Desobediencias del lenguaje.
En la punta de la lengua.
El lenguaje enemistado.
Los poetas y el lenguaje.
El lenguaje infecto.
La norma del lenguaje.
El lenguaje deportado.
El lenguaje amoroso.
El lenguaje sin escritura.
El vaivén del lenguaje.
El lenguaje de lo político.
El lenguaje encerrado.
El lenguaje severo.
El lenguaje niño.
El lenguaje que juzga.
El lenguaje vagabundo.
Tiempo y lenguaje.
Exilio del lenguaje.
El lenguaje averiado.
El lenguaje en sus extremos: grito y soledad.
Silencio y pensamiento.
§ ¿Tengo que, con la cabeza apedreada / con el espasmo de escribir en esta mano / bajo la presión de trescientas noches romper el papel / barrer las urdidas óperas de palabras / destruyendo así: yo tú y él ella lo / nosotros vosotros? / (Que sea. Que sean los otros) / Mi parte, que se pierda.
(Ingeborg Bachmann) §
Desobediencias del lenguaje
El lenguaje desobedece a esa hora en que los silencios asumen la duración del tiempo y los sueños adormecen la exigencia substantiva; la hora en que la perplejidad gobierna la mirada y da paso al desconocer primero; la hora de la muerte tiesa y del deseo húmedo. El lenguaje desobedece a esa hora en que la confusión es la única posibilidad del alma, la hora en que parece que el paso de la vida es detenido por las palabras y el roce de la lengua demora más de un siglo en pronunciarse.
El lenguaje desobedece cuando ensucia la lengua con sus trampas de encantamiento y sensiblería, cuando la falsifica, cuando la infecta de glosarios impunes y de retóricas sin nadie dentro y nadie del otro lado, cuando se sobreestima en su regocijo adulto o se desprecia el lugar de su ausencia. El lenguaje desobedece cuando ya no hay qué decir y se anuncia a los vientos el nombre del mundo, un mundo atolondrado que se mueve y se ciñe al son de su falacia hasta quedarse exhausto; cuando el aire es poco y la palabra que describe al aire es más nula todavía.
El lenguaje desobedece en el instante en que la brevedad se confunde con la parquedad, la prisa se mezcla con el desprecio y la agonía se oculta tras un orden amenazante y pulcro. En el instante en que disfraza su movimiento, se ofrece al suicida como si se tratase apenas de un grito opaco durante su abismo, responde solo de espaldas y niega el pasaje de la voz por la hendidura de las entrañas.
El lenguaje desobedece porque cree que gobierna el doblez de la percepción y en vez de acariciar muestra sus garras en el límite extremo del sentido; porque es más su sentido que su estructura, es más su poética que su gramática, es más su desorden que su conveniencia. El lenguaje desobedece porque no reconoce en la humillación, la hipocresía, el descaso y el asesinato el lugar de su morada; porque se rebela contra sus enemistades: el diálogo insulso, la avaricia de tonos, la renuncia a la complejidad, el despojo del nombre propio.
El lenguaje desobedece en el momento en el que se acercan las lenguas y el decir está más atrás que la boca, más lejos que las manos, más detenido que la sangre; en el momento en el que el habla, la escritura y la lectura dan por sentado el sentido y se vuelven fragmentarios, torpes y sosos a la expansión y la explosión del sonido.
El lenguaje desobedece en la falaz pretensión de los cielos y la indebida atenuación de los infiernos; en la indiscreción del secreto, en la negación de su piel estremecida, en el desprecio hacia la norma y en el soberbio frenesí de alcanzar lo real con la palabra y de cazar a la palabra con lo real. El lenguaje desobedece en la planicie quieta, en la burda imitación de la brisa, en el inválido replicar de los colores sin matices.
El lenguaje desobedece al sentir que las palabras se caen, se pisotean, se derrumban. Al percibir el ocultamiento del pasado en la vanagloria del futuro, en esa costumbre insana de enterrar lo vivido, el hábito innoble de destruir lo pensado.
Sin embargo, el lenguaje es también desobedecido.
Lo desobedecen los niños, los ancianos, las mujeres, los artistas, los filósofos. Lo desobedecen la conversación, la lectura, la escritura, la inscripción en las paredes irregulares, los presos, los dementes, los autistas, los borrachos, los que escriben poemas, los que prefieren no hacerlo. Lo desobedecen los
tartamudos, los juegos, las incógnitas y las madrugadas. Lo desobedecen el tiempo sereno, la calma despojada, los enamoramientos, los escondites, la rendija por donde se cuelan sabores, olores, los sonidos sin palabras. Lo desobedecen el instante en que lo desconocido continúa siendo una adivinanza irremediable, el momento en que una mano se estira hacia otra mano, la hora en que un gesto se rebela contra la infamia.
Lo desobedecen las criaturas que están a punto de nacer, los náufragos, las danzas, la soledad en dos, la duda en la punta de la lengua, los ojos entrecerrados, la mirada hacia abajo, los sordos, los vagabundos, los exiliados, los desaparecidos. Lo desobedece la búsqueda de una frase que no culmina, el artículo indefinido, la grieta cada vez más extensa –cada vez más incomprensible–, el pájaro que se cruza por los ojos, el árbol que borra lo tallado, la serpiente tímida, el fin de la tarde cuando el cuerpo regresa al tiempo y el tiempo a su guarida del silencio.
Lo desobedecen, en fin, las conjuras contra el abandono, el dejarlo todo en la búsqueda de nada, las sabias inconclusas traducciones, los libros que cuentan historias imposibles, la memoria pequeña, el olvido sin remedio, el recuerdo de todas las falsedades, cada vez que alguien toma la palabra y la desnuda, la despierta, le da vida.
El habla, la lectura y la escritura proceden y devienen de un cierto tipo de experiencia de desobediencia del lenguaje. Si el lenguaje no desobedeciera y si no es desobedecido el lenguaje, no habría filosofía, ni arte, ni amor, ni silencio, ni mundo, ni nada.
Pero una experiencia de ese carácter no es estructural, ni explicativa, ni duradera, ni apaciguadora, sino más bien existencial, una existencia poética de la lengua y hacia la lengua: “Por eso, podrá hablarse en sentido riguroso de existencia poética, si por existencia entendemos aquello que abre brecha en la vida y la desgarra, por momentos, poniéndonos fuera de nosotros mismos” (Lacoue-Labarthe, 2006: 30).
El lenguaje que desobedece y es desobedecido: ponerse fuera de nosotros mismos, en esa existencia desgarradora, en esa brecha –sonora y silenciosa– que abre la posibilidad de un sentido.
El lenguaje en la punta de la lengua
El lenguaje habita y transita entre cuerpos, tiempos y espacios: se cruza, atraviesa, insiste, merodea, espera, acompaña, asedia, no deja de decir ni de escuchar siquiera al interior de escenas extremas de privación, desaparición, destierro, encierro. Se ahoga y renace.
Estar en el lenguaje querrá decir: existir, andar, ocupar, descubrir, nombrar, dudar, errar, desear, desandar, escapar, vivir.
Es presencia nítida y, al mismo tiempo, una huella espectral que asume el vértigo de la existencia y sus laberintos: prohíbe y liberta, habilita y confina, da paso y encierra, enciende, trasciende y abisma.
Hace las veces de uno: ¿es narrador, impostor, impostura?
Hace las veces de otros: ¿es traducción, sobreposición, ultraje?
Hace las veces de nosotros: ¿es poética, es política, es poder?
Hace las veces de ellas, de ellos: ¿es secreto, es identidad, es literatura?
Hay gestualidad: el lenguaje se vuelve aliado de la expresión contenida y ardiente, del movimiento de las cosas, las personas y sus vínculos, es totalidad, ambivalencia y contradicción. Se sacude, se desordena, es ampuloso y tímido, muestra y esconde, traza direcciones, enseña, oculta, indica, desea tocar lo impronunciable.
Hay pronunciación: el lenguaje dice, física, metafísica y éticamente. Materia del sentido y rastro de polvo; la voz: “Hace posible el enunciado, pero desaparece en él, se disuelve en el significado que se produce” (Dolar, 2007: 27).
Tonalidades como estaciones del tiempo, las palabras dependen de su ritmo, su duración, su intensidad. Pero son también efectos: la humillación, el secreto, la vergüenza, la serenidad, el odio, la afirmación, la venganza, la amistad, el desplante, la sensualidad, el abandono.
Hay lectura: el lenguaje se ofrece en disposiciones espaciales y temporales, artefactos y dispositivos, lugares donde los secretos se confiesan agolpados en páginas inscriptas en las piedras, pergaminos, papiros, maderas, papeles, pantallas. Alguien debe sostenerse y sostenerla pues el pasaje de la lectura entre tiempos, lugares, almas e historias es desproporcionado: uno frente al mundo, solo, en una soledad sola, hecha de ca...