De un mundo que ya no está
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De un mundo que ya no está

  1. 320 páginas
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Información del libro

Maravillosa evocación de su infancia en el "shtetl" de Lentshin, cerca de Varsovia, "De un mundo que ya no está" narra las peripecias de Singer en una comunidad fuertemente marcada por la doctrina y las ceremonias religiosas, y poblada por fascinantes personajes a los que el genial autor dota de vida en este emotivo ejercicio de memoria. Escrito por uno de los grandes maestros de la literatura yiddish, este libro constituye un testimonio de inmenso valor histórico, además de un auténtico réquiem por las comunidades judías de la Polonia de principios del siglo xx."Uno de los mayores escritores estadounidenses del siglo xx".The New Yorker

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Información

Editorial
Acantilado
Año
2020
ISBN
9788417902513
Categoría
Literatura

1

UNA CELEBRACIÓN EN EL «SHTETL»:

NICOLÁS II ES CORONADO ZAR

Cuán maravilloso e inaprensible es el cerebro humano en su capacidad para retener y recordar de forma permanente ciertas imágenes, incluso de escasa significación, y descartar en cambio otras que, siendo mucho más significativas, decide no guardar.
A lo largo de cuarenta y ocho años completos, es decir, desde el día en que cumplí los dos años, he conservado ante mis ojos la siguiente estampa, que con claridad quedó grabada en mi mente: la de un gran edificio, alto e iluminado con numerosas lámparas, atestado de gente. Suena la música. Me veo sentado sobre los hombros de un corpulento hombre barbudo. Un calcetín cae de mi pie al suelo, y las personas que están junto a mí se enfadan y me hacen señas. Me piden que me tranquilice, que no llore y guarde silencio.
Cuando años más tarde le pregunté a mi madre por este incidente de mi primera infancia, me contó que el gran edificio iluminado era la sinagoga de la pequeña ciudad de Bilgoray, donde nací, en la provincia de Lublin; que la música en la abarrotada sala provenía del conjunto klézmer que dirigía Guimpl, el violinista, y que la celebración se debía a que ese mismo día Nicolás II había sido coronado emperador de todas las Rusias y rey de Polonia. El hombre barbudo que me llevaba sobre los hombros era Shmuel, el ayudante del juzgado rabínico que presidía mi abuelo materno, el rabino de Bilgoray. Me había llevado a la sinagoga para que presenciara la ceremonia y la bendición que mi abuelo iba a pronunciar ante la comunidad judía, en presencia de los altos dignatarios rusos de la ciudad. Mi madre me aclaró, por último, que los dos hombres que intentaron tranquilizarme, inquietos porque mi llanto podía alterar la solemnidad del momento, eran mis dos tíos, Yósef e Itche.
De paso, mi madre me contó otra historia. Una acción mía, es decir de un chiquillo de dos años de edad, contra el autócrata del Imperio ruso estuvo a punto de hacer que mi abuelo fuera deportado a Siberia. Sucedió como sigue. El comisario, el comisario de la provincia, había entregado a mi abuelo un libro, atado mediante gruesos cordones, con el fin de que se recogieran en él las firmas de todos los judíos de Bilgoray como expresión de apoyo al mandatario recién coronado. Para qué necesitaba con urgencia ese autocrático monarca, ungido por Dios, el apoyo de los judíos de Bilgoray nunca llegué a saberlo. Pero así lo exigió la policía rusa, y se comprende que todos los cabezas de familia de la ciudad se apresuraran a estampar su firma en él. Aquel día, la víspera de la coronación, el libro se hallaba sobre la mesa de mi abuelo. Mi madre, que había estado ojeando las firmas, al llegar a la mitad de la lista se quedó dormida. De repente despertó y vio, con un enorme susto, cómo su único hijo sujetaba con una mano varias páginas y hacía esfuerzos por arrancarlas. Con gran cuidado, mi madre logró salvar de su destrucción aquellas firmas de apoyo al zar. Después aseguró, y toda la familia lo ratificó, que fue un ángel del cielo quien la despertó a tiempo, pues mi abuelo, por ese crimen de lesa majestad, podría haber sido deportado a Siberia…
Esta historia, sin embargo, yo no la recordaba. Sólo me había quedado grabada la imagen de la sinagoga. Y otra imagen más de aquella época quedó también retenida en mi memoria: en una plaza completamente blanca, cubierta de nieve, se ha congregado un grupo de judíos, hombres y mujeres vestidos de negro. Mi madre sube a un carro, seguida por mí y por mi hermana mayor, que sujeta con fuerza mi mano. Un cortejo nos sigue a pie detrás del carro. Algún tiempo después, estando ya todos en la casa y con las velas encendidas en los candelabros, mi tío Itche, con una copa de vino en la mano, pronuncia el kiddush.
Según me contó mi madre después, ese día especial, mi padre, un joven de veintisiete años, acababa de ser nombrado rabino del pequeño shtetl de Lentshin, en la provincia de Varsovia. Toda la comunidad judía, hombres y mujeres, había salido al encuentro de su nuevo rabino y su familia. Era un viernes, próximo a la fiesta del Pésaj. Por qué razón he retenido en mi memoria el kiddush de mi tío Itche, que nos había acompañado en el viaje desde Bilgoray hasta Lentshin, y no el que pronunció luego mi propio padre, auténtico protagonista del evento por haber sido nombrado rabino por primera vez, es algo a lo que no soy capaz de dar respuesta.
Aparte de esas dos estampas fragmentarias, también conservo ante mis ojos otras imágenes diáfanas y destacadas de los años más tempranos de mi infancia.
El pequeño shtetl de Lentshin era minúsculo, más pequeño que una aldea. Las casitas no tenían el tejado cubierto con paja, como era habitual en cualquier aldea no judía, sino con tejas puntiagudas, y los pájaros se posaban a menudo en el borde más elevado. Sólo un edificio contaba con segunda planta y balcones. Las calles, aunque sin pavimentar, no se cubrían de lodo con la lluvia, ya que, debido a la proximidad del río Vístula, el terreno estaba formado por una espesa capa de arena blanca. En cuanto a las pequeñas tiendas del shtetl, los letreros que colgaban en su fachada describían las respectivas mercancías de modo gráfico: encima de la mercería, dos rollos de tela cruzados uno sobre el otro; encima de la tienda de comestibles, unos grandes conos llenos de azúcar y envueltos en papel azul; y encima de la ferretería, cazos, cazuelas y paquetes de velas, además de cadenas, herraduras y grandes cuchillos que colgaban de las puertas. En el escaparate de las tiendas que vendían tabaco y cigarrillos había un gato con botas de charol que fumaba un cigarrillo en una larga boquilla. Mi madre se esforzaba por intentar responder a mi insistente pregunta: ¿por qué precisamente un gato tenía que llevar botas y fumar un cigarrillo? Pero se trataba de algo a lo que ella no podía responder. Al parecer, ya entonces mi sentido del realismo no soportaba una visión tan irreal.
Alternando con esas tiendas había pequeños talleres de artesanos judíos: sastres, zapateros y panaderos. En las panaderías, un rótulo exhibía un gran cruasán marrón en forma de media luna que parecía hecho de madera más que de masa. En el taller de los zapateros destacaba una alta bota con espuelas. Los sastres aún no habían colgado rótulos; y en una tienda de artículos de cuero, al lado de la imagen que pretendía ser una suela, un hombrecillo cosía a máquina un enorme zapato, indicando fielmente que allí, además, se fabricaban polainas.
En el shtetl existía una sola fábrica. En ella se producía, a partir de frambuesas, el kvas, una bebida espumosa y coloreada cuyo contenido solía salir disparado al destaponar la botella. Los motores de la fábrica de kvas jamás cesaban de girar y de producir ruido. Un pastoso residuo blanco, que parecía nata, fluía permanentemente desde las proximidades del edificio, entre trozos de cristal de botella verdes, rojos y marrones que los niños atrapábamos para mirar a través de ellos el mundo con los más bellos colores. Los restos del alambre que sujetaba los tapones de las botellas nos servían para fabricar monturas de gafas.
A cierta distancia de esa fábrica había una gran nave en la que su propietario judío almacenaba toda clase de útiles aptos para trillar, arar y realizar otras labores agrícolas, que los granjeros polacos y también los suabos (los colonos alemanes de las aldeas vecinas), venían a comprar de vez en cuando. Además, dentro del shtetl había dos tiendas no judías: en una de ellas se vendía carne de cerdo, y en la otra cerveza y whisky. La pequeña sinagoga y la casa de estudio talmúdico adjunta, así como el mikve o baño ritual, estaban situados en un extremo, cerca de un erial donde pastaban vacas y gansos, y de un área encharcada, más una laguna que un lago, donde las vacas bebían y algunos patos nadaban. También las ranas se movían a sus anchas en aquella ciénaga, densamente salpicada de nenúfares.
Ya más alejadas del shtetl se hallaban la gran finca del aristócrata terrateniente polaco Cristowski y la imponente iglesia, un gran edificio rojo con dos torres, en el vértice de las cuales un par de cruces horadaban la vasta y esférica bóveda celeste.
El shtetl, todavía joven, apenas empezaba a perfilarse y contaba con una población formada en su mayoría por aldeanos judíos provenientes de los alrededores.
Su historia había comenzado no muchos años antes de nuestra llegada, cuando la policía rusa decidió expulsar a los judíos de las tierras de los alrededores en las que habían vivido durante generaciones. Puesto que la ley rusa únicamente les permitía establecerse dentro de la denominada Zona de Asentamiento, las familias judías desterradas decidieron comprar algunas parcelas al aristócrata polaco Cristowski y crear en su dominio, por ellas mismas, un pequeño shtetl. El terrateniente, que además ejercía como juez de la zona, encantado de poder vender su estéril tierra arenosa a buen precio, se encargó de obtener la autorización legal necesaria. Los judíos construyeron sus pequeñas casas, abrieron tiendas, instalaron talleres y, en fin, organizaron su vida al modo habitual entre sus correligionarios de Polonia. Algunos madereros judíos que explotaban los densos bosques vecinos les regalaron la madera para levantar una pequeña sinagoga y la casa de estudio, además de un recinto que servía como baño ritual, y el terrateniente les cedió la parcela necesaria para esas construcciones de carácter religioso. En agradecimiento, los judíos incorporaron el nombre del aristócrata, León, a la denominación del shtetl, Leoncin en polaco y Lentshin en yiddish. En total se asentaron allí unas doscientas personas, pertenecientes a no más de cuarenta familias.
Cómo llegó mi padre a trasladarse desde Bilgoray, una pequeña ciudad en la frontera austríaca, a Lentshin, ese apartado rincón a algo más de cuatrocientos kilómetros de distancia, cerca de Varsovia, constituía una embrollada historia que mi madre evocaba a menudo con amargura.
Así se desarrolló todo.
Mi abuelo, reb Yaacov Mordejai Silverman, rabino de Bilgoray, amaba y admiraba a su hija Batsheva por ser muy estudiosa y haber llegado, mediante su propio esfuerzo, a ser capaz de leer y comprender el hebreo de los textos sagrados e incluso el arameo de la Guemará. El Pentateuco se lo conocía prácticamente de memoria. Por esta razón, mi abuelo buscaba para ella un marido instruido, preparado para ejercer un día de rabino en una localidad más importante que Bilgoray. Los casamenteros, por su parte, se enteraron de que en la vecina ciudad de Tomaszow, también dentro de la comarca de Lublin, el rabino reb Shmuel tenía un hijo estudioso y devoto creyente, de nombre Pinjas Mendel Singer, e intentaron concertar el matrimonio. Lo consiguieron. En el momento de la boda, mi madre había cumplido diecisiete años y mi padre veintiuno, justo después de que lo declararan exento del servicio militar.
Mi abuelo materno lo dispuso todo para la manutención de la pareja en la casa familiar de Bilgoray durante cinco años, a fin de que su yerno dedicara todo ese tiempo a prepararse para obtener el título de rabino. Esta preparación implicaba, además, aprender el ruso y aprobar un examen, ya que, según preveía la ley, en Polonia un único rabino debía atender tanto las funciones espirituales como las civiles en cada shtetl. A mi padre, hijo y nieto de varias generaciones de rabinos y, desde su casamiento, yerno de otro, no le resultó nada difícil aprender los textos judíos requeridos y recibir la titulación en poco tiempo. Por el contrario, de ningún modo se mostró dispuesto a estudiar el ruso ni su gramática para aprobar el examen a nivel del cuarto año de instituto, tal como la ley exigía.
Pese a que mi abuelo materno contrató para él a un profesor de ruso, mi padre, en lugar de acudir a las clases, a menudo prefería reunirse en la casa de estudio con compañeros en una situación similar a la suya y emplear el tiempo asistiendo a charlas sobre jasidismo, o celebrando ágapes y visitas durante las fiestas a la corte del rebbe de Sieniawa, una ciudad de Galitzia, al otro lado de la frontera con Austria, donde pasaba semanas enteras. Aprovechaba además el viaje para visitar a sus padres en Tomaszow y allí encontrarse con antiguos amigos.
Todo este comportamiento hizo que en mi abuelo se despertara una gran antipatía hacia su yerno. La realidad era que éste no encajaba en el hogar de su esposa por otras varias razones.
En primer lugar, mi abuelo, al igual que toda su familia, procedía de Volinia, región ucraniana perteneciente a Rusia. Allí había ejercido durante cierto tiempo como rabino de los pueblos de Poryck y Maciejow, donde adquirió gran fama. Su hija, es decir, mi madre, también nació y vivió en Volinia hasta que se trasladó junto con mi abuelo a Bilgoray, en Polonia, cuando a él lo contrataron para el puesto de rabino, tras la fama que había alcanzado como «el prodigio de Maciejow».
Mi padre, descendiente de varias generaciones de judíos polacos, hijo y nieto de rabinos jasídim, hablaba un yiddish con acento diferente al de Volinia, y ello provocaba frecuentes bromas y risas entre la familia de mi madre. Por si esto fuera poco, mi abuelo se tenía por mitnagued, es decir, perteneciente a la corriente centrada con preferencia en el estudio, en contraposición a la de los jasídim, cuyo misticismo, cánticos y bailes, así como sus cuentos sobre los milagros de sus rebbes, él detestaba. Cuando aún ejercía como joven rabino de Maciejow, los jasídim lo habían llevado a visitar al rebbe de Turisk, con la esperanza de que se quedaría impresionado por su grandeza y se convertiría en uno de sus discípulos. Pero no fue así. Después del primer encuentro, mi abuelo regresó a su casa con el propósito de no desperdiciar nunca más el tiempo en aquellas tonterías y se entregó al estudio con mayor fervor.
Mi abuelo materno era, por añadidura, un hombre práctico, con profundo sentido del deber. Pensaba que cada uno era libre de elegir entre dedicarse a la Torá o a la sejorá. Mi padre, en cambio, era un visionario que detestaba cualquier clase de responsabilidad individual, puesto que todo en la vida dependía de Dios. Su filosofía era que con la ayuda del Creador todo iría bien. Mientras lo mantuvo su...

Índice

  1. Cubierta
  2. Nota de los traductores
  3. 1. Una celebración en el shtetl: Nicolás II es coronado zar
  4. 2. A la edad de tres años me envuelven en un taled y me atan al yugo de la Torá
  5. 3. En los cielos intercambiaron los géneros y se produjo una tragedia
  6. 4. Las guerras entre Israel y Amalek tras el almuerzo del sabbat
  7. 5. Un campesino alemán propaga una falsa acusación de crimen ritual y recibe su castigo junto a la puerta del mikve
  8. 6. A un melámed se le antoja convertirse en ángel durante la fiesta de Purim
  9. 7. Mi primer viaje en tren y los extraordinarios milagros que durante él me sucedieron
  10. 8. Mi abuelo, el autócrata, y mi abuela, que se rebelaba contra su poder
  11. 9. Reb Yejíel, el maestro de las mujeres en la ciudad de mi abuelo
  12. 10. El reino de la mujer en la cocina de mi abuela
  13. 11. Mis dos tíos y tías en casa de mi abuelo
  14. 12. La preparación del sabbat mientras una gata pía prefiere oír la Torá a cazar ratones…
  15. 13. Frádel, la oveja negra de la familia, y otros visitantes en casa de mi abuelo
  16. 14. Un hombre rompe una de nuestras ventanas por el honor de su padre y luego suplica perdón
  17. 15. Cómo me enamoré de una mujer casada que me doblaba la edad
  18. 16. Los judíos rezan salmos por una «virgen enferma» que trae al mundo a un bastardo
  19. 17. Tipos y personajes de Lentshin a comienzos del siglo XX
  20. 18. El temor al Jueves Verde, cuando el converso del shtetl encabezaba la procesión católica
  21. 19. Algunos jasídim se felicitan por la muerte del doctor Herzl
  22. 20. Algunos judíos no reparaban los tejados de sus casas, a la espera de la llegada inminente del Mesías
  23. 21. Un Rosh Hashaná se estropea debido a que el Mesías no se presenta
  24. 22. Lentshin se nos queda demasiado pequeño
  25. Glosario de términos hebreos y yiddish
  26. ©
  27. Notas