Ni civilización ni barbarie
«Dos excesos: excluir la razón,
no admitir sino la razón.»
Blaise Pascal
Llamar «nazis» a los independentistas ha dejado de ser monopolio del tea party español. Hasta un ilustre profesor de las letras catalanas como Jordi Llovet se apuntó al carro desde su tribuna en El País, con un artículo titulado «Estètica i poder», donde acusaba al gobierno catalán de recurrir a tácticas propagandísticas propias de los regímenes totalitarios. La tesis es conocida: el catalanismo estaría reeditando la estética monumentalista del III Reich. La sobreexposición de ciertos elementos estéticos ambiciona fascinar al ciudadano, avivar las llamas de su corazón: grandes desfiles, estandartes, señeras, insignias y solemnes colgaduras. A todos estos elementos, que el proceso soberanista compartiría con la propaganda totalitaria, ya fuese nazi o norcoreana, Llovet le sumaba algunos elementos que ya no podían contarse entre los proverbiales tics de la cultura de masas: tazas de café, pendientes, seca-manos y camisetas con símbolos independentistas. La sorprendente enumeración terminaba con Llovet diciendo que el lector ya sabría a qué se refería.
¡Claro que el lector lo sabía! La explosión que ha supuesto el movimiento soberanista ha ido aparejada desde el principio a otro boom, el de una industria variopinta destinada a imprimir una estelada a cualquier producto que fuese vendible. Las cuatro barras, el año 1714 o cualquier otra enseña remotamente independentista son ahora el valor añadido por excelencia: camisetas, pantalones, chaquetas, tangas, bufandas, pegatinas, pines, relojes, colgantes, zapatos, pulseras, cervezas, vino, tabaco, encendedores, bares, restaurantes, complementos para la casa, fundas de móvil, fundas para cascos de moto, fundas para el pasaporte, condones, pastillas de chocolate contra el virus de la Puta y la Ramoneta, pastillas de chocolate para cuando Albert Rivera dice «mejor unidos», agendas, bolígrafos, estuches, calendarios, gorras, delantales, tazas de café, corbatas...
Que la oferta es abrumadora lo pude comprobar yo mismo, en octubre de 2013, cuando decidí visitar Estelània, una feria independentista itinerante, aprovechando que pasaba por Figueres. Había visto algún anuncio por internet, y el evento prometía ser un auténtico freak show del catalanismo, así que decidí ir a echar un ojo. Me intrigaba saber quién era el target de todo ese merchandising independentista, dado que desde la manifestación del 11 de septiembre de 2012 corrían algunas teorías que reducían el movimiento a una moda pasajera, etiquetándola como «catalanismo efervescente». A favor de esta interpretación estaba el carácter turístico que aparentaba tener la protesta, avivada por la lógica instagramer: no fotografiar algo por ser interesante sino hacer algo interesante para poderlo fotografiar. Un selfie en la revolución y otro en la Sagrada Familia.
A medio camino entre el mercadillo de segunda mano y un salón de moda low cost, Estelània era poco más que una feria ordinaria. Contaba con un programa de actos para amenizar la jornada: desde danzas populares propias del Empordà —con un aquelarre kitsch llamado «xirimirimi»— hasta la encendida popular de una estelada gigante compuesta por velitas de colores. Efectivamente, la oferta comercial hacía honor al nombre de la feria, ya que la característica definitoria de todos los productos era la quatribarrada. Recuerdo que cuando salieron a la venta las camisetas de la Via Catalana, algunas malas lenguas aseguraron que esa ropa taaaan independentista era made in China. La noticia se desmintió, por supuesto, pero para el caso nos vale: todo lo que había en Estelània bien podría haber sido fabricado en la China o en Taiwán. No se trataba de un evento folklórico al uso, destinado a los productes de la terra y a fomentar el comercio de proximidad. Lo que importaba era el logo: la estelada.
Al menos en su edición en Figueres, la feria fue especialmente decadente. El poco público que acudió a la cita eran jubilados, los mismos que habitualmente se sientan en los bancos de la Rambla que ahora Estelània les había arrebatado. La música ambiente, que saltaba del pop catalán al indie catalán, estaba irracionalmente alta y suficientemente distorsionada como para volver indistinguibles las canciones de Manel de las de Los Pets. Lo que a priori debía ser una jornada reivindicativa, más bien parecía un entierro: ¡hasta podías encender un cirio! Hastiado tras haber dado un par de vueltas al ruedo, yo mismo estaba a punto de comprar una camiseta cuyo dibujo puede darnos una idea aproximada del delirio simbólico que allí reinaba: un Cristóbal Colón, representado en estética cómic, desembarcando en América con una estelada en la mano. Milagrosamente, antes de que cometiera la estupidez de pagar veinte euros por ella, alguien gritó mi nombre.
Se trababa de un conocido de mi familia, un hombre que había venido a vivir a Sant Miquel hacía unos pocos años. Por aquel entonces él estaba formando o había formado una sección de la ANC en el pueblo. Era lo que podríamos llamar un catalanista de los de toda la vida, cuya ideología soy incapaz de concretar con más precisión. Estuvimos hablando un buen rato, sobre todo él, básicamente criticando el tipo de celebración que constituía Estelània: cuatro aprovechados, decía, que aspiraban a llenarse la cartera ondeando la bandera. Su discurso se volvía reaccionario por momentos, y lo mismo me acusaba de ser un cobarde por no querer sumarme a su proyecto asambleario, como azotaba el nuevo independentismo por ser naíf: «¡Van a ver todos esos catalanets de los pines y los calzoncillos cuando España saque los tanques a la calle! ¡Verás como al sentir un disparo todos esos independentistas recién salidos del armario serán los primeros en quemar sus VamCats!». Y así todo el rato.
Su catalanismo, beligerante y esencialista —catalanes versus falsos catalanes—, afrentado por la parafernalia de complementos y souvenirs, da buena prueba de la tesis que aquí estoy defendiendo: el independentismo hegemónico no es la radicalización del núcleo duro del pujolismo, ni tampoco la eclosión popular del independentismo histórico. Que se trata de un sentimiento sustancialmente nuevo, se huele a metros de distancia, tanto que para algunos se trata más de peste que de olor. Sin embargo, cuesta creer que constituya una simple moda: el compromiso, la duración y la repercusión social del movimiento han llegado a unos extremos que difícilmente podrían calificarse como mera pose. Si el nuevo independentismo se confundía con una moda, esto se debía al carácter cualitativamente nuevo del movimiento social, que respondía a una lógica hasta ahora inédita.
De hecho, basta con volver al artículo de Llovet para comprobar que se trata de algo visiblemente distinto: su enumeración de los elementos característicos del fanatismo totalitario pasa, sin solución de continuidad, de las colgaduras y los desfiles militares a las tazas de café y los seca-manos. El salto es importante, y estamos tentados de imaginar a Hitler comprando condones marca La Esvástica Incorruptible o a Mussolini promocionando las «pastillas de chocolate para ser un auténtico fascista». La lógica del merchandising, por más que implique una invasión sofocante de banderas nacionales, es radicalmente contraria a la lógica monumental del nacionalismo romántico: la patria pierde aquí el aura de sacralidad que justificaba un amor devoto y entregado, la idolatría irracional que tantas veces se asocia con el catalanismo. La estelada —y con ella la nación catalana— se vuelve un objeto volátil, adaptable y consumible. Cataluña, reducida a un icono y estampada en un delantal, deja de ser un asunto divino —ancestro primordial que bombea la sangre de la nación— para convertirse en una marca comercial.