Rumbo a Tartaria
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Rumbo a Tartaria

Un viaje por los Balcanes, Oriente Próximo y el Cáucaso

  1. 476 páginas
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Rumbo a Tartaria

Un viaje por los Balcanes, Oriente Próximo y el Cáucaso

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Información del libro

'Rumbo a Tartaria' es un clásico contemporáneo de la literatura de viajes, una ruta inolvidable por una de las regiones más fascinantes y volátiles de la tierra de la mano de Robert D. Kaplan, que en este libro construye un verdadero atlas político.Desde Hungría y Rumanía a las lejanas costas del mar Caspio, el viaje de Kaplan recorre Turquía, Siria e Israel para pasar a la turbulenta zona del Cáucaso, desde la ciudad de Baku hasta los desiertos de Turkmenistán y Armenia. Por el camino, las increíbles historias de personajes inolvidables iluminan la trágica historia de esta región que es la nueva frontera entre oriente y occidente y que con los conflictos de Siria y Ucrania vuelve a estar de plena actualidad.Como bien decía Román Piña en El Cultural: "hace décadas que deambula por las regiones menos transitadas del planeta, de modo que hay que dar crédito a sus diagnósticos, tras los cuales hay un profundo conocimiento de la Historia y un trabajo ímprobo de observador y viajero."

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Información

Año
2017
ISBN
9788494596902
Edición
1
Categoría
History
Categoría
World History

SEGUNDA PARTE

TURQUÍA Y LA GRAN SIRIA

11.

EL «ESTADO PROFUNDO»

La İstiklal Caddesi de Estambul estaba abarrotada de compradores. Había pocos asientos libres en la hilera de ruidosos restaurantes de comida rápida que servían carne a la parrilla y postres empalagosos, todos ellos con comedores en el segundo y el tercer piso. En todas las esquinas había gente haciendo cola ante los cajeros automáticos. En los escaparates de las tiendas, profusamente iluminados, se exhibían artículos de lujo, desde higos frescos hasta diamantes. En un pabellón art nouveau, las tiendas vendían discos compactos, mientras sonaba el ritmo melodramático de la música popular turca. De un restaurante próximo me llegó el olor de castañas asadas y pescado frito. Al lado de quioscos que vendían amuletos para protegerse contra el «mal de ojo», se veían cafés-librería con montones de revistas literarias.
No obstante, lo que terminó por asombrarme fueron las tiendas, exquisitamente surtidas de objetos de arte y antigüedades, cada una de ellas con una amalgama de tesoros perfectamente ordenados —litografías, alfombras, lámparas, libros bellamente encuadernados, etc.—, como si el dueño hubiera pasado parte de su vida colocando cada uno de los objetos. Las tiendas de antigüedades de Bucarest, Sofía y Plovdiv tardarían años en alcanzar este armonioso lujo. Compré un simit (una rosca de pan con olorosas semillas de sésamo) y me hice limpiar los zapatos por un hombre que guardaba sus cepillos y betunes en una magnífica caja de latón repujado, adornada con cúpulas en forma de turbante. El rito duró casi diez minutos. En Turquía se han conservado intactas tradiciones triviales pero minuciosas como cocer pan y cuidar el calzado —tareas que constituían la base de la cultura—, lo que ha permitido a los turcos disfrutar de los beneficios del materialismo global sin perder su identidad. Para mí, el dinamismo de Turquía —la economía estaba creciendo un 7 por ciento al año— subrayaba el daño causado a los Balcanes por el comunismo.
En 1993, cuando visité por última vez Estambul, la ciudad tenía una población de 10 millones de habitantes. En 1998 tenía 12, en una nación de 68 millones de habitantes. Las masas de compradores eran tan variadas como los artículos que se vendían. Hombres barbudos y mujeres con pañuelos en la cabeza proclamaban su fe, a pesar de que también iban cargados con bolsas de la compra en medio de una multitud que incluía a otros hombres y mujeres en ajustados tejanos y elegantes capas, que visitaban los cafés-librería y las boutiques. La islamización era simplemente uno de los aspectos de una sociedad cuya complejidad crecía a una velocidad vertiginosa. Como Egipto, Irán e India, Turquía te absorbe con la inmensa profundidad de su civilización y sus problemas, como si el mundo que se halla más allá de sus fronteras no fuera del todo real.
Desde İstiklal Caddesi bajé hasta el Cuerno de Oro, crucé a pie el puente Galata y volví a la estación de ferrocarril. Allí tomé el transbordador al norte del Bósforo, hasta el pueblecito costero de Yeniköy, en la orilla europea del estrecho. Cuando el sol descendió sobre las aguas, percibí con emoción el olor a gasolina, agua salada y tabaco fuerte, una mezcla mágica. En el momento en que llegué al piso de mi amiga, la escritora y socióloga Nilüfer Göle, se había producido un corte en el suministro eléctrico a causa de una tormenta. En su sala de estar iluminada con velas y abarrotada de alfombras, libros de arte y espejos ahumados con marcos dorados, donde las cortinas del balcón oscilaban con las ráfagas de viento que llegaban del Bósforo, Nilüfer se refirió a los militares como otro grupo de presión civil en una sociedad con fuertes vínculos asociativos.
—Los militares son exactamente igual que las organizaciones de abogados y de mujeres —me dijo—. Utilizan los medios de comunicación y dan órdenes a los políticos. Pero a medida que el país se hace más democrático y complejo, los militares se van asustando. Reaccionan de manera desproporcionada ante la presencia de fuerzas sociales de carácter global que escapan a su control.
Más tarde, Nilüfer y yo nos dirigimos por carretera a Tarabya, donde nos reunimos con su marido, Asaf, en un restaurante marinero. Yates y veleros abarrotaban el puerto iluminado por la luna. El restaurante estaba lleno de turcos acaudalados con teléfonos móviles que me recordaban los latinos ricos que se ven en los locales más elegantes de California: unos y otros, miembros de una civilización global.
Un camarero vino a decir a Nilüfer que su coche había recibido un golpe. Nilüfer salió, y un policía la reprendió por no tener un documento del seguro. Ella le censuró por culparla cuando en realidad era la víctima. «¿Por qué no sale usted de su coche y deja de limpiarse los dientes?», le dijo Nilüfer al agente de policía, el cual rápidamente se disculpó, lo mismo que el conductor del otro coche. En menos de un minuto el asunto quedó resuelto. Los sobornos estaban descartados. Esto era Turquía, donde las crisis se resolvían casi instantáneamente en compromisos, para consternación de los corresponsales extranjeros.
Intrigas y crisis crónicas contenidas por un equilibrio subyacente han caracterizado la historia de Constantinopla, ahora Estambul, durante dos milenios. Por muy intenso que fuera ahí el drama político, los países en torno a Constantinopla eran generalmente más débiles y menos estables. En las postrimerías del siglo XX, a pesar de una disputa entre secularistas e islamistas y un persistente levantamiento kurdo en el sureste del país que había costado casi cuarenta mil vidas desde 1984, Turquía representa la dinastía gubernamental más estable en la historia del mundo, pues el ejército turco puede localizar las raíces de su poder en la Roma imperial.
En el siglo IV, cuando el Imperio romano se dividió en dos partes, la occidental y la oriental, Constantinopla pasó a ser la capital de esta última. Un siglo después, el Imperio de Occidente fue invadido por los visigodos, y los griegos bizantinos de Constantinopla pasaron a ser los únicos herederos de la Roma imperial. Después, los emperadores bizantinos se sucedieron unos a otros por espacio de mil años, hasta que los turcos otomanos conquistaron Constantinopla en 1453. Pero la victoria otomana no fue sino el punto final de un proceso de migración e infiltración cultural, ya que, previamente, nómadas turcos de Asia central habían llegado a Asia Menor y habían mezclado la cultura bizantina con la suya. Los sultanes otomanos, con su avanzado sistema cortesano y su dependencia de los eunucos, fueron de hecho emperadores bizantinos modernos, cuyas mezquitas imitaban el estilo arquitectónico de las primitivas iglesias bizantinas. Estos sultanes gobernaron durante más de cuatrocientos cincuenta años, hasta el hundimiento final de su imperio en la Primera Guerra Mundial. El historiador inglés Arnold Toynbee dijo que el sultanato otomano era «verdaderamente el... resurgimiento del Imperio romano en el Oriente Próximo y el Oriente Medio».[46]
La República turca de Kemal Atatürk, que sucedió al sultanato otomano después de la Primera Guerra Mundial, fue una creación de los militares: la única institución superviviente del Estado otomano y el núcleo de su elite. En el Imperio otomano, el Estado y los militares han sido inseparables. Los jenízaros — soldados profesionales de infantería— eran «esclavos del sultán». Atatürk, héroe de guerra otomano que había comandado las tropas turcas que derrotaron a las fuerzas aliadas en Galípolis, en 1915, gobernó Turquía como un dictador militar benevolente. Después de la Segunda Guerra Mundial se inició un experimento democrático todavía en curso en el que no han faltado intervenciones militares periódicas.
En 1960, los militares llevaron a cabo un golpe tradicional contra el gobierno civil y ejecutaron al primer ministro, Adnan Menderes, en un juicio-espectáculo en el que se le acusó de corrupción y conspiración con islamistas. Desde entonces, los militares han tratado de comportarse de manera más sutil. En 1971 el creciente terrorismo condujo a un «golpe por memorándum», que obligó a dimitir al primer ministro Süleyman Demirel. Los militares le sustituyeron por civiles que no estaban afiliados a ninguno de los partidos políticos existentes.[47] En 1980, la exacerbación del terrorismo y la amenaza de guerra civil entre grupos guerrilleros de derecha e izquierda provocaron una intervención militar en la que, una vez más, se mantuvo la estructura del gobierno civil.
Turgut Özal, primer ministro de Turquía de 1983 a 1989 y luego presidente hasta su muerte en 1993, fue el primer líder civil que diseñó una audaz línea política sin el consentimiento de los militares. Privatizó la economía estatal, creando una clase media empresarial compuesta principalmente por musulmanes practicantes. Aunque esto molestó a los militares, la victoria de Occidente en la guerra fría y su consiguiente insistencia en apoyar sólo a los regímenes democráticos desalentaron a los militares, que no dieron más golpes de Estado.
Pero en vez de llevar a Turquía una democracia de corte occidental, la oposición de Washington a los golpes de Estado militares en este país miembro de la OTAN ha tenido el paradójico resultado de permitir que esos mismos militares desempeñen un papel más importante y más permanente en el gobierno. Los golpes de Estado, como las guerras, constituyen límites: tienen un principio y un fin. En el pasado, cuando un general turco anunciaba un golpe de Estado, también prometía convocar elecciones y la retirada del ejército a los cuarteles después de un período establecido. Ahora, el papel de los militares es más insidioso y tiene más probabilidades de convertirse en una presencia permanente en la política turca.
Los turcos con los que hablé utilizaban diferentes nombres para lo que había ocurrido: «un golpe blando», «un golpe de bajá», «un golpe a través de los medios de comunicación» y «primer golpe posmoderno de la historia», en el que «el Estado profundo» afloraba para hacerse una vez más con el control del Estado «oficial pero superficial».
Todas las descripciones eran exactas. Éstos son los hechos:
En 1996, Necmettin Erbakan se convirtió en el primer ministro islamista de Turquía después de que unas elecciones dividieran a los partidos tradicionales. Erbakan formó un gobierno en minoría e inmediatamente firmó acuerdos con Libia e Irán, incluso cuando los militares turcos reforzaron sus lazos con Israel. Estaba en marcha la lucha por el poder. A principios de 1997, el Consejo de Seguridad Nacional de Turquía, controlado por los militares, intimidó al ya débil gobierno de Erbakan y le hizo firmar una serie de leyes que, efectivamente, condujeron al cierre de muchos negocios del propio Erbakan. Tanto los militares como la mayoría de los turcos de clase media estaban indignados por las visitas que Erbakan hizo a Irán y Libia después de ocupar el cargo, por el establecimiento de un sistema escolar religioso para eliminar a los islamistas violentos, por los planes para construir mezquitas en la plaza Taksim de Estambul y cerca de la residencia presidencial en Ankara, por la infiltración de religiosos en las administraciones civil y provincial, y por la presencia de islamistas en los banquetes de Estado. Después de todo, Erbakan había sido elegido únicamente con el 22 por ciento de los votos y sólo logró formar gobierno gracias a lo que muchos consideraron un repudiable pacto con otro partido, mediante el cual se comprometía a no perseguir judicialmente a un primer ministro anterior por presunta corrupción. Los artículos de la prensa reflejaban el malestar de la opinión pública por las audaces medidas de Erbakan, y aumentó la presión sobre los militares para que hicieran algo. En una población situada cerca de Ankara, controlada por el partido de Erbakan, se proclamó una «noche de Jerusalén», en la que Yasir Arafat fue denunciado por venderse a los israelíes y el embajador de Irán en Turquía, huésped de honor, llamó a los jóvenes turcos a tomar las armas contra Israel y Estados Unidos. Mientras tanto, una encuesta realizada en todo el país ponía de manifiesto que el 60 por ciento de los turcos se oponía al gobierno de Erbakan y el 30 por ciento quería que se le obligara a abandonar el cargo utilizando los medios que fueran necesarios. Para los turcos, que definen el secularismo no como una oposición al islam sino como la separación de la Iglesia y el ...

Índice

  1. CUBIERTA
  2. PORTADA
  3. ÍNDICE
  4. DEDICATORIA
  5. CITAS
  6. MAPAS
  7. NOTA DEL AUTOR
  8. PRIMERA PARTE. LOS BALCANES
  9. SEGUNDA PARTE. TURQUÍA Y LA GRAN SIRIA
  10. TERCERA PARTE. EL CÁUCASO Y TARTARIA
  11. EPÍLOGO. HAYASTÁN
  12. AGRADECIMIENTOS
  13. NOTAS
  14. CRÉDITOS
  15. COLOFÓN