Filosofar
  1. 196 páginas
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Hay filosofías nacidas para consolar y otras diseñadas quizá para herir a martillazos. Todas tienen, si embargo, algo en común: interpelarnos. La filosofía constituye, en este sentido, un fenómeno unitario, pero es evidente que no "suena" igual en todas partes.La aridez de la filosofía clásica alemana dista mucho del lenguaje casi coloquial de ciertos pensadores anglosajones. Por ejemplo, ¿cómo "suena" la filosofía que se hace hoy en Cataluña?Este libro contiene una antología de textos que permiten otear ese panorama concreto, aparte de mostrar cuáles son, en general, los focos de atención de la filosofía actual. En todo caso no se trata de un libro sobre Cataluña ni su situación política, sino de una aproximación –un "tast", como se dice en catalán— a la obra de algunos pensadores.Con la muy premeditada intención de contrastar miradas, las aportaciones de los diferentes autores son diversas, aunque confluyen en una idea tácita. Transitar la complejidad es interesante cuando sirve para emanciparnos de nuestros prejuicios.Por suerte o por desgracia, la Cataluña de hoy vive inmersa en esa complejidad.

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Información

Editorial
ED Libros
Año
2018
ISBN
9788409014286
Categoría
Philosophy

1
Hamlet en las Ramblas

Un apunte sobre la tradición filosófica catalana
Ferran Sáez Mateu

I

Fue Josep Pla quien, en 1924, se refirió a la «condición hamletiana» de la cultura catalana moderna. La vieja disyuntiva —ser o no ser— es prístinamente dual; su traducción factual, no tanto. Porque resulta que, en realidad, existe una tríada que complica esa dicotomía en apariencia irreductible: Cataluña, España... y Europa. Ese tercer elemento es justamente el que permite entender al menos una parte de la cuestión planteada por Pla, como intentaremos mostrar a lo largo de este texto. Por supuesto, la filosofía española también se vio obligada a elegir hamletianamente a lo largo de la pasada centuria. En la década de 1930, por ejemplo, lo hizo a menudo en relación a una religiosidad asociada —arbitrariamente o no— a determinados parámetros ideológicos cercanos al catolicismo, o bien a un anticlericalismo asociado a otros. Esto sucedió antes, durante y después de la Guerra Civil. La especificidad de la filosofía catalana moderna radica, en buena parte, en una bifurcación que, por razones que son obvias, no se contemplaba en la España de matriz castellana.
En su conocida polémica de 1906, Unamuno y Ortega y Gasset percibieron Europa desde perspectivas muy distintas; en cualquier caso, nunca asociaron esa confrontación a una especie de impugnación, o incluso renuncia, a la tradición española. Es decir: ni las suspicacias hacia lo europeo ni su plena asunción implicaban, de ningún modo, un alejamiento o bien una profundización en relación a lo español. La polémica discurría por otros derroteros. Cuando nos referimos a «lo español», por cierto —o a «lo catalán» o a «lo inglés»—, no aludimos a esencia alguna, sino a la percepción mayoritaria que en esa época se tenía de «lo español», «lo catalán», etc., y que ha ido variando y transformándose con el paso del tiempo.
En la Cataluña de la época, la posibilidad de proyectarse hacia España o bien hacia Europa se vivió, en general, como una especie de bifurcación. Los casos de Eugeni d’Ors, Joan Maragall y tantos otros lo demuestran con creces. En un artículo del 19 de diciembre de 1909 («Per l’Empordà»), Maragall juega explícitamente con la contraposición España/Europa en relación a Cataluña. Salvador Espriu también, por supuesto: uno de sus poemas más conocidos («Assaig de càntic en el temple») dramatiza, y a la vez cubre de ironía, dicha cuestión. Esa disyuntiva marcará buena parte del pensamiento político escrito en catalán, desde autores todavía decimonónicos hasta otros como el valenciano Joan Fuster, pasando por pensadores vivos como Xavier Rubert de Ventós o Josep Maria Terricabras. Otros filósofos catalanes contemporáneos, como Manuel Cruz, quizá derivarían esa dicotomía de un supuesto «esencialismo de la memoria». Sea como fuere, el asunto que estamos describiendo gravita sobre la cultura catalana desde hace, por lo menos, un siglo y medio. No se trata de ninguna actitud de penúltima hora relacionada con hechos muy recientes.
Cualquier lector familiarizado con la filosofía que se ha producido en Europa en los últimos tiempos es capaz de distinguir la que ha surgido en el área cultural de habla alemana de la que proviene de la tradición anglosajona, francesa o italiana. Dejando aquí de lado cuestiones ideológicas, es evidente que la amena prosa del inglés John Gray suena muy diferente a la aridez del alemán Jürgen Habermas, y ambas difícilmente se confundirían con la del italiano Gianni Vattimo o la del francés Alain Finkielkraut. Este asunto, por supuesto, va más allá, mucho más allá, del estilo. Las vivencias de un pensador alemán de cierta edad son difícilmente coincidentes con las de un filósofo nacido en Gran Bretaña, y estas difieren de las de un autor español que creció en pleno franquismo, o las de un esloveno como Slavoj Žižek, conocedor del socialismo real. Así pues, es normal —de hecho, es casi inevitable— la presencia de divergencias a la hora de focalizar determinados problemas, o bien ignorarlos por completo.
Entre la producción filosófica catalana —independientemente de si ha sido escrita en catalán o en castellano— y la que se ha gestado en otros puntos de España, hay muchas más semejanzas que diferencias. Eso no implica, sin embargo, que no existan ciertos matices interesantes que invitan a rascar la superficie. No se trata aquí de reivindicar la especificidad de la filosofía española en relación a la europea, ni de la catalana en relación a la española, ni nada por el estilo. No. La intención es ver al trasluz ciertos elementos que, pese a ser sustanciales, pasan a menudo desapercibidos. Conviene hacerlo desde una perspectiva que sortee soflamas identitarias, vengan de donde vengan. Recordemos, en este sentido, un episodio significativo.
Entre finales del siglo xix y principios del xx se produjo un largo debate, banal y absolutamente estéril, sobre la adscripción nacional del filósofo escéptico Francisco Sánchez (1551-1623): ¿era español, era portugués? En realidad, Sánchez arrastró como pudo su condición de judío converso —emparentado, por cierto, con Montaigne a través de la madre de este, Antoinette Louppes/López. Vivió la práctica totalidad de su vida en Francia, ejerciendo la medicina, y jamás publicó ni una sola línea en español o en portugués: toda su producción está escrita en latín. El doliente nacionalismo español de raíz noventayochesca, sin embargo, vio el asunto de una manera muy diferente. Hoy, escarmentados por semejantes ridiculeces, vamos a intentar no sustancializar meros matices. Nos limitaremos a analizarlos.


II

¿Qué tipo de preocupaciones son comunes a la filosofía pensada y escrita en Cataluña y a la que se hace en cualquier otro lugar de España? La inmensa mayoría, por supuesto, aunque hay algunos aspectos divergentes. En todo caso, insistimos en que no tenemos intención de teorizar vaguedad alguna, sino centrarnos en casos que sean a la vez concretos e ilustrativos. Los de Manuel García Morente (1886-1942) y Eugeni d’Ors (1881-1954), por ejemplo, constituyen sendos procesos de conversión que muestran contradicciones muy hondas y dramáticas, con el trasfondo común de la Guerra Civil. En todo caso, ambos traumas, como veremos a continuación, no son coincidentes a pesar de que los dos autores pertenezcan a una misma generación.
Pese a no haber gozado de la popularidad de Ortega y Gasset (1883-1955), por citar a otro personaje decisivo de la misma época, García Morente fue, sin duda, uno de los filósofos españoles más importantes —e interesantes— del siglo xx. En una descripción honestamente sencilla, casi ingenua, Morente cuenta que experimentó la Trascendencia al asomarse una noche por su ventana con la simple intención de respirar aire fresco, después de haber escuchado por la radio una obra de Hector Berlioz de temática religiosa. Murió a los pocos años, en 1942, tras haber sido ordenado sacerdote ya en edad provecta. Previamente, sin embargo, tuvo que exiliarse un tiempo en Argentina. En el bando nacionalista se lo consideraba un desafecto a la causa de Franco debido, precisamente, a su vinculación con el ideario agnóstico y progresista de la Institución Libre de Enseñanza. Tengamos en cuenta que Morente era un verdadero ilustrado europeísta, algo inadsimilable por la ideología del franquismo.
La peripecia vital de Morente, hijo de un furibundo anticlerical y de una piadosa católica, se puede interpretar de muchas maneras, por supuesto, pero todas ellas dejan entrever, más allá de los tópicos manidos, la apesadumbrada dicotomía de las dos Españas. Aunque extremo, su caso no es nada raro. Tras figuras culturalmente tan relevantes —y diversas— como Unamuno, Falla, Laín Entralgo, o Buñuel, existe un tipo de tensión muy especial que, por una vía u otra, siempre acaba desembocando en cuestiones religiosas. En la década de 1930, sin embargo, dichas cuestiones parecían de cariz ideológico y se encuadraban en exclusiva, aunque fuera de una manera totalmente forzada, en el binomio derecha/izquierda. Hoy, evaluadas ya con una perspectiva histórica razonable, muestran que dicha contraposición no era tan esquemática. La tensión que estamos comentando no es ajena a Cataluña, evidentemente, aunque no se expresa en los mismos términos. De no haber muerto prematuramente, ¿cómo se hubiera transformado el pensamiento cristiano de Joan Maragall (1860-1911) en el clima que desembocó en la Guerra Civil? Mejor no abrir la caja de los siempre fáciles argumentos contrafactuales.
La peripecia vital de Eugeni d’Ors contiene elementos igualmente dramáticos como los de Morente. Sin embargo, su —digamos— conversión, así como la de otros autores catalanes de la época, tiene que ver con otros asuntos muy distintos. En el contexto de la recuperación de la autonomía política a través de la Mancomunitat auspiciada por Enric Prat de la Riba (1870-1917), Ors pasa a ser el referente cultural indiscutible y omnipresente del catalanismo, hasta el punto de ser nombrado secretario del Institut d’Estudis Catalans. Al ser defenestrado —por razones que ahora sería largo de explicar— su reacción consistió en trasladarse a Madrid y transformarse, de la noche a la mañana, en el paladín de un españolismo radicalmente hostil a las ideas que había defendido hasta ese preciso momento. Del blanco al negro, sin los preceptivos matices de gris. De hecho, ya al principio de la Guerra Civil es nombrado desde Burgos director de la Jefatura Nacional de Bellas Artes. La conversión de Ors afecta por encima de todo a su articulación de la tríada España/Cataluña/Europa.
Durante su etapa catalanista, Ors intenta afianzar su gran obsesión: la unidad cultural de Europa y su vinculación fundacional con Cataluña —aunque no con España—. Después veremos que no hemos subrayado el adjetivo «fundacional» por casualidad. En los inicios de la Primera Guerra Mundial, en 1915, Ors auspicia un manifiesto en el que plantea el conflicto europeo como una «guerra civil», que lo implica a él mismo como catalán. Sin embargo, la cuestión de la unidad cultural de Europa queda en un segundo o tercer plano a partir de 1939, cuando su prioridad consiste en defender el ideario falangista, absolutamente refractario a ese tema.
El tema de fondo, pues, el asunto hamletiano planteado por Josep Pla, remite fatalmente a Europa como identidad común o bien como antítesis problemática, y no solo en Morente u Ors, sino también en Unamuno, Ortega y tantos otros. «¡Que inventen ellos!», acaba diciendo Unamuno a principios del siglo xx en polémica con el muy europeísta Ortega. ¿Quiénes son esos «ellos» a los que se refirió el bilbaíno en 1906? ¿Son los «europeos»? ¿O bien son los «europeos-en-tanto-que-modernos»? Esa Europa, ¿es simplemente ajena a una supuesta «esencia de España», o bien constituye su reverso —su enemigo—? Esa contraposición, omnipresente en un sentido o en otro en la tradición filosófica española moderna, tiene poco que ver con la manera en que dicha relación se vivió en Cataluña, y en buena parte del área lingüística catalana, a principios del siglo xx. Recuperemos otro referente concreto a la par que ilustrativo. En el himno oficial de Andorra, escrito en 1926 por el obispo valenciano, y más tarde copríncipe, Joan Benlloch, se dice «sols resto l’única filla / de l’imperi de Carlemany» («quedo como única hija / del imperio de Carlomagno»). Es decir: soy el último trocito de la verdadera Europa, la que no se ha desangrado salvajemente en la Primera Guerra Mundial, la que tampoco fue arabizada siglos atrás. Esos dos versos son muy significativos, y afectan también al clima cultural que se vivía en aquel entonces en Cataluña. En él confluían elementos de muy diversa índole, especialmente de carácter económico y social; en todo caso, el que nos interesa aquí es el cultural.

III

En el siglo xx, y con la explicable excepción de las dictaduras militares del general Miguel Primo de Rivera (1923-1930) y del general Francisco Franco (1939-1975), el catalanismo político siempre fue más o menos hegemónico. Se trata de un movimiento que, aunque hoy pueda sonar paradójico, surgió como una propuesta de modernización de España, a través de la industrialización y el acercamiento a Europa. Para entender la filosofía que prosperó en Cataluña en el siglo xx, y también mucho antes, la proximidad real con Europa (geográfica, comercial, cultural) y más en concreto con Francia, resulta crucial, aunque esa explicación no agota el fondo del asunto. El vínculo con Europa se percibe en aquellos años como algo fundacional, mientras que el vínculo con España, sin ser de ninguna manera infravalorado, es percibido a menudo como una contingencia derivada de acontecimientos acaecidos ya muy tarde, en el siglo xviii. Evidentemente, esa interpretación puede ser matizada, e incluso impugnada, en muchos sentidos. En todo caso, fue compartida por numerosos intelectuales catalanes.
Desde la Edad Media, desde el mismo imperio carolingio al que alude el himno de Andorra, la identidad de Cataluña y la de Europa no resultan, al menos desde la perspectiva que comentamos, inteligibles por separado. Forman parte de una misma realidad en cosas tan diferentes como el intercambio comercial, la producción industrial o el impulso vanguardista en la arquitectura, la pintura o la literatura. Entre finales del siglo xix y principios del xx, las fachadas y los interiores modernistas de Barcelona, por ejemplo, resultan muy parecidos a los de Múnich, Nancy, Bruselas o Glasgow. Desde una perspectiva sin duda autocomplaciente, aunque no exactamente hiperbólica, se trata de Europa en estado puro. Las semejanzas resultan a menudo sesgadas: la ciudad de Melilla, por ejemplo, posee un notable patrimonio modernista.
El acta fundacional del catalanismo cultural (1859) coincidió con el intento de recuperar el refinamiento de una idealizada —desde parámetros románticos— Edad Media europea. En esa época, además, se subrayan, y aun se exageran, las influencias catalanas en Europa. En todo caso, es cierto que la primera obra filosófica de la historia escrita en una lengua romance, no en latín o en griego, pertenece a Ramon Llull (1232-1315). Significativamente, Llull escribió también en árabe, además de usar el catalán y el latín. Su influencia en el pensamiento europeo medieval y renacentista fue enorme. Llull es, sin discusión posible, el primer gran raro de la cultura catalana.
En una fecha tan temprana como el año 1841, la cuestión cultural y la política ya serán comparadas en relación a la posibilidad de la independencia de Cataluña. Escribe el poeta e intelectual Joaquim Rubió i Ors (1818-1899):
Cataluña puede aspirar aún a la independencia, no a la política, pues pesa muy poco en comparación con las demás naciones, que pueden poner en el plato de la balanza además del volumen de su historia, ejércitos de muchos miles de hombres y escuadras de cien navíos, pero sí a la literatura.
El despertar nacional catalán resulta históricamente incomprensible sin el movimiento cultural de la Renaixença y, más en concreto, sin la recuperación en 1859 de los Juegos Florales, gracias a la iniciativa de Antoni de Bofarull (1821-1892) y de Víctor Balaguer (1824-1901), entre otros. La reanudación de los Juegos Florales de 1859 constituía una recreación, en clave romántica, de los orígenes medievales del certamen, instituido por el rey Juan I en 1393. Es justamente en esos Juegos Florales de hace 158 años donde la compleja tríada España/Cataluña/Europa se manifiesta por primera vez como una disyuntiva. Los Juegos se celebraban desde 1323 en Toulouse, y constituían una muestra indiscutible de la eclosión cultural de la Europa de aquella época.
En el siglo xix, el resurgimiento nacional de muchos pueblos de Europa estuvo a menudo relacionado con episodios de desorden o violencia; el de Cataluña, en cambio, con la lírica trovadoresca. En 1859, por otra parte, todavía se discute si el catalán y el occitano son, o no, una misma lengua, con todas las consecuencias políticas que ello supondría. La idea de una Cataluña desvinculada de Europa, y más concretamente del Imperio carolingio, resultaba impensable para los autores mencionados. En cualquier caso, casi nadie propone en esa época una secesión política de España, sino justamente una modernización de esta en clave europeizante. Incluso el temperado y muy católico Jaime Balmes (1810-1848), que escribió casi toda su obra en castellano y no es nada sospechoso de separatismo, no fue ajeno a este tipo de reflexiones. En El protestantismo comparado con el catolicismo en sus relaciones con la civilización europea (1841), Balmes trata temas que se anticipan a Max Weber.
Volvamos a los entresijos de lo hamletiano. En un artículo publicado en 1924 en la Revista de Catalunya, Pla (1897-1981) decía:...

Índice

  1. Presentación
  2. 1 Hamlet en las Ramblas Un apunte sobre la tradición filosófica catalana ferran sáez mateu
  3. 2 La filosofía cura francesc torralba
  4. 3 Desvelarse y olvidar Anna Pagès
  5. 4 Cuestiones de filosofía, hoy xavier antich
  6. 5 Ética aplicada: filosofía desde la trinchera Begoña Román
  7. 6 El realismo de Medea Mercè Rius
  8. 7 La «politeia» como hecho político básico Gregorio Luri
  9. 8 «Liberté, Egalité» y… ¿cómo se llamaba el tercero, hermano? Joan Vergés Gifra
  10. 9 De la identidad personal a la identidad nacional Ángel Castiñeira