La conducta del sátrapa
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La conducta del sátrapa

  1. 230 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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La conducta del sátrapa

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Un país punzante, apasionado y deteriorado, vacío de esperanzas y lleno de desesperación, de nostalgias del pasado y angustias del presente, de codicias y egoísmos, ese es el universo de Argaria.Una tierra donde conviven personajes reales e imaginarios que se agitan, se oponen, se funden, se desencuentran o sencillamente desaparecen. Un mundo marcado por la ambición desmesurada y sumido en la mediocridad que navega sin rumbo hacia donde el lector lo acompañe.

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Información

Año
2020
ISBN
9788418307829
Categoría
Literature
© Derechos de edición reservados.
Letrame Editorial.
www.Letrame.com

© Pedro Navarro Esteban

Diseño de edición: Letrame Editorial.

ISBN: 978-84-18307-82-9

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

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A mis padres
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PRIMERA PARTE
CAPÍTULO 1
Las luces de las linternas serpenteaban en lo alto del páramo en medio de la oscuridad. Cuatro hombres ataviados con equipos de montaña bajaban con esfuerzo por el estrecho desfiladero hasta La Hondonada del Cojo. El terreno escarpado y pedregoso no era fácil de franquear durante el día y por la noche se tornaba aún más peligroso incluso para rastreadores expertos. En medio de la cerrada y helada noche, el más joven de los radiestesistas se preguntaba cómo era posible que un cojo pudiera bajar por semejante sendero; «esto es un camino de cabras», pensó. El intenso frío de las montañas hacía mella en los técnicos que esperaban ansiosamente llegar al punto de búsqueda e iniciar la prospección. La voz del brigadista jefe, señalando que al fondo del desfiladero debía de estar el parámetro indicado, produjo un cierto alivio, ya que entonces podrían disfrutar de una taza de café caliente. Al llegar a la hondonada, donde crecían albaidares y romerales, dejaron caer sus equipos al suelo con expresión de abatimiento encima de los matojos. Enseguida, el más veterano de los brigadistas sacó una vieja petaca del bolsillo de la guerrera, desenroscó el tapón, y le dio un trago interminable. «Ron de caña de quince años de estraperlo para las frías noches de servicio», pensó. Lo ofreció al resto de la expedición, pero ninguno aceptó. Comenzaron a sacar las tazas para el café cuando escucharon un extraño ruido. Un mochuelo común de enormes ojos amarillentos, que había anidado en el talud de la rambla, detectó la presencia de los técnicos y los recibió con su estremecedor maullido. Con una sincronización perfecta, estos se giraron hacia el lugar de donde provenía el desgarrador sonido y apuntaron sus linternas en la dirección correcta. El ave emprendió el vuelo en cuanto se sintió amenazada por los focos de las linternas, provocando una eléctrica sacudida entre los técnicos. El más joven de los radiestesistas sintió cómo un escalofrío atravesaba su cuerpo de la cabeza a los pies obligándolo a dar un paso hacia atrás. En ese momento una voz rompió el silencio.
—Mal augurio que nos hayamos encontrado con un mochuelo —dijo el hombre con cara de quijada de asno.
—¡No hagáis caso, joder!—interpuso el jefe de la brigada—. Me he encontrado con unos cuantos de esos y jamás ha pasado nada.
—Pues me ha dado un susto de muerte —añadió el radiestesista más joven.
—Claro, es normal —explicó el veterano—, el maullido del mochuelo suele relacionarse con la muerte.
—¿La muerte? —preguntó el rubio.
—Sí, con la muerte, pero son leyendas y creencias de las personas mayores que viven en el campo y a las que no hay que hacer caso. Piensan que cuando se escucha el maullido de un mochuelo algo malo va a ocurrir, generalmente la muerte de alguno de los que lo han presenciado. A veces se confunden con los maullidos de los gatos, así que a la mierda con esas tonterías.
El jefe de la brigada zanjó el asunto y animó a todo el equipo a comenzar la observación después de que se hubieran calentado con una taza de café. Mientras el radiestesista más joven preparaba el termo y las tazas para servir el café, el resto de la brigada inspeccionaba el terreno apuntando sus linternas en todas direcciones con precisión matemática. El hombre más veterano y jefe de la brigada tomó aliento, sacó la brújula y la alumbró con la linterna. Con manos temblorosas, comprobó tres veces las coordenadas del punto en el que se encontraban, consultando un pequeño trozo de papel que llevaba dentro de un cuaderno que portaba en el bolsillo de la pernera del pantalón. Solo entonces, apagó, aliviado, el pequeño dispositivo.
—Señores, hemos llegado. Este es el lugar que andamos buscando.
—Pues menos mal, jefe, ya empezábamos a pensar que nos habíamos perdido. Llevábamos más de treinta minutos dando vueltas por el mismo acantilado —se atrevió a decir uno de los técnicos.
—De eso ni hablar, jovencito, yo no me pierdo nunca. Y ahora que tenemos tantos aparatos para orientarnos, incluso en la oscuridad de la noche, menos todavía. Vamos a empezar de una vez, tengo ganas de volver a casa.
El jefe de la brigada se giró sobre sí mismo con aire juvenil y con la punta del pie empezó a dibujar una especie de mapa sobre el terreno donde comenzar a realizar la búsqueda. Dado que se trataba de un suelo rocoso, resultaba complicado que los trazos pudieran reflejar algo concreto y con sentido, pero con un empeño innecesario continuó punzando el suelo con la punta de la bota hasta dar el plano por concluido. Los auxiliares apuntaban con sus linternas aquel plano que yacía en el suelo, carente de toda lógica cartográfica. Poco a poco fueron advirtiendo el tono misterioso con el que el jefe de la brigada estaba llevando la situación desde que salieron de la base. Se miraron mutuamente durante unos segundos sin encontrar respuesta a aquel comportamiento. El radiestesista jefe no había soltado palabra sobre la misión que llevaban a cabo en todo el trayecto, a diferencia de las largas conversaciones que mantenía con su equipo durante los viajes. Lo habitual era que comentara los detalles de la prospección a realizar para así ganar tiempo a su llegada. Lo escarpado del paraje no se parecía en nada a ninguno de los que habían inspeccionado en otras ocasiones, y él no daba muestras de estar convencido de estar en el lugar previsto. Parecía canturrear una melodía para sí mismo cuando, con un mínimo gesto y una leve mirada hacia su segundo, ordenó que este se pusiera manos a la obra. El hombre con cara de quijada de asno resopló mientras iba preparando el material. Sacó de la mochila las cajas metálicas donde se guardaban los instrumentos de búsqueda. En cuclillas, miraba de reojo al viejo dar vueltas por la vaguada examinando fijamente el suelo. Una leve sonrisa de desconfianza marcaba aún más su osamenta animal al tiempo que lo seguía con la vista de un lado a otro. Sacó de la mochila una cantimplora y bebió agua de ella. Cuando acabó el trago, alargó el brazo hacia sus compañeros ofreciéndosela. El rubio se acercó hacia el hombre con cara de quijada de asno mientras que el radiestesista más joven negó con la cabeza.
—Jefe, ¿seguro que es aquí? Esto no parece un sitio muy apropiado —dijo mientras se secaba la boca con el puño de la guerrera. El jefe de la brigada siguió dando vueltas en derredor haciendo caso omiso d...

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  1. CAPÍTULO 1