Los plebeyos
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Los plebeyos

  1. 168 páginas
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Los plebeyos

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Los plebeyos es una novela sobre la industria textil argentina.Manuel Cisneros Díaz, un español que trabaja en la filial madrileña de la empresa Horse, llega a Buenos Aires con la idea de hacer negocios y, de paso, algo de turismo. Pero a Ezeiza no lo va a recibir Don Rodolfo, el dueño, sino Nacho, su mano derecha, quien junto a Eleonora deberá ocuparse de entretener al confundido visitante.Entre cenas, hoteles cinco estrellas y visitas a la planta y a fábricas de tela del conurbano, estos plebeyos, que manejan la empresa con diligencia, muestran con acidez y humor su visión del empresariado argentino y de los efectos de la "cultura de empresa" en sus vidas.En Los plebeyos, primera novela de Marta Lopetegui, se revelan con humor y pericia narrativa los entretelones de las diferentes etapas de la producción textil y los oscuros vericuetos de la Aduana argentina.

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Información

Editorial
Blatt & Ríos
Año
2019
ISBN
9789874941190
Categoría
Literature

Capítulo 1

El vuelo llegaba el lunes a las 6:40 AM. Estaba casi sin dormir.
Su jefe no había aceptado mandarle un remís. “Tenemos que ir nosotros”, le dijo. “Nosotros”, y lo mandó a él.
Habitualmente zafaba, pero esta vez estaba empezando a compensar unos días que pediría para irse a Rosario. Necesitaba puntos a favor en ese juego de la oca que era su trabajo. Cartelito en mano, una hoja con el membrete de la compañía y abajo escrito grande con marcador: “Manuel Cisneros Díaz”.
Cuando se abrió la puerta tuvo la misma sensación de siempre: ¿por qué los viajeros se visten ridículos cuando viajan?, ¿qué les cuesta averiguar qué temperatura hará en destino? Habiendo tanta ropa neutra, zapatillas por ejemplo, ¿por qué algunos se empecinan en llegar a Buenos Aires a las siete de la mañana de un día de julio en ojotas?
Iban saliendo algunos, que miraban con cara de náufragos a ver si alguien los había ido a buscar. Dos mujeres medio grandes que se habían hecho íntimas en la valla que separa a los viajeros de los buscadores de viajeros esperaban a los hijos que se volvían. Los dos se habían ido con la crisis de 2001 de acá y se volvían con la crisis de 2011 de allá. Parecían hermanas, seguramente si se hubieran encontrado antes habrían comparado las tenencias, los logros, los viajes, los poderes; ahora competían para ver cuál de los dos hijos había caído más bajo. Hasta sospechaban las dos que había cosas que no les habían dicho para que no se amargaran.
Salió la tripulación, impecables, hasta felices parecían. Por los altoparlantes las aerolíneas avisaban que llegaban o que se iban.
Apareció por la puerta. Venía de traje, como recién bañado y con calzoncillos limpios, bastante alto, pelado a propósito. Ni bien lo vio no tuvo dudas de que se depilaba todo. Sonrió y se dio cuenta de que era él porque haciendo como una pistola con la mano derecha disparó el índice y le dio al cartelito. Traía un juego de valijas, “maletas” les diría, buenas, caras pero no ostentosas. Como bolso de mano traía un morral de cuero negro como las valijas, que no le iba con el traje pero que tampoco chocaba. Buenos zapatos.
Se paró un poco antes de encontrarse y saludarlo. A Manuel le sonó su teléfono. Una llamada de trabajo, dio instrucciones, esperó una respuesta y cortó, medio seco. Sonriendo, mientras le estiraba la mano, le dijo:
—La diferencia horaria, están casi cerrando.
Cuando le fue a estrechar la mano se dio cuenta de que le tenía que dar un apretón y listo, si era medio fuerte mejor. Beso, en la oficina se daban beso todos con todos. Pero enseguida se dio cuenta de que el español era de los que besan a la madre y a las hermanas nada más. ¿A la novia? Hummm, no le pareció que fuera de los que tenían novia. Mucha facha pero algo olió que lo hacía dudar de que estuviera de novio. Linda voz tenía. Arrancó diciendo:
—Joder, que te he hecho madrugar. Por mí estaba bien que me mandaran un coche de una agencia vuestra, pero han insistido: que no, que irá por ti una de nuestras promesas, un joven muy emprendedor, así en el viaje te va poniendo al corriente. ¿Será largo el viaje? Al hotel primero, por favor, que me tengo que duchar y hacer algunas llamadas.
El carro cargado con las maletas chocó con una azafata de Lufthansa, una alemanita preciosa, y Manuel se puso a gorjearle, que si estaba bien, que si le dolía algo, que cómo hacía para disculparse. A ella no le había pasado nada, lo miró, entornó lo ojos, se ve que le gustaba el acento de Manuel, y esperó a que avanzara. Nacho se corrió y lo dejó hacer. Hubo un revoleo de teléfonos y se dieron cuenta de que paraban en el mismo hotel. En algo quedaron, pero quedaron en inglés y Nacho entendió lo que pudo.
Tuvo otra vez la misma sensación de sequedad vital. Le parecía que no corría líquido por sus venas, eso le pasaba cuando no dormía, cuando no dormía bien, cuando sentía que algo de todo el montaje fallaba mucho. Él no quería estar ahí, no quería estar haciendo eso. Nacho sabía que era hora de arremangarse, de dejar de hacerse el distraído y de empezar a actuar y a la vez de dejar de actuar como un actor que se la pasa metiendo bocadillos. Ya no esperaba un protagónico, pero ser un actor de reparto, un extra con algunas líneas, ya lo tenía cansado.
¿Cómo había que hacer?, ¿cómo era que se tomaba el toro por las astas y se dejaba de ver espaldas y más espaldas, siempre por detrás?
Manuel le dijo:
—Cada vez que vuelo más de diez horas en lugar de jet lag tengo un subidón de adrenalina brutal. Llévame al hotel, una buena ducha, un desayuno bien proteico y arrancamos. ¿Me llevarás a un buen lugar a tomar algo por la noche o eres de los que se cansan fácilmente tú? –Mientras hablaba avanzaba hacia la salida, sin hacerse cargo de sus maletas, su abrigo, su carro y su lacayo.
El viaje duró lo que dura un viaje Ezeiza-Recoleta a esa A las 7:22 pasaron por el peaje del aeropuerto y, como siempre, guardó el ticket. Después no los cobraba, no tenía claro si debía pasar el gasto o si eso en realidad era un honor, poner el auto, poner el sueño, ponerse al servicio.
Hasta unos meses atrás se había atrevido a pensar que sus sueños y él mismo tenían límites que no estaba dispuesto a negociar. Después entendió que se negocia cuando hay otro negociando por la cosa, que hasta la negociación con él mismo la había ido perdiendo despacito.
Llegaron al hotel, Manuel se bajó sin importarle dónde dejaría Nacho el auto y las maletas. Retrocedió, se acercó bastante a la ventanilla y le dijo:
—Me ducho y bajo, ¿subes conmigo o me esperas a desayunar? Espérame aquí mejor, haré más rápido si no me estoy chocando contigo mientras me cambio.
Se veía que Manuel estaba acostumbrado a seducir a todos y a todo.
Buscó los tickets, estacionamiento, peaje, los puso juntos y se juramentó que los cobraría o los cambiaría por algo, algo podía ser un día más en Rosario, con goce de sueldo. Ese viaje a Rosario era un algo para hacer de cuenta que tenía un proyecto. Faltaba convencerse a sí mismo de que tenía sentido viajar, de que ya no era demasiado tarde. Lo único que sabía era que tenía que ir en los próximos quince días.
Le había hecho llegar las maletas y la notebook a la habitación. Se quedó en el lobby del hotel, los diarios todavía eran los de ayer, los de ese día los estaban mandando a las habitaciones y al salón donde se servía el desayuno. Se entretuvo mirando lo que les ofrecían a los turistas: día de campo, las fotos mostraban un campo plano y muy verde con un asado al asador, gauchitas sirviendo empanadas y un gaucho con las patas chuecas por un malambo con boleadoras. El Tigre. Casas de cueros. El folleto del tango era la foto de una pareja enroscada de tal manera que parecía que era el hombre el que tenía un tajo hasta la ingle en el pantalón, los dos con los ojos cerrados, la mujer mordiéndose un costado del labio como si fuera una propaganda de lubricante femenino. En fin. Si a Manuel le interesaba el tango lo llevaría a una tanguería en serio, Lo del Chino, La Viruta o La Catedral de Sarmiento y Medrano. Todos eran lugares para turistas, pero menos mentirosos. Nacho no sabía bailar tango, le parecía tierno cuando sus padres bailaban una o dos piezas casi al final de alguna fiesta familiar. Bailaban después de aclarar que no eran de la época del tango, sino de la del rock and roll.
Se abrió la puerta del ascensor y apareció un nuevo Manuel. Cambiado, perfumado, hasta más alto parecía. Nacho vio que lo buscaba y se le puso a tiro de ojo. Se sintió como con resaca, a él también le hubiera venido bien una ducha. Ropa como esa no tenía, ni zapatos, ni reloj. Su elegante sport acababa de pasar a ser sport a secas. Se ve que Manuel tuvo la misma sensación, hizo un gesto con la cabeza y como le pareció poco agitó también la mano y le dijo:
—Venga, a desayunar así te vas a descansar un rato.
Seguro que lo iba a esperar dispuesto a primera hora de la tarde para almorzar, ya le había dicho en el viaje que lo que más le costaba era almorzar antes de las tres de la tarde, que es la hora en la que se almuerza durante la semana en Madrid. Los fines de semana le aclaró que, si almorzaba, no era antes de las cuatro. Nacho calculó que para esa hora iba a estar en forma nuevamente. ¿Nuevamente?

Capítulo 2

La mesa del desayuno era un vergel, un no va más. Como hacía casi siempre que se le venía encima algo no habitual, Nacho le pegó una recorrida visual de mayor a menor, de lo general a lo particular, diría la Tausend. La profesora de historia que tuvo en la secundaria les decía: “Escuchen con atención, no pretendo que sepan historia, les quiero enseñar a vivir”. Casi a final de tercero se reveló y les dio las pautas del materialismo dialéctico. El ser determina la conciencia.
Nacho supo bien por qué justo ahí había prestado tanta atención, con el tiempo se dio cuenta de que había sido endovenoso lo de la Tausend, con su método había internalizado cómo analizar a una mujer, a un cliente y ahora inconscientemente, estaba sacándole la ficha a una mesa de desayuno de hotel… por favor, necesitaba unas vacaciones. Lo de Rosario no iban a ser vacaciones precisamente.
En la mesa había vajilla: tazas y platos, platos un poco más grandes, vasitos para el jugo, copas para agua; también había cubiertos que ya se veían pesados a la vista: cucharas, cucharitas de dos medidas, cuchillos y tenedores de dos medidas. Jarras de agua y jugos de tres colores distintos: color naranja, color frutilla y color cítrico más maracuyá. Artefactos que no eran más que grandes termos para servirse café, agua caliente, leche caliente. La leche fría estaba en una jarra. Después venían la manteca en pancitos, los potecitos de queso crema, los dulces con cartelitos en inglés rayita francés rayita español, pero con solo verlos ya te dabas cuenta: manzana, naranja, frutilla, dulce de leche y uno que no se podía saber ni leyendo el cartelito de qué era, tenía clavo de olor. Eso lo sabía. Tablas con jamones crudos y cocidos, fuet, mortadela con pistacho –eso a Nacho le dio risa–, quesos brie, gruyere y dos o tres variedades más de las que seguro una era pategrás o, como le dijeron siempre en su casa, queso Mar del Plata. Cereales de varios tipos y colores, sobre todo colores, había aritos verdes, pegados a los yogures enteros y descremados, natural, vainilla y frutilla. En una mesa con ruedas había unos baúles con tapa con fuego abajo, como cuando se hace fondue. Uno tenía salchichas de carnicería con salsa; el otro, huevos revueltos; y el último, verduras: distinguió zapallitos, cebollas, papas y espárragos pero verdes. Todo caliente. Al final, desde donde Nacho miraba, desde su punto de vista, la pastelería, como diez cosas distintas, a esta altura ya estaba empachado. Y al final había fraperas con champagne y copas flautas.
Acá me quedaría a vivir, pensó. Se entró a reír solo pensando que en ningún rincón de semejante mesa había un mate, un triste mate.
Los que desayunaban hacían muy poco ruido, si se reían era con sordina. El sonido, la intensidad del sonido, es una señal de elegancia.
—Ignacio eras, ¿no? –escuchó que le decía el gallego, que se arrimaba a la mesa a elegir unas tostadas, huevos revueltos y frutillas. Nacho miró el plato, dulce con salado, puaj.
—Todos me dicen Nacho, decime Nacho. Yo llevo los cafés, ¿cómo lo querés vos?
—Mucho café y apenas leche fría, luego cerraré con una lágrima o como le digan aquí.
Se las arregló bastante bien, más que nada porque Manuel se había instalado en una mesa cercana. Cuando llegó con las tazas tuvo que hacer malabarismos porque en la mesa ya había tazas vacías, la primera taza de café la servían unas ladies que estaban paraditas esperando la señal de vení y atendeme que les hacían los huéspedes.
Una de ellas se acercó y retiró las tazas vacías. Se miraron y Nacho casi que le vio un globito como en los comics arriba de la cabeza que decía: “Hola, ¿qué tal? Tranquilo que te doy una mano, soy de Berazategui, te tengo visto por Quilmes”. Hubo contacto visual, qué lindo, un contacto visual es todo. Estaba meta contactar cuando volvió Manuel con el plato cargado pero discreto. Tenía el saco puesto sobre los hombros, no había metido los brazos por las mangas. Después escucharía que no le decía “saco” sino “americana” o “chaqueta”. Se veía que en los bolsillos tenía cosas importantes, estaba siempre pendiente de dónde lo dejaba.
Nacho se tomó el café solo, largo, que se había traído para él. Mucho buffet, pensó, pero el café estaba apenas más que tibio. Se paró y fue a cargar un platito con dos medialunas y un cuadradito de tarta de ricota.
—¿Solo eso? Con eso no l...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portada
  3. Índice
  4. Capítulo 1
  5. Capítulo 2
  6. Capítulo 3
  7. Capítulo 4
  8. Capítulo 5
  9. Capítulo 6
  10. Capítulo 7
  11. Capítulo 8
  12. Capítulo 9
  13. Capítulo 10
  14. Capítulo 11
  15. Capítulo 12
  16. Capítulo 13
  17. Capítulo 14
  18. Capítulo 15
  19. Capítulo 16
  20. Capítulo 17
  21. Capítulo 18
  22. Capítulo 19
  23. Capítulo 20
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