San, el libro de los milagros
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San, el libro de los milagros

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"Hay un instante en los serenos ocasos de verano en que cualquiera diría que los objetos brillan, como si devolvieran parte de la generosa luz que recibieron a lo largo del día. Era entonces cuando Marcelino dejaba lo que estuviera haciendo, se incorporaba, se pasaba el dorso de la mano por la frente y contemplaba el valle a sus pies. Todo relucía y resonaba como una campana de luz dorada. También aquel ocaso de julio Marcelino se detuvo y contempló. La casa, el hórreo, el carro, todo resplandecía recortado contra el cielo azul profundo donde el primer lucero comenzaba a anunciar la nueva era. Todo menos la gran mancha de sangre en el serrín y el cuerpo de su hermano. Pero lo cierto es que no había querido hacerle daño".Esta bella y sorprendente novela es como un espejo donde nos reflejamos todos. El lector, sea de ciudad o de campo, puede asomarse a un mundo mítico, en el que la Historia es solo otra fábula que se cuenta junto al fuego, y limpiar en ella su mirada hasta dejarla tan clara como la de su protagonista."La carretera secundaria de la escritura de Manuel Astur atraviesa el amplio territorio de la existencia".Marina P. de Cabo, Quimera"En el humor desbordante y en su agudeza, Astur tiene algo de Chesterton o de Churchill, y en algunos párrafos más líricos me ha recordado al Céline más intenso".Antonio García Maldonado, El Asombrario

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Información

Editorial
Acantilado
Año
2020
ISBN
9788417902506
Categoría
Literatura

SEGUNDO CANTAR

LOS GUSANOS

Es un monte de madera. Cada cierto número de años talan los castaños más crecidos de una zona del bosque que lo cubre y dejan los más jóvenes, para que sigan creciendo y se repueble. El proceso entero lleva varias décadas y, cuando las sierras llegan a la última zona, la más alta, nadie diría que alguna vez dejaron pelada la más baja, donde ya crecen árboles de aspecto centenario y los animales han olvidado al hombre.
El pasado invierno, pues los bosques se talan en invierno, cuando no hay hoja que moleste, comenzaron de nuevo por abajo y Pando pensó que sería la última vez que lo vería. No le importó demasiado. Incluso se sintió aliviado, como si él mismo acabara su ciclo y toda la humanidad no fuera otra cosa que un bosque eterno del que los dioses sacaran buena madera.
Pando tiene noventa años. Como todos los días que el tiempo lo permite, está sentado en una silla frente al bar de Carriles, que inauguró siendo un chaval y que ahora regenta su nieto. Los clientes, en su mayoría campesinos que vienen a tomar su vino y a comentar con satisfacción lo mal que está todo, le saludan al llegar y él contesta con una leve inclinación de cabeza. Hace mucho tiempo que no le apetece hablar con nadie, salvo con sus recuerdos. Y sus recuerdos son tan infinitos como el monte de madera, y cada año recuerda más. La noche pasada, sin ir más lejos, no pegó ojo, pues estuvo dando un paseo de memoria por el valle tal y como era hace más de setenta años. Paso a paso, esquina a esquina, meandro a meandro, recordó todos los lugares, todos los vecinos con los que se cruzaba, todos ya muertos, cuando iba caminando desde donde ahora está hasta la orilla del río, junto al puente. Incluso al llegar allí se dio un buen baño e hizo unos largos. También recordó cómo era su piel joven y fresca secándose al sol.
Oscurece, pero como el día ha sido nublado y gris, parece que esté amaneciendo, ya que el sol declinante alumbra de lado y se refleja por unos instantes en la hinchada panza de las nubes. Las voces de los hombres que discuten en el bar parecen gallinas que trataran de volar y se tuvieran que conformar con aletear unos metros antes de caer y continuar corriendo por el camino. Pando los ve alzar las manos y gesticular a través de la ventana iluminada.
Parece ser que está todo el mundo muy alterado abajo, en San Antolín. La semana pasada anduvo por ahí una moza haciendo preguntas sobre Marcelino, y como era una chavala que de niña había pasado muchos veranos en el pueblo, ya que es sobrina de Marirosa, pues le contestaron.
Charo le dijo que el padre de Lino había sido un animal que pegó toda su vida a su mujer y a su hijo hasta que murió cuando el corazón, que nunca le valió para nada bueno, le falló. Fifi le contó que la madre de Lino se llamaba Olegaria y había nacido en un caserío muy pobre en las montañas, pero que se había venido cuando, siendo muy cría, se casó con el padre, que le llevaba más de veinte años. También le aseguraron que tenía poderes y que ejercía la brujería de vez en cuando, pero nunca por dinero, sino por ayudar al que lo necesitaba. Fue fácil que le terminaran contando que se decía que un cura había abusado de Lino cuando éste era niño, pero nunca se demostró nada. Porque Lino siempre había sido así, buen guaje, sin maldad, pero calladín, tonto, para adentro, y nunca se había querido mezclar con los demás. Pacho le dijo que el hermano de Marcelino, Manuel, era tan burro como el padre. Minín, que además de burro le gustaba el juego y debía dinero a medio pueblo. Ramón, que se había ido a Madrid siendo muy joven, pues se creía mejor que nadie y estaba seguro de que allí triunfaría, pero tenía tan mala mano para los negocios y las cartas como buena para las bofetadas y las copas, así que hacía unos años que había vuelto y ahora andaba liado con una puta a la que quería impresionar. Entre todos le contaron una realidad más amplia que ni ellos mismos sabían porque nunca habían reunido los retales.
Los hombres discuten dentro del bar y señalan el periódico, arrugado de tanto manosearlo: «¡Un banco quería quitarle la casa a Marcelino!», dice el gran titular en la portada.
Pando no lee el periódico desde hace años. La actualidad nace, crece y muere demasiado rápido como para que le interese. No puede descansar su mirada en ella. Como el eucalipto, no da buena madera e impide que crezca algo cerca, pero éste al menos es bonito cuando le da el viento y cruje como el mástil de un barco antiguo. Sus manos parecen raíces y las apoya en la empuñadura del bastón. Las voces y las opiniones salen por la puerta y se pierden como borrachos en la opaca noche.
Aunque antes nos gustaría aclarar algo. Hace menos de un minuto hemos dicho que la mujer del hermano de Lino era puta. Puta era y no se nos ocurre mejor nombre. La puta más solicitada del club Alegrías, a la entrada de Villar.
El club es una casita de dos plantas junto a un tramo abandonado de la antigua carretera nacional que dejó de ser útil cuando hicieron la autovía. De color azul, con el marco de ladrillo de las tres ventanas que dan al frente pintado de blanco. Un neón también azul divide la fachada en dos plantas. Lo más llamativo del club Alegrías es un potente foco que apunta al cielo y que puso el último dueño, más joven y moderno que los anteriores. Este foco se ve a kilómetros de distancia. Cuando está nublado, proyecta contra las nubes un círculo blanco; y cuando está brumoso, un haz claro. Tiene un motor que varía su posición cada cierto tiempo. Desde lejos parece un faro en medio de la montaña. Un faro que advierte de dónde están las costas de la tristeza, de en qué isla están las sirenas que no cantan. Porque probablemente sea una de las visiones más deprimentes del mundo, casi tanto como la música pachanguera de unos coches de choque desiertos un lunes al oscurecer o el cuadrado de luz blanca del neón de una caseta de tiro sin clientes en un descampado; como la jaula del león famélico en un circo muy pequeño, con el toldo sucio y desteñido, en el parking del hotel Oscos; como el hijo de Enrique, el que era tan guapo y listo, y que quedó loco de tanto leer libros, paseando por el camino del río como un niño de la mano de su abuela, cayéndole la saliva por la comisura de los labios, sus ojos en otro tiempo tan luminosos enterrados en su rostro gordo e hinchado por la medicación.
Mejor que en su pueblo en Santo Domingo, un pudridero de mosquitos, selva y calor llamado Sabana Yegua, sin duda estaba. Aquí era la reina sólo por ser de allí. Ella esperaba que su novio la retirara algún día, pero la verdad es que parecía ser ella la que lo estaba retirando a él. Quererlo, no lo quería; aunque él sabía prometer tantas cosas que su cabeza daba vueltas y siempre la engañaba. Pero ahora ya no podría engañarla más. No. Aún era joven, la próxima vez sabría escoger mejor. No tiene nada de raro. Ella quiere una casa y no trabajar y algo de dinero y que la cuiden bien. Ellos son feos y brutos, pero no suelen tener maldad y sí algo de dinero y sólo quieren que los traten bien, que les hagan la comida y les laven la ropa y no esperan que ninguna se enamore de ellos, sólo que los cuiden un poco y no se acuesten con otros. No tiene nada de raro. Si Lena, la Rusa, lo consiguió con Nachón, que además de veterinario es un buen hombre, por qué ella no. Si Princila, la cubana, pilló al de Piensos Cabruñana, que la trata como a una reina, por qué ella no. Si Macaria, que encima es casi vecina, de Sabana Plana, se casó con Andrés, el camionero, ella también puede. Sólo debe tener ojo y no dejarse engañar por cualquiera que lleve corbata, tenga una sonrisa bonita y la invite a una botella de champán barata. Aún es joven y tarde o temprano vendrá el granjero azul que la lleve consigo en su tractor hasta el castillo. Pero qué hace ahora con las promesas, dónde mete tantas palabras, qué desmaquillante utiliza para quitarse la sonrisa sin dañar la piel, con qué perfume a granel tapará el fuerte olor a viuda que hace que nadie se quiera ni acercar. Tal vez tenga que volver a marcharse. Puede que en otra isla haya mejores náufragos. Pero bueno, dejémosla allí, acodada en la barra, ni tres días de luto se ha podido permitir.
Lino, como todos los niños, volvía a nacer con cada amanecer. Así que llegó el día y trajo la luz y espantó los temores. No sabemos qué pudo hacer ese primer día. Tampoco sabemos muy bien en qué ocupó su tiempo durante la semana que allí vivió. Lino, como todos los árboles, no hace ruido al caer en medio del bosque si no estamos nosotros para contarlo. Pero, aunque no lo veamos caer, podemos encontrar su tronco podrido, sus ramas rotas, al menos el agujero, el claro en el follaje, sus restos. Por lo tanto, sabemos que sacó partido de su hacha nueva y troceó un mueble aparador carcomido, una mesa coja y un buen trozo de entarimado hundido del segundo piso, entre muchas otras cosas. Demasiada leña, en realidad, como si tuviera pensado quedarse allí varios meses, el muy inocente. Aunque seguramente también lo hizo por estar ocupado, por aquello que le enseñó el señor cura de que «en manos ocupadas no entra el Diablo». También desbrozó un poco de maleza y abrió un sendero oculto entre la espesura, como el de los animales que bajan a beber al río. Entró en las otras casas y recolectó lo que todavía podía tener algo de utilidad: una hoz partida, dos cuchillos de latón de una desaparecida y miserable vajilla, un cubo de plástico, un taburete. Y sobre todo, en un cajón de la casa donde vivía, encontró dos fotos en blanco y negro prácticamente veladas por los años. En una podía adivinarse a una niña con dos grandes trenzas, madreñas y mandil junto a una gran vaca enyugada. El rostro es un borrón de luz donde se adivinan los puntos de los ojos. La otra era una foto de grupo. Treinta personas posan alrededor de un gaitero y un carnero de grandes y retorcidos cuernos. Casi todos son niños. Sin duda el carnero era parte de la rifa de las fiestas del pueblo, fuera este el que fuera. El prado es un barrizal después de varios días de lluvia y romería, y se adivina que muchos de los niños están manchados hasta las rodillas. Tampoco en este caso se distinguen los rostros, pero encima de uno de los pocos que no llevan boina hay una cruz pintada a lápiz, distinguiéndolo de todos. Sólo por esto, a Marcelino le mereció la pena tan largo viaje, pues desde el principio tuvo claro que tanto la niña de las trenzas como la señalada no eran otras que su madre. Guardó las fotografías envueltas en un pañuelo, en la caja de metal, junto con sus demás tesoros.
Poco más sabemos. Pero sin duda tuvo tiempo de pensar. Jamás había estado tan ocioso. Toda su vida, desde que aprendió a caminar, había sido una suma de trabajos y esfuerzos, primero por orden de su padre, después para dar de comer a su hermano, por último para sí mismo y porque ya no sabía no hacer.
Ordeñar, segar, alimentar, pelar, cortar, talar, trocear, reparar, repartir, injertar, recolectar, sembrar, luchar, germinar, podar, machacar, exprimir, embotellar, encorchar, conservar, arar, revocar, airear, secar, amontonar, capar, preñar, desplumar, destripar, desangrar, chorizar, secar, deshidratar, curar, desmenuzar, almacenar, enterrar, empacar, salar, adobar, prensar, quemar, escavar, matar, parir, tirar, subir, derrumbar, agujerear, retejar, serrar, trabajar, trabajar, trabajar.
En manos ocupadas no entra el Diablo. Pues el Diablo debió de tener por una vez muy poca oposición. Por mucho que quisiera, no había otra cosa que hacer que esperar y observar. Dejar que los pensamientos vinieran, dieran un paseo mirando de reojo y se fueran. Tener cuidado de que los recuerdos no mordieran, pues es bien sabido que son como los perros dóberman, y con los años, algunos se vuelven locos y atacan a sus amos. De momento, el pensamiento de Marcelino es como el de un niño que está aprendiendo a deletrear. Un jubilado de la construcción mirando las obras sin poder actuar. Un marinero mareado en tierra. Unas piernas torcidas, deformadas de tanto cabalgar.
«Aunque todos los árboles están enamorados del Sol, hijo mío, el Roble es el que más lo ama. Así que el Roble hizo crecer sus ramas durante cientos de años hasta que pudo abrazarlo. El Sol, que también estaba enamorado del Roble, apagó su fuego para no quemarlo.
»De ese abrazo, surgió la Noche.
»Pero el Sol y Roble se abrazaron durante tanto tiempo que comenzó a hacer frío y las alimañas salieron de las sombras y conquistaron la tierra, el grano con el que hacer el pan se echó a perder, las flores del manzano no se convirtieron en manzanas y la hierba se recostó a dormir esperando su muerte.
»Por fortuna, el Sol se quedó embarazado del Roble y, a los veintiocho días, parió a la Luna, que espantó a las alimañas e iluminó el camino de los perdidos.
»El Roble quería acariciar a su hermosa hija, así que dejó de abrazar al Sol y extendió una rama para tocar su blanco rostro. El Sol se sintió ofendido y traicionado y envidió tanto la serena belleza de la Luna que ardió con todas sus fuerzas para espantarla, quemando sin querer las ramas del Roble. Éste, que ya era anciano, no pudo volver a crecer lo suficiente. Desde entonces, los contempla triste y enamorado.
»El Sol es muy orgulloso y culpó a la Luna de su desgracia: todos los días arde con fuerza para que nadie pueda admirar su belleza. Pero arde con tanta fuerza que siempre termina agotado y se queda dormido. Entonces, la Luna aprovecha para salir un rato de su escondite tras los montes y sonreír a su padre.
Los vaqueiros son un pueblo que vive en las montañas del occidente de Asturias, famoso por tener un folclore y unas costumbres muy particulares. Dedicadas desde época antigua a la ganadería de vacas, con los primeros calores las familias se iban a vivir a los puertos de montaña más altos con su ganado, donde permanecían hasta que el frío y la nieve los obligaban a ir a montañas más cercanas a la costa y, por lo tanto, más bajas. Además, como grupo étnico prácticamente no se han mezclado más que entre ellos. Ésta es la razón de que abunden los pelirrojos, de piel clara y pecosa. Son repudiados por la gran mayoría de la población y por los campesinos, que llegaron a decir que eran una raza de locos.
Hay una canción vaqueira que dice así: «El señor cura non baila | porque diz que tien corona | baile baile señor cura | que Dios todo lo perdona».
Es la única canción que Lino logró aprender en toda su vida; le prestaba mucho y le dolía más, las dos cosas a la vez.
Le gustaba su madre en la romería de San Antolín, sonriente, con un vestido de florecillas—no el mandil negro y sucio que llevaba a diario—y la pandereta en la mano, cantando con voz nasal, primitiva, átona, ancestral, como ha de cantarse esta canción, como la cantan los espíritus, junto con otras vecinas. Estaban todas sentadas sobre un gran mantel de cuadros rojos y blancos extendido en el prado junto a la iglesia. Ésta era pequeña, chata, apenas una planta cuadrada de gruesas paredes de piedr...

Índice

  1. PRIMER CANTAR. LA MATANZA
  2. SEGUNDO CANTAR. LOS GUSANOS
  3. TERCER CANTAR. EL MACHO CABRÍO
  4. ©