/Excepcionalidad segunda/
Una misma melodía repetida, truncada y fallida cada tarde. Un fragmento impiadoso que nunca comienza y nunca acaba. Una práctica hostil, mecánica, alejada de toda armonía, hiriente, chirriante. Una flauta desde una casa vecina insiste en recorrer el fraseo como un recién nacido que intenta dar sus primeros pasos y cae con estrépito al suelo. Doloroso. Insoportable. Se ha llegado a tal punto de contar las repeticiones disonantes: veintitrés. Veintitrés repeticiones de diecisiete sonidos deshilachados y desarticulados, cada vez más desacompasados e impotentes. Cada mañana de cada día durante el aislamiento reaparece ese ejercicio mal hecho, esa absurda agonía de la melodía y de la música. Nadie puede concentrarse, desquiciados y, en vez de salir al sol o al entramado de las nubes, quedan paralizados imaginando quién será el autor de semejante tortura o a quién se tortura haciéndole sonar ese instrumento. Piensan en un niño de ocho o nueve años, disciplinado por dentro y por fuera, cabizbajo buena parte del tiempo y circunspecto. Pobre niño, se dicen, tal vez sea la víctima de una conspiración adulta para la perfección imposible. El supuesto niño que toca la flauta ya ha sido condenado en un juicio nunca realizado, igualmente injusto. Está enclaustrado, obligado a repetir una y otra vez esa falsa escala sonora, prohibido de salir a la calle hasta que logre la corrección musical o hasta que pase la cuarentena.
7 /Indefensión, soledad y la espera del contagio/
En 1893, Edvard Munch dejó el legado de un grito célebre, un grito que aún sigue resonando: la pintura de un rostro en el límite de lo humano, los ojos solos, la boca abierta hasta sus fauces, las manos apretándose los oídos, el bosquejo de una nariz escasa, nula, irrelevante.
El grito de ese rostro-calavera expresa la inaudible experiencia de la soledad, la angustia o el dolor, como si el individuo no fuese más que el límite de una vibración sonora, un fragmento de un mar revuelto en la agonía contenida y ahora expuesta en carne viva: círculos o esferas del sonido más regresivo y más conmovedor.
No hay modo de sustraerse a esa desesperación de una voz que muestra el horror de la especie o el límite insuperable de las continuas tragedias, el final visible de una larga historia de torturas, sacrificios y violencias.
Después del grito lo humano acaba, se pulveriza o se revierte: el estruendo ensordece y alcanza todos los sitios, todos los tiempos; aturde al pasado y al futuro, a la pradera, al río y al acantilado, al niño, al joven, al anciano.
Lo humano está extenuado, no puede más: es aquí donde la fragilidad se quiebra en mil pedazos y, aunque permanezca un hilo de voz, se sabe que la historia de la vida no se recompondrá, porque esa historia no existe como tal, es una composición descompuesta desde el inicio, el artefacto de un lenguaje pulverizado por la norma, por el embate de lo nuevo sobre lo viejo, por la pérdida progresiva de las buenas razones porque, al fin y al cabo, no hay una única narradora ni una única narración.
Valerse por uno mismo. Valernos por nosotros mismos. La propia idea de virus, si acaso posible, ya provoca por sí misma una absoluta indefensión. Se trata de una forma de la invisibilidad –en tiempos en que, hasta aquí, todo estaba visible– que, de pronto, toma un cuerpo, lo altera, lo hace enfermo en cuestión de horas o días, y desdibuja la frontera entre la vida y la muerte.
Es curioso ver cómo para algunos ahora queda al desnudo la cruda realidad de la estructura económica y social anterior a este presente inmediato: como si la pandemia revelara algo, un grito supuestamente novedoso, que quedaba oculto con la seguridad personal y el confort individual y se retirara un velo hermético fijado desde hace años, desde hace siglos.
¿Por qué no nos hemos despertado antes? ¿Por qué no fuimos una mayoría atenta, despierta? También éstas son preguntas que pueden hacerse ahora.
De pronto, pero no tan de repente, la maquinaria se detiene por un instante y muestra, con horror, a quienes jamás han sido contemplados o lo fueron apenas como si se tratara de marionetas casi sin hilos. Y el descubrimiento de lo que éramos antes de ahora llega demasiado tardíamente, sin aliento, extenuado, mortal.
La razón neoliberal, que de esto se trata, no es un accidente natural ni una simple forma de degradación democrática apenas en sus aspectos económicos o financieros; es, más bien, la transformación misma de cada espacio-tiempo de la existencia humana en un dispositivo económico. No tiene que ver con la corrupción de la democracia, sino con su reemplazo por otra racionalidad bien distinta. Escribe Wendy Brown:
Por el contrario, la razón neoliberal, que actualmente es ubicua en el arte de gobernar y en el lugar de trabajo, en la jurisprudencia, la educación, la cultura y en una amplia gama de actividades cotidianas, está convirtiendo el carácter claramente político, el significado y la operación de los elementos constitutivos de la democracia en algo económico (Brown, 2017).
La supremacía del Homo œconomicus (o como quiera llamarse a aquellas prácticas sociales, económicas, políticas y culturales que lo hacen todo contra lo político en nombre del beneficio, la especulación, la concentración de bienes y del utilitarismo) puede haberse autoinfringido una herida letal en estos tiempos, pero también puede no permitirse ninguna herida y agudizar sus trampas mortales para no perder ni un céntimo de su dominación y su abominable riqueza.
En su descuido y desprecio histórico por el mundo y por la vida, ha sometido a la gente a procesos experimentales de todo tipo: ¿hasta dónde se soporta el hambre? ¿Hasta cuándo se aguanta la precariedad laboral? ¿A cuántas personas entretenemos y distraemos mientras todo se desploma? ¿Cuánto desarrollo y progreso tecnológico acaba por arruinar el planeta? ¿Cómo se desmontan paso a paso los sistemas de salud, de educación, de seguridad social y se ofrecen a cambio migajas de derechos civiles a cargo y costa de los interesados? Y, ¿cuánta infancia y cuánta ancianidad pueden arrojarse a la hoguera para que solo exista un sistema adulto de consumo puro y de puro progreso y productividad?
¿El progreso? Pero, ¿hasta cuándo? ¿Y si llegamos al fin del planeta, un avance hacia delante, hacia la fosa? El movimiento hacia delante, no hacia el fin-logro, sino hacia el fin-destrucción. ¿Y si una generación tras otra de dioses terrenales de algún modo enseñara al planeta a no acabarse, si lo salvaguardaran del no-ser? El final o la infinidad de la vida terrenal, igualmente terrible ya que es igualmente vana (Tsvietáieva, 2008).
Al inicio de la pandemia, la razón económica parecería ser incapaz de respuestas y tartamudea de la peor manera: busca salvar su propio pellejo y, así, condena a todos a una muerte –lenta o rápida– siempre segura. O es que prefiere no dar respuestas y gozar, plácidamente, del caos general, observando todo con cierto deleite y perversión, como el rey que sube a la colina y desde allí asiste impávido a la destrucción. O, tal vez, sea justamente esa la respuesta que el capitalismo nos ha dado ya: un sistema global en manos de unos pocos individuos que siempre saben cómo retirar su capital y retirarse a tiempo.
Si ha de buscarse una respuesta, ella está en las vidas que al mismo tiempo hacen, dicen, piensan, sienten otra apariencia y profundidad del mundo. Las vidas que se cuidan del mundo desarrapado y que cuidan a otros de sus efectos más perversos. Las vidas que buscan filosofías, políticas, artes, otras relaciones entre cuerpos, lejos del ultraje y de la indiferencia. Las vidas que educan incluso en su sentido más oculto o enigmático. Las que no se salvan a sí mismas en la escena infernal, las que no abandonan el barco, las que leen y conversan sobre lo que leen, las que cantan y lo hacen a viva voz, las que pintan y diseminan los colores y los claroscuros, las que llevan alimento a los confines de los suburbios, las que tienen que cuidar con la cura precaria y provisoria, las que no acumulan mercadería ni galardones, las que intentan estirar su brazo lo máximo posible aunque haya obligatoriedad de distancia; las que, al confinarse, confían.
Algo de todo esto aparece en unas páginas de En el mismo barco, de Peter Sloterdijk. El filósofo alemán hace una relectura intensa y distinta del Decamerón de Boccaccio, prestando atención no tanto a los tópicos de la historia literaria en sí –la evidente lección que debería extraerse de la mayor catástrofe europea, la peste negra, de mediados del siglo XIV–, sino al posible desprendimiento de una concepción particular de lo humano y de sus vínculos políticos en tiempos de desmoronamiento: “el teorema de la supervivencia en pequeñas comunidades en medio del desastre de lo grande” (Sloterdijk, 1994, p. 84).
El autor se concentra en el personaje de una mujer joven que, en medio del caos (“Atomizados sujetos de la angustia se esconden en sus casas o vagan solos por la calle”) invita a unos amigos a refugiarse en una casa frente a las puertas de la ciudad y a esperar allí, protegiéndose y aguantando.
Se trata, es cierto, de una atmósfera de cierta frivolidad, de un determinado egoísmo o privilegio, pero también de la construcción de una pequeña política o, para decirlo de otro modo, de una forma de la política relacionada con la mutua pertenencia, un espacio acotado donde hacer de la convivencia una conversación, un tiempo que desobedece o detiene la línea estricta de la vida y de la muerte, y que confiere a sus practicantes la posibilidad de una reinauguración de un mundo descuidado y devastado; “Si los grandes órdenes se parten en dos, el arte de la pertenencia mutua sólo puede comenzarse de nuevo desde los órdenes pequeños” (ob. cit., 1994, p. 86).
La idea, la esperanza o la ilusión de un mundo mejor, de individuos y comunidades mejores, es digna de atención y de análisis. Por una parte, ayuda como un sortilegio a soportar lo insoportable y, en muchos casos, revierte la tradición del individualismo en una solidaridad presente, que se hace presente. El dolor y el miedo generalizados pueden encontrar un fuerte reactivo en gestos mínimos que, más acá y más allá de las órdenes gubernamentales, confieren a la gente un poder insospechado de sensibilidad y responsabilidad con otros y hacia otros.
Pero la ilusión tiene otra cara cuando asume la forma de espera y pasividad, como si se tratara de aguantar el torrente de lava y conferir a los sobrevivientes el poder revelador de una nueva sociedad con quienes queden más o menos sanos e intactos.
En ese sentido pareciera haber dos mundos habitados por las mismas personas al mismo tiempo, que responden o reaccionan de modo completamente diverso: una ética cotidiana en unos, una expectación moral en otros. Y hay quienes nada hacen en el presente ni desean nada para después, militantes del “ahora mismo”, del insta...