Los Lanzallamas
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Los Lanzallamas

  1. 240 páginas
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Los Lanzallamas

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Índice
Citas

Información del libro

Mientras desde la quinta de Temperley, el Astrólogo encuentra el modo de desatar el caos que lleve a la ansiada revolución, en Los Lanzallamas, los funambulescos personajes de Los siete locos viven los episodios finales de sus alucinadas existencias."Estos individuos, canallas y tristes, viles soñadores, están atados o ligados entre sí, por la desesperación.Todos ellos saben perfectamente que la felicidad les está negada; pero, como bestias encadenadas, se revuelven contra esta fatalidad: quieren ser felices, y como el bien les ha cerrado las puertas, piensan monstruosidades que los llenan de remordimientos, de más necesidades de cometer delitos para ahogar el grito de sus conciencias malditas".Publicada en 1929, Los siete locos, culminará en Los Lanzallamas, editada dos años después.

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Información

Editorial
Tolemia
Año
2020
ISBN
9789873776090
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos
Tarde y noche del día viernes
El hombre neutro
El Astrólogo miró alejarse a Erdosain, esperó que éste doblara en la esquina, y entró a la quinta mur­murando:
–Sí… pero Lenin sabía adónde iba.
Involuntariamente se detuvo frente a la mancha verde del limonero en flor. Blancas nubes triangulares recortaban la perpendicular azul del cielo. Un remo­lino de insectos negros se combaba junto a la enre­dadera de la glorieta.
Con la punta de su grosero botín el Astrólogo rayó pensativamente la tierra. Mantenía sumergidas las manos en su blusón gris de carpintero, y la frente se le abultaba sobre el ceño, en arduo trabajo de cavilación.
Inexpresivamente levantó la vista hasta las nubes. Remurmuró:
–El diablo sabe adónde vamos. Lenin sí que sabía…
Sonó el cencerro que, suspendido de un elástico, servía de llamador en la puerta. El Astrólogo se enca­minó a la entrada. Recortada por las tablas de la portezuela, distinguió la silueta de una mujer pelirroja. Se envolvía en un tapado color viruta de madera. El Astrólogo recordó lo que Erdosain le contara referente a la Coja en días anteriores, y avanzó adusto.
Cuando se detuvo en la portezuela, Hipólita lo exa­minó sonriendo. “Sin embargo, sus ojos no sonríen”, pensó el Astrólogo, y al tiempo que abría el can­dado, ella, por encima de las tablas de la portezuela, exclamó:
–Buenas tardes. ¿Usted es el Astrólogo?
“Erdosain ha hecho una imprudencia”, pensó. Luego inclinó la cabeza para seguir escuchando a la mujer que, sin esperar respuesta, prosiguió:
–Podían poner números en estas calles endiabladas. Me he cansado de tanto preguntar y caminar… –efectivamente, tenía los zapatos enfangados, aunque ya el barro secábase sobre el cuero–. Pero qué linda quinta tiene usted. Aquí debe vivir muy bien…
El Astrólogo sin mostrarse sorprendido la miró tranquilamente. Soliloquió: “Quiere hacerse la cínica y la desenvuelta para dominar”.
Hipólita continuó:
–Muy bien… muy bien… A usted le sorprenderá mi visita, ¿no?
El Astrólogo, embutido en su blusón, no le contestó una palabra. Hipólita, desentendiéndose de él, examinó de una ojeada la casa chata, la rueda del molino, coja de una paleta, y los cristales de la mampara. Terminó por exclamar:
–¡Qué notable! ¿Quién le ha torcido la cola al gallo de la veleta? El viento no puede ser… –bajó inmediatamente el tono de voz y preguntó–. ¿Erdosain?
“No me equivoqué”, pensó el Astrólogo. “Es la Coja”.
–¿Así que usted es amiga de Erdosain? ¿La esposa de Ergueta? Erdosain no está. Hará diez minutos que salió. Es realmente un milagro que no se hayan en­contrado.
–También usted a qué barrios viene a mudarse. La quinta me gusta. No puedo decir que no me guste. ¿Tiene mujeres, aquí?
El Astrólogo no quitó las manos de los bolsillos de su blusón. Engallada la cabeza, escuchaba a Hipólita, escrutándola con un guiño que le entrecerraba los párpados, como si filtrara a través de sus ojos las posibles intenciones de su visitante.
–¿Así que usted es amiga de Erdosain?
–Va la tercera vez que me lo pregunta. Sí, soy amiga de Erdosain… pero, ¡Dios mío!, qué hombre desa­tento es usted. Hace tres horas que estoy parada, ha­blando, y todavía no me ha dicho: “Pase, ésta es su casa, tome asiento, sírvase una copita de coñac, quítese el sombrero”.
El Astrólogo cerró un párpado. En su rostro rom­boidal quedó abierto un ojo burlón. No le irritaba la extraña volubilidad de Hipólita. Comprendía que ella pretendía dominarlo. Además, hubiera jurado que en el bolsillo del tapado de la mujer ese relieve cilíndrico, como el de un carretel de hilo, era el tambor de un revólver. Replicó agriamente.
–¿Y por qué diablos yo la voy a hacer pasar a mi casa? ¿Quién es usted? Además, mi coñac lo reservo para los amigos, no para los desconocidos.
Hipólita se llevó la mano al bolsillo de su tapado. “Allí tiene el revólver”, pensó el Astrólogo. E insistió:
–Si usted fuera amiga mía… o una persona que me interesara…
–Por ejemplo, como Barsut, ¿no?
–Exactamente; si usted fuera una persona conocida como Barsut, la hacía pasar, y no sólo le ofrecía co­ñac, sino también algo más… Además, es ridículo que usted me esté hablando con la mano sobre el cabo de un revólver. Aquí no hay operadores cinematográ­ficos, y ni usted ni yo representamos ningún drama.
–¿Sabe que es un cínico usted?
–Y usted una, charlatana. ¿Se puede saber lo que quiere?
Bajo la visera del sombrero verde, el rostro de Hipólita, bañado por el resplandor solar, apareció más fino y enérgico que una mascarilla de cobre. Sus ojos examinaban irónicamente el rostro romboidal del Astrólogo, aunque se sentía dominada por él.
Aquel hombre no “era tan fácil” como supusiera en un principio. Y la mirada de él fija, burlona, duramen­te inmóvil sobre sus ojos, le revisaba las intenciones, “pero con indiferencia”. El Astrólogo, sentándose a la orilla de un cantero, dijo:
–Si quiere acompañarme…
Apartando de las hierbas una rama seca, Hipólita se sentó. El Astrólogo continuó:
–Iba a decir que posiblemente, lo cual es un error… usted viene a extorsionarme, ¿no es así? Usted es la esposa de Ergueta. Necesita dinero y pensó en mí, como antes pensó en Erdosain y después pensa­rá en el diablo. Muy bien.
Hipólita se sintió sobrecogida por una pequeña ver­güenza. La sorprendían con las manos en la masa. El Astrólogo cortó una margarita silvestre y, despaciosa­mente, comenzó a desprender los pétalos, al tiempo que decía:
–Sí, no, sí, no, sí, no, sí, no, sí, no, sí, no… ya ve, hasta la margarita dice que no… –y sin apartar los ojos del pistilo amarillo, continuó–. Pensó en mí porque necesitaba dinero. ¡Eh! ¿no es así? –la miró a hurtadillas, y arrancando otra margarita, con­tinuó–. Todo en la vida es así.
Hipólita miraba encuriosada aquel rostro romboidal y cetrino, pensando al mismo tiempo: “Sin duda al­guna mis piernas están bien formadas”. En efecto, era curioso el contraste que ofrecían sus pantorrillas mo­deladas por medias grises, con la tierra negra y el verde borde del pasto. Una súbita simpatía le aproximó a Hipólita al alma, a la vida de ese hombre. Se dijo: “Este no es un ‘gil’, a pesar de sus ideas”, y con las uñas arrancó una escama negruzca del tronco de un árbol, cuya corteza parecía un blindaje de corcho agrietado.
–En realidad –continuó el Astrólogo–, nosotros so­mos camaradas. ¿No se ha fijado qué notable? Antes hablaba usted sola, ahora yo. Nos turnamos como en un coro de tragedia griega; pero como le iba dicien­do… somos camaradas. Si no me equivoco, usted antes de casarse ejerció voluntariamente la prostitución, y yo creo que voluntariamente soy un hombre antisocial. A mí me agradan mucho estas realidades… y el con­tacto con ladrones, macrós, asesinos, locos y prosti­tutas. No quiero decirle que toda esa gente tenga un sentido verdadero de la vida, no… están muy lejos de la verdad, pero me encanta de ellos el salvaje impulso inicial que los lanzó a la aventura.
Hipólita, con las cejas enarcadas, lo escuchaba sin contestar. Atraía su atención el desacostumbrado espectáculo del tumulto vegetal de la quinta. Innumera­bles troncos bajos aparecían envueltos en una lluvia verde, que el sol chapaba de oro en sus flancos vueltos al poniente.
Vastas nubes inmovilizaban ensenadas de mármol. Un macizo de pinos curvados, con puntas dentadas como puñales javaneses, perforaba el quieto mar ce­rúleo. Más allá, algunos troncos sobrellevaban en su masa de pizarra gris, un oscuro planeta de ramajes emboscados. El Astrólogo continuó:
–Nosotros estamos sentados aquí entre los pastos, y en estos mismos momentos en todas las usinas del mundo se funden cañones y corazas, se arman “dread­naughts”, millones de locomotoras maniobran en los rieles que rodean al planeta, no hay una cárcel en la que no se trabaje, existen millones de mujeres que en este mismo minuto preparan un guiso en la cocina, millones de hombres que jadean en la cama de un hos­pital, millones de criaturas que escriben sobre un cua­derno su lección. Y no le parece curioso este fenómeno. Tales trabajos: fundir cañones, guiar ferrocarriles, purgar penas carcelarias, preparar alimentos, gemir en un hospital, trazar letras con dificultad, todos estos trabajos se hacen sin ninguna esperanza, ninguna ilu­sión, ningún fin superior. ¿Qué le parece, amiga Hipólita? Piense que hay cientos de hombres que se mueven en este mismo minuto que le hablo, en derredor de las cadenas, que soportan un cañón candente… lo hacen con tanta indiferencia como si en vez de ser un cañón fuera un trozo de coraza para una fortaleza subterránea… –arrancó otra margarita, y desparra­mando los pétalos blancos continuó–. Ponga en fila a esos hombres con su martillo, a las mujeres con su cazuela, a los presidiarios con sus herramientas, a los enfermos con sus camas, a los niños con sus cuadernos; haga una fila que puede dar varias veces vuelta al planeta, imagínese usted recorriéndola, inspeccionándola, y llega al final de la fila preguntándose: ¿Se puede saber qué sentido tiene la vida?
–¿Por qué dice usted esto? ¿Qué tiene que ver con mi visita? –y los ojos de Hipólita chispearon malicio­samente.
El Astrólogo arrancó un puñado de hierba del lugar donde apoyaba la mano, se lo mostró a Hipólita, y dijo:
–Lo que estoy diciendo tiene un símil con este pasto. Lo otro son los hierbajos del alma. Los llevamos adentro… hay que arrancarlos para dárselos de co­rrer a las bestias que se nos acercan y envenenarles la vida. La gente indirectamente busca verdades. ¿Por qué no dárselas? Dígame, Hipólita, ¿usted ha viajado?
–He vivido en el campo un tiempo… con un aman­te.
–No… yo me refiero a si ha estado en Europa.
–No.
–Pues yo sí. He viajado, y de lujo. En vagones cons­truidos con chapas de acero esmaltadas de azul. En transatlánticos como palacios… –miró rápidamente de reojo a la mujer–. Y los construirán más lujosos aún. Barcos más fantásticos aún. Aviones más veloces. Vea, apretarán con un dedo un botón, y escucharán si­multáneamente las músicas de las tierras distantes y verán bajo el agua, y adentro de la tierra, y no por eso serán un ápice más felices de lo que son hoy… ¿Se da cuenta usted?
Hipólita asintió, presa de malestar. Todo aquello era innegable, pero, ¿con qué objeto le comunicaban tales verdades? No se entra con placer a un arenal ardiente. El Astrólogo se encogió de hombros:
–¡Hum!… ya sé que esto no es agradable. Da frío en las espaldas, ¿no?… ¡Oh! hace años que me lo digo. Cierro los ojos y dejo caer mi alma desde cual­quier ángulo. A veces como los periódicos. Mire el diario de hoy… –sacó una página de telegramas del bolsillo y leyó–. “En el Támesis se hundieron dos bar­cas. En Bello Horizonte se produjo un tiroteo entre dos facciones políticas. Se ejecutó en masa a los par­tidarios de Sacha Bakao. La ejecución se llevó a cabo atando a los reos a la boca de los cañones de una for­taleza en Kabul. Cerca de Mons, Bélgica, hubo una explosión de grisú en una mina. Frente a las costas de Lebú, Chile, se hundió un ballenero. En Franckfort, Kentucky, se entablarán demandas contra los perros que dañen al ganado. En Dakota se desplomó un puen­te. Hubo treinta víctimas. Al Capone y George Moran, bandidos de Chicago, han efectuado una alianza”. ¿Qué me dice usted? Todos los días así. Nuestro corazón no se emociona ya ante nada. Cuando un periódico aparece sin catástrofes sensacionales, nos encogemos de hombros, y lo tiramos a un rincón. ¿Qué me dice usted? Estamos en el año 1929.
Hipólita cerró los ojos pensando: “En verdad ¿qué puedo decirle a este hombre? Tiene razón, pero ¿aca­so yo tengo la culpa?”. Además, sentía frío en los pies.
–¿Qué le pasa que se ha quedado tan callada? ¿Entiende lo que le digo?
–Sí, lo entiendo, y pienso que cada uno tiene que conocer en la vida muchas tristezas. Lo notable es que cada tristeza es distinta de la otra, porque cada una de ellas se refiere a una alegría que no podemos tener. Usted me habla de catástrofes presentes, y yo me acuerdo de sufrimientos pasados; tengo la sensa­ción de que me arrancaron el alma con una tenaza, la pusieron sobre un yunque y descargaron tantos martillazos, hasta dejármela aplastada por completo.
El Astrólogo sonrió imperceptiblemente y repuso:
–Y el alma se queda a ras de tierra, como si tratara de escapar de un bombardeo invisible.
Hipólita apretó los párpados. Sin poder explicarse el porqué, recuerda la época vivida con su amante en un pueblo de campo. El pueblo consistía en una calle recta. No tiene que hacer el más mínimo esfuerzo para distinguir la fachada del almacén, el hotel y la fonda; el almacén era de ramos generales. La tienda del turco, la carpintería, más allá un taller mecánico, cercos de corrales, vista al campo obstaculizada por unas tapias de ladrillos, galpones inmensos, gallinas picoteando restos de caseína frente a un tambo, un automóvil se detenía junto a la usina de gas pobre, una mujer con la cabeza cubierta con una toalla desaparecía detrás de un cerco. Ese era el campo. Las mujeres se valoraban allí por la hijuela heredada. Los hombres apeándose del Ford entraban al hotel. Ha­blaban de trigo y jugaban un partido al billar. Los criollos hambrientos no iban al hotel; ataban los ca­ballos escuálidos en los postes torcidos que había frente a la fonda, como a la orilla del mar.
El Astrólogo la examinaba en silencio. Comprende que Hipólita se ha desplomado en el pasado, atrapada por antiguas ligaduras de sufrimiento. Hipólita corre velozmente hacia una visión renovada: en el interior de ella se desenvuelve vertiginosamente la estación del ferrocarril, el desvío con un paragolpes en un terromontero verde; líneas de galpones de cinc resu­citan ante sus ojos, se abandona a esta evocación y una voz dulcísima murmura en ella, como si estuviera narrando su recuerdo: “El viento movía el letrero de una peluquería, y el sol reverberaba en los techos in­clinados y reventaba las tablas de todas las puertas. Cada rojiza puerta cerrada cubría un zaguán pintado imitación piedra, con mosaicos de tres colores. En cada una de esas casas, pintadas también imitación papel, había una sala con un piano y muebles cuida­dosamente enfundados”.
–¿Piensa todavía usted?
Hipólita lo envolvió en una de sus miradas rápidas, luego:
–No sé por qué. Cuando usted habló de aquellas ciudades distantes, me acordé del campo donde había vivido un tiempo, triste y sola. ¿Por qué motivo no puede uno sustraerse a ciertos recuerdos? Reveía todo como en una fotografía…
–¿Sufrió mucho usted allí?
–Sí… la vida de los demás me hacía sufrir.
–¿Por qué?
–Era una vida bestial la de esa gente. Vea… del campo me acuerdo el amanecer, las primeras horas después de almorzar y del anochecer. Son tres terri­bles momentos de ese campo nuestro, que tiene una línea de ferrocarril cruzándolo, hombres con bomba­chas parados frente a un almacén de ladrillos colora­dos y automóviles Ford haciendo línea a lo largo de la fachada de una Cooperativa.
El Astrólogo asiente con la cabeza, sonriendo de la precisión con que la muchacha roja evoca la llanura habitada por hombres codiciosos.
–Me acuerdo… en todas las partes y en todas las casas se hablaba de dinero. Ese campo era un pedazo de la provincia de B...

Índice

  1. Palabras del autor
  2. Tarde y noche del día viernes
  3. Tarde y noche del día sábado
  4. Día domingo
  5. Día viernes
  6. Epílogo