Capítulo 1
Mujeres, cárcel y etnografía: una propuesta metodológica
La rutina que sigo es la misma, dado que la cárcel se acoge a la categorización de institución total, debo seguir proverbialmente el mismo ritual de entrada.
Paso por un enrejado con aspecto ferroso por la oxidación y llego a la primera garita, que se llama el “visitor”, en la cual un dragoneante me pide mi documento de identidad, imprime una pequeña ficha con mi foto y datos en papel delgado, dándome paso, después de caminar a lo largo del estacionamiento polvoriento al portón índigo, ya resquebrajado por los toques de puerta con todo tipo de instrumentos que hagan el mayor ruido posible, umbral entre el mundo libre y el encierro impuesto. Este es el contexto que comparto con abogados a la espera de ver a sus clientes, y numerosos testigos de Jehová, evangélicos y todo tipo de portadores de la palabra de Dios que están autorizados para entrar a paliar los dolores del alma causados por el encierro; algunos hasta tienen bordados en sus camisas “servidores de los encarcelados”.
Al abrir, un chirrido pesado del portón es el tono de obertura que indica que voy a pasar a, literalmente, otro mundo. La atmósfera es supremamente pesada y, sin embargo, emana mucha actividad. El dragoneante que abre la puerta me pide el papelito impreso en el “visitor”, me retiene el documento de identidad y procede a despojarme de mis pertenencias y a pasarlas por los rayos equis. —Hola profe— me dice. Es uno de los que me reconoce por las numerosas visitas que hago. —Recuerde, nada de celulares y dinero—. —Traje algo para compartir con las niñas— le comento. Él me mira perplejo y me dice —¿Niñas? Pfff—; aclaré mi voz y le dije —: para las internas—. Una bolsa de hielo, una gaseosa de tres litros y cuatro bolsas de galletas. En esos momentos ya aparece Adriana, de Educativa, quien me ayuda con las bolsas al entrar, pasando por una salita con paredes de color blanco. Al otro lado, dos hombres con las miradas perdidas y esposados están sentados en una banca, esperando a ser ingresados al sistema.
Camino a lo largo del pasillo hacia el fondo, donde la penúltima de las puertas descascaradas por la falta de pintura es la Oficina de Educativa, donde dejo todas mis pertenencias y me quedo solamente con los libros, los útiles escolares que voy a usar con las internas y los pasabocas para compartir, cuya entrada fue autorizada previamente por educativa.
Regreso por el mismo pasillo y llego a un mezzanine (un lugar de paso con una mesa sobre la que escriben los datos de los que entran y salen), donde una dragoneante me toma las huellas dactilares, anota mi nombre, revisa lo que estoy llevando y me hace una requisa. Abre la puerta hacia los patios internos. Hacia el fondo y hacia la izquierda se encuentran hacinados hombres de todas las edades, varios de ellos agolpados cerca de la puerta donde yo paso, y me miran fijamente de pies a cabeza. Ignorando voluntariamente cualquier interpretación de esas miradas, yo los miro a los ojos y sin altivez, pero con mucha seguridad y una sonrisa de oreja a oreja, les doy las buenas tardes. Es la única arma que tengo en ese recinto.
Paso al lado derecho, donde saludo a la dragoneante, quien me dice —: pobre profe, hoy con qué ocurrencias saldrán —. Abro la puerta y se encuentran mujeres de todas las edades sentadas en el piso polvoriento, unas recibiendo la palabra de Dios de mis compañeros de espera en la entrada, otras me miran con recelo y reticencia. Yo, volviendo a usar la misma arma de las buenas tardes y la sonrisa, siempre mirando a los ojos, las saludo. Es mi manera de reconocer al otro, de hacerle saber que estoy ahí, que sé que existen y que sonrío porque también ellas me pueden devolver la sonrisa.
En ese momento es cuando escucho la gritería de las “niñas”. El grupo de internas que pueden ver literatura, como le dicen en Educativa, quienes me abordan con mil preguntas a la vez y me jalonean hacia ellas, me dice —¿por qué se demoró profe?, —¡uy, Coca Cola!—; —perenceja no hizo la tarea, estaba deprimida y no quiso leer, profe—; —profe, ¿y qué vamos a leer hoy?—. Tratando torpemente de responder todas y cada una de esas preguntas, pasamos a lo largo del pabellón, caminamos por el sendero, siempre polvoriento y desolado, y se ve el portón por donde entran los suministros y sale la basura.
Este portón siempre se abre, y, a pesar de los pútridos hedores del camión de Espa, ellas se agolpan en la ventana del salón mirando la calle que es posible ver, añorando siempre una libertad, condicionada a un tiempo que se les hace eterno. Otras ni siquiera se atreven a mirar porque saben que no hay salida ni a corto ni a mediano plazo. Tal vez ni a largo plazo. Solo entonces cuando esa puerta está cerrada, y realmente me están poniendo atención, las invito a sentarse conmigo en círculo, en ese salón pequeño, sucio, caluroso. Se sientan en los pupitres verdes casi desarmados, en las sillas azules que se balancean porque no tienen los tornillos bien puestos y nos disponemos a leer las primeras páginas de Guerra y Paz de Lev Tolstoi. Al terminar, recogí la tarea asignada para ese día, que era hacer un cuento basado en hechos reales sobre su vida. Leyendo, encontré la siguiente historia, escrita a puño y letra:
Una niña que no tenía amor por su familia
Érase una vez una señora que adoptó a una niña de cinco meses, ella decía que le iba a brindar todo el amor del mundo junto con su compañero, por lo que su problema era que no podía engendrar un bebé, pero, al pasar de los años la niña fue creciendo y ellos en vez de darle amor la maltrataban con palabras y golpes.
Ellos, que son sus padres, cuando tuvieron un bebé engendrados por su propio esfuerzo y esmero sí lo amaron y lo trataron bien, pero a la niña no la miraban, lo único que hacían era tratarla como si fuera un objeto cualquiera. La niña crecía y crecía y lo único que obtenía de su familia era golpes e insultos, mientras que al otro niño, que sí era de su sangre, le daban lo mejor; y a raíz de eso la niña cuando cumplió trece años se sintió tan retirada de su familia que hasta cuando iba para el colegio no le daban lo suficiente para su alimentación. Hasta le tocaba ver a sus compañeras con cosas mejores que ella, y ella se sintió tan mal que optó por robarle más de lo que a ella le daban para sentirse igual que sus amigas. Ella pensó que no se darían cuenta, pero todo le salió tan mal que su madre le dijo que le iba a revisar su bolso, y al revisarle su bolso vio la cantidad de monedas que tenía.
La madre al ver esa cantidad de monedas en vez de preguntarle por qué había cogido eso y para qué era, comenzó a insultarla y a maltratarla físicamente, hasta que optó por sacarla de la casa y llevarla donde otro familiar que sí la recibió con amor y comenzó a darle consejos, y la niña cuando su familiar le decía cómo en verdad eran las cosas, se sintió querida y amada. Pero, poco a poco, después que le decía otras cosas de su verdadero origen, que ella era una niña recogida y por eso ellos no la querían como su hija, sino como un no más del mundo, ahí fue donde la niña comenzó a entender por qué la maltrataban tanto, pero al pasar de los años la niña encontró la felicidad, a los 18, y decidió irse del todo de su familia y alejarse de tanto maltrato, pero fue peor porque ese hombre que conoció era una persona que tampoco la trataba con amor. Pero le llegó la felicidad al tener dos niños muy hermosos y lindos que le alegraron la vida, y decidió irse con los niños a otro lugar donde se entregó a ellos y trabajaba para darle lo mejor, hasta que por trabajar lo que no debía para sostenerlos cayó en una cárcel. En ese lugar conoció a un hombre maravilloso, y hasta ahora el resto de su vida al lado de él y sus hijos va a ser feliz para siempre. En conclusión, la felicidad es el amor y los valores, no los insultos y los golpes.
Fin.
***
La Antropología de los Reclusos es un tema muy poco estudiado en Colombia. En general, la población carcelaria es excluida, y lo que se vive en la cárcel es reflejo de todos los vacíos e inequidades de la falta de eficacia de un Estado social de derecho que debería garantizar a todos un goce pleno de los derechos fundamentales, incluso si se está privado de la libertad. Esto en palabras de Ariza (2015):
Sin embargo, a pesar de los esfuerzos, en Colombia éste (sic) sigue siendo un terreno por desarrollar. Apenas hay ciertos intentos, relatos etnográficos sobre la vida penitenciaria, y las historias escritas por los propios internos son relegados a las estanterías de la literatura popular. La importancia de aproximarse al mundo penitenciario desde el punto de vista cualitativo es, pues, clara (Ariza, 2015, p. 1).
Esta situación empeora si se trata de una mujer reclusa. La ausencia total de políticas públicas con enfoque de género que apunten hacia una resocialización integral demanda un estudio exhaustivo y serio. Asimismo, esta ausencia genera un doble carácter de vulnerabilidad que esperamos sea evidenciado en este trabajo, y que sea un impulso para mejorar la calidad de vida integral de las reclusas, sobre todo, resaltando que vienen de un historial de maltrato, violencia, marginación y abandono.
Para entender la envergadura del problema resulta necesario e introductorio evidenciar el papel de los medios de comunicación acerca del lenguaje que se utiliza acerca de las noticias relacionadas con este tema, ya que de esta manera se puede vislumbrar a grandes rasgos la cosmovisión de la cárcel:
Colombia es el tercer país de América Latina en población carcelaria. En la actualidad hay 138 centros penitenciarios con 156.924 personas privadas de la libertad. Esto le cuesta al año cada una de ellas al Estado:
Funcionamiento: 11.541.314 pesos
Gastos generales: 1.368.087 pesos
Si las 40.691 personas que actualmente están sindicadas por algún delito, pero no han sido condenadas no hubieran sido enviadas a un centro de reclusión, el Estado habría ahorrado más de 43 mil millones de pesos...