumbo inesperado. Contratado como médico de barco, el ginecólogo realizó dos viajes a Argentina. Era una época de emigración y los barcos iban atestados de pasajeros abocados a una larga travesía. Muy pronto, sin embargo, Enrique Moliner Sanz iba a convertirse en una nebulosa. Después del segundo viaje, ya no volvió. Corría el año 1912. Se quedó en Argentina sin dar explicaciones y fundó allí una segunda familia. Los Moliner de una y otra rama nunca se conocieron ni se trataron. Vivieron completamente de espaldas y los Moliner españoles se limitaron a asumir la ausencia del padre y a especular con la otra vida que él pudiera haber arrostrado en América.
María admiraba a su padre y no hubo reproches tras su marcha. Pero no debió de ser fácil vivir su ausencia, relacionar el sentimiento de abandono que la acechó por primera vez con las experiencias que pronto tuvo que asumir, marcadas por la responsabilidad y la madurez. No podemos aventurar qué sabía María de aquella ausencia. No parece probable que el padre se marchara de sus vidas de un modo premeditado, pero lo cierto es que no volvió. Y ese ...

Índice

  1. Portadilla
  2. Créditos
  3. Dedicatoria
  4. Citas
  5. Presentación: La bibliotecaria que soñaba palabras
  6. Primera parte
  7. Segunda parte: El exilio interior
  8. Árbol genealógico
  9. Fuentes y notas
  10. Bibliografía
  11. Agradecimientos
  12. Fotografías