Científico y creyente
  1. 214 páginas
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¿Cómo puede el científico vivir hoy su fe en el trabajo? ¿Existe una manera específica de practicar una vida espiritual intensa en los laboratorios, centros de investigación privados y públicos o en el terreno de la educación superior? ¿Se contraponen fe y ciencia? Los autores de este texto, científicos y creyentes, han confrontado situaciones que parecen poner en tensión y muchas veces en contradicción los espacios de la fe y la ciencia y logran exponer de manera clara y concreta las dificultades que se puede encontrar en esta materia y las soluciones para resolverlas.El libro se estructura en torno a cuatro ejes: estudiar, colaborar, orar y dar testimonio, y se basa en las Sagradas Escrituras, trabajos científicos y enseñanzas del Papa, además de los testimonios de grandes científicos cristianos como Louis Pasteur, Pierre Teilhard de Chardin y Xavier Le Pichon, entre otros.Científico y creyente es una obra apasionante para todos los interesados en el maravilloso mundo de la ciencia y en el profundo llamado del hombre a la trascendencia. Pocos saben que la teoría del big bang, o la "gran explosión" que habría originado nuestro mundo, fue propuesta inicialmente por Georges Lemaitre, físico y sacerdote católico. Mariano Artigas

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Información

Editorial
Ediciones UC
Año
2016
ISBN
9789561425675
Categoría
Teología
1.

Estudiar
La búsqueda de la verdad en la humildad
En esta parte consideraremos los fundamentos de la búsqueda de la verdad de modo general; después, lo que se refiere más específicamente a la investigación científica. Veremos también lo que puede obstaculizarla. La búsqueda de la verdad afecta a todos los ámbitos del conocimiento, ya sea científico, artístico, filosófico, teológico. Como afirma Juan Pablo II en su encíclica Fides et ratio: «todos los hombres desean saber y la verdad es el objeto propio de este deseo»2. El hombre alcanza la verdad mediante la razón:
La fuerza para continuar su camino hacia la verdad le viene de la certeza de que Dios lo ha creado como un «explorador» (cf. Qo 1, 13), cuya misión es no dejar nada sin probar a pesar del continuo chantaje de la duda. Apoyándose en Dios, se dirige, siempre y en todas partes, hacia lo que es bello, bueno y verdadero3.
Este deseo de verdad, Benedicto XVI lo explicita en el discurso sobre la universidad que habría tenido que pronunciar en la Universidad La Sapienza de Roma el 17 de enero de 2008:
El hombre quiere conocer, quiere encontrar la verdad. La verdad es ante todo algo del ver, del comprender, de la theoría, como la llama la tradición griega. Pero la verdad nunca es solo teórica. San Agustín, al establecer una correlación entre las Bienaventuranzas del Sermón de la montaña y los dones del Espíritu que se mencionan en Isaías 11, habló de una reciprocidad entre «scientia» y «tristitia»: el simple saber —dice— produce tristeza. Y, en efecto, quien solo ve y percibe todo lo que sucede en el mundo acaba por entristecerse. Pero la verdad significa algo más que el saber: el conocimiento de la verdad tiene como finalidad el conocimiento del bien. Este es también el sentido del interrogante socrático: ¿Cuál es el bien que nos hace verdaderos? La verdad nos hace buenos, y la bondad es verdadera: este es el optimismo que reina en la fe cristiana, porque a ella se le concedió la visión del Logos, de la Razón creadora que, en la encarnación de Dios, se reveló al mismo tiempo como el Bien, como la Bondad misma.
[…] Pero entonces se hace inevitable la pregunta de Pilato: ¿Qué es la verdad? Y ¿cómo se la reconoce? Si para esto se remite a la «razón pública», como hace Rawls, se plantea necesariamente otra pregunta: ¿qué es razonable? ¿Cómo demuestra una razón que es razón verdadera? En cualquier caso, según eso, resulta evidente que, en la búsqueda del derecho de la libertad, de la verdad de la justa convivencia, se debe escuchar a instancias diferentes de los partidos y de los grupos de interés, sin que ello implique en modo alguno querer restarles importancia4.
Michel Siggen5 explicita con meridiana claridad lo específico de la física moderna que se basa en la medida cuantitativa precisa de propiedades experimentales obtenidas por la experiencia. Los resultados de estas medidas se ponen después en relación entre ellos mediante leyes matemáticas que permiten extrapolar otros resultados o generalizarlos. Los científicos elaboran a continuación teorías que permiten unificar un cierto número de leyes. Las consecuencias de las hipótesis así formuladas se someten a la prueba de la experiencia. Entre los casos de predicciones científicas más conocidos están, por ejemplo, el descubrimiento de Neptuno. El astrónomo Urbain Le Verrier (1811-1877) dedujo, a partir de ciertas anomalías descubiertas en la trayectoria de Urano, la existencia de un nuevo cuerpo que observó a continuación su colega del Observatorio de Berlín Johann Galle (1812-1910), apuntando su telescopio al lugar predicho por los cálculos el 23 de septiembre de 1846. Más recientemente, tenemos la desviación de la luz causada por el campo gravitacional, tal como había predicho Albert Einstein en el marco de la teoría de la relatividad general y que pudo ser efectivamente observada en un eclipse total de sol el 29 de mayo de 1919. Nótese también el descubrimiento fortuito realizado por los astrónomos estadounidenses Penzias y Wilson de una radiación de 2,7K que ocupa todo el espacio y que puede identificarse con la radiación fósil prevista por la teoría del Big Bang una treintena de años antes, gracias a los trabajos de Georges Lemaître y de George Gamow. En otro ámbito de la física, la mecánica cuántica, todos los resultados de experiencias predichas por la teoría, incluso las más sorprendentes, como el famoso fenómeno E.P.R. (Einstein-Podolsky-Rosen) han sido confirmados. Ciertamente, la física, como toda ciencia, está abierta a un cuestionamiento en el momento en que sus planteamientos teóricos quedaran sistemáticamente contradichos por las experiencias.
Así, muy a menudo en la experiencia científica, se hace experiencia de una realidad que se resiste a nuestras representaciones o a nuestras predicciones. Acoger esta resistencia de lo real es capital para el progreso de la investigación6 y necesario para que esta sea fecunda y fuente de progreso. La investigación científica presupone como postulado, por tanto, el que haya una objetividad de lo real independiente de quien la observa. A este propósito, Einstein había escrito: «reconozcamos que en la base de todo trabajo científico de envergadura se halla una convicción comparable al sentimiento religioso: ¡que el mundo es inteligible!»7.
Si el científico se pone en camino para buscar la verdad, en su campo proprio, empírico y formal, es porque piensa hallar respuesta a sus preguntas. Como afirma Fides et ratio:
El hombre no comenzaría a buscar lo que desconociese del todo o considerase absolutamente inalcanzable. Solo la perspectiva de poder alcanzar una respuesta puede inducirlo a dar el primer paso. De hecho, esto es lo que sucede normalmente en la investigación científica. Cuando un científico, siguiendo una intuición suya, se pone a la búsqueda de la explicación lógica y verificable de un fenómeno determinado, confía desde el principio que encontrará una respuesta, y no se detiene ante los fracasos. No considera inútil la intuición originaria solo porque no ha alcanzado el objetivo; más bien dirá con razón que no ha encontrado aún la respuesta adecuada8.
¿Qué significa entonces para un científico buscar la verdad? Según Thierry Magnin, se trata de una opción moral:
El progreso de los conocimientos científicos remite al hombre a su contingencia y su finitud. Con ello, tocamos el campo de la moral. Si buscar la verdad, en todas las disciplinas científicas, filosóficas, teológicas, artísticas […] es una elección moral que se podría calificar de originaria, buscar esta verdad corriendo el riesgo (acto de valor) de hacerlo con una lógica y conceptos radicalmente nuevos puede ser considerado como una opción moral suplementaria9.
El investigador frecuentemente es un explorador, lo cual no quita que la verificación de la reproducibilidad y de la fiabilidad de los resultados sea importante cuando sea posible.
Sin embargo, la percepción de lo real está forzosamente ligada a los medios de investigación puestos en obra. La mejora de la precisión de las técnicas y de los aparatos de medida permite, en efecto, obtener resultados más precisos y por tanto afinar los conceptos. En algunos campos, por ejemplo en la física cuántica, está claro que la medida influye fuertemente en la propiedad observada. Nuestra comprensión de la realidad, vista por la ciencia, será siempre incompleta. En el siglo XIX se tenía la sensación de que un día la ciencia podría explicar todo. Pero el descubrimiento de la complejidad de lo real con las nociones de incertidumbre, de incompletitud, de indecidibilidad, unidas especialmente al surgimiento de la física cuántica, de la termodinámica del no-equilibrio y del teorema de Gödel, ha mostrado que este sueño de una descripción completa y totalmente determinista era una ilusión. Ello significa que hay que abandonar la idea de certeza y de dominio absolutos para entrar en una aprehensión de lo real que nos supera, una verdad a la que tendemos pero que nunca podemos dominar completamente. La ciencia ha mostrado sus límites en su propio campo de estudio y tenemos que aceptar con humildad a renunciar al determinismo absoluto para entrar por caminos de apertura que se revelan más fructuosos.
Esto significa que la misma verdad científica no puede ser poseída, sino que tiene que ser recibida progresivamente. Cuando se estudia la historia de las ciencias, es chocante ver cómo progresan a través de una sucesión de ensayos y errores, a lo largo de un proceso en el que se van perfeccionando sin cesar. Una nueva teoría tendrá que ser validada por la observación de los fenómenos que predice, hasta que se encuentren nuevos resultados que la invaliden.
Como científicos tenemos, pues, que participar en esta búsqueda de la verdad sin prejuicios ni aprioris. Tenemos el ejemplo de Pasteur10. Cuando puso en evidencia la existencia de los microbios, tuvo que enfrentarse, en un debate pintoresco, a los partidarios de la generación espontánea, defendida por los materialistas de la época. Estos afirmaban que la materia se creaba, se organizaba ella misma, y que ello implicaba inmediatamente que su existencia no requería la de un creador distinto del mundo. Esta implicación era ilegítima desde el punto de vista filosófico, pero, sobre todo, la justificación propiamente científica de su teoría no se basaba en un análisis objetivo de los hechos, sino en su visión filosófica del mundo. En efecto, en una carta del 28 de febrero de 1859, Pasteur responde a Archimède Pouchet, naturalista y médico, director del Museo de Historia Natural de Rouen, ferviente apóstol de la generación espontánea:
Pienso, pues, señor mío, que estáis equivocado, no por creer en la generación espontánea, pues es difícil en una cuestión semejante no tener una idea preconcebida, sino por afirmar la generación espontánea. En las ciencias experimentales, uno siempre hace mal en no dudar, puesto que el efecto no obliga a la afirmación; pero me apresuro a decirlo: cuando, como resultado de los experimentos que acabo de indicar, vuestros adversarios pretenden que hay en el aire gérmenes de producciones organizados de infusiones van más allá de la experiencia. Deberían simplemente decir que en el aire común hay algo que es una condición de la vida, es decir, emplear un término vago que no prejuzgue la cuestión en lo que tiene de más delicado.
La búsqueda de la verdad en la ciencia, supone, entonces, la convicción de que el mundo es inteligible y puede ser conocido, y, al mismo tiempo, que nuestro conocimiento de esta verdad tendrá siempre límites ligados a las propiedades de lo real, a nuestra finitud y al hecho de que siendo parte de este mundo, interaccionamos con él mientras lo estudiamos. No se trata de relativismo («todas las representaciones valen lo mismo»), sino de tomar conciencia de la complejidad de lo real.
El camino científico implica, por tanto, una exigencia de rigor: yo verifico y examino los hechos con la mayor objetividad y honradez posibles, teniendo en cuenta los límites de los métodos utilizados, conservando una apertura a la novedad, a la posibilidad de descubrir hechos nuevos.
Como lo expresa san Agustín, la búsqueda del saber por sí mismo nos deja tristes, mientras que la verdad es fuente de gozo. Es una experiencia que el investigador puede hacer cuando descubre un nuevo resultado o puede por fin interpretar los resultados experimentales que ha acumulado tras un estudio perseverante. El gozo de haber hallado, que Arquímedes expresó en su ¡Eureka!, es el que nos procura por momentos la investigación científica y que puede traducirse en una forma de exultación interior, apoyada por el sentimiento de la certeza de hallarse en la pista justa.
La ciencia participa en el progreso de la humanidad no solo por un mejor conocimiento del mundo que nos rodea, sino por las mejoras que ella puede aportar en la vida cotidiana, en el campo de la salud. Los frutos de esta investigación de la verdad en la ciencia «han llevado en los últimos siglos a resultados tan significativos, favoreciendo un auténtico progreso de toda la humanidad»11, como afirma Juan Pablo II en Fides et ratio.
La búsqueda de la verdad es lo propio de todo hombre. Para el cristiano, esta búsqueda constituye una exigencia que ocupa un lugar de elección en su vida de fe. Está llamado a perseguir esta búsqueda en la humildad y la caridad. La elección de los temas de su búsqueda, así como el modo de llevarla a cabo, los métodos puestos por obra, el rigor experimental de las medidas, así como el análisis de los resultados son lugares donde la elección de la verdad es importante. Es difícil hacer aquí un estudio detallado de ello, pues la metodología depende a m...

Índice

  1. Portada
  2. Créditos
  3. Títulos
  4. Índice
  5. Introducción
  6. 1. Estudiar
  7. 2. Vivir juntos
  8. 3. Orar
  9. 4. Dar testimonio
  10. Conclusión