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COLONIZACIÓN E INDIANIZACIÓN EN EL MÉXICO LIBERAL: EL CASO DE LUIS ALVA
México ocupa un lugar central en este momento posmulticulturalista de reflexión sobre las teorías, las prácticas y los legados de la raza, en el que reinan las identidades híbridas (y su crítica). La raza cósmica, de José Vasconcelos, ensayo escrito en 1925 y citado aún copiosamente como un intento pionero por pensar más allá de la raza, es tan sólo el ejemplo más espectacular. El estilizado mestizaje de Vasconcelos —que prometía el fin de la raza mediante la mezcla racial universal—, junto con el giro posrevolucionario del país hacia un discurso sobre los derechos indígenas (aunque no siempre hacia su práctica), ayudó a consolidar el vocabulario de una delicada conversación en torno a la raza que todavía tiene lugar, a menudo en forma de pantomima, en el escenario nacional. Así, recién en 2003, en un discurso pronunciado ante comunidades indígenas, el entonces presidente Vicente Fox no se refirió a sus conciudadanos sino más bien a sus «hermanos indígenas», y el portavoz más carismático de los derechos indígenas en México, el Subcomandante Marcos, ha sido atacado desde todo el espectro político por ser sospechosamente no indígena.
Este atolladero racializado —en el que presidentes blancos saludan a sus «hermanos indígenas» y activistas por los derechos indígenas son sometidos a una suerte de prueba genética— se petrifica en un paisaje frustrantemente impenetrable en que se producen dos verdades bien conocidas y contradictorias. Por una parte, que los habitantes indígenas de México son la auténtica fuente del patrimonio cultural que se ha amalgamado a la nación; por la otra, que esa misma nación está fundada sobre el abandono de esos mismos indígenas. Este el esbozo del discurso que reside en el corazón del Estado mestizo y que alimenta a la cultura nacional correspondiente.
Ya en 1925 la idea cósmica de Vasconcelos era poco original y sus raíces estaban firmemente clavadas en ese mismo entorno histórico que buscaba superar. En realidad, los pilares identitarios de la política racial mexicana —mestizo e indio— fueron trabajados en el nivel teórico durante el último cuarto del siglo XIX.1 El hilo conductor de la historia política mexicana es un compromiso generalizado con cierto «liberalismo» —algo que Charles Hale sintetiza de manera útil como el «consenso liberal» de México—, formalizado en la Constitución de 1857 y consolidado durante el Porfiriato, que sobrevivió a la revolución con un aspecto en ocasiones más progresista y que mantiene aún hoy su hegemonía.2 Bajo la rúbrica de este Estado liberal, las relaciones de raza han constituido un desafío perenne: el de abordar el lugar de las comunidades indígenas en el paisaje cultural heterogéneo de México. Así, la historia de la racialización en México resulta particularmente útil para pensar los límites de la crítica liberal a la raza y al racismo en un sentido general. Sostengo que estos límites surgen en la formulación misma de los supuestos del liberalismo y se alcanzan en la articulación básica que convierte la idea de la raza en una práctica racista: el gozne que une las relaciones económicas y sociales, lo que Karl Marx llamaba los «modos de producción». El liberalismo, como ideología de la libertad y la igualdad, es incapaz de cumplir lo que nos enseña a exigir cuando nos enfrentamos con el chauvinismo de su propio fundamento económico, es decir, su compromiso con un solo modo de producción: el capitalismo.3 Y, en el mundo moderno, los modos de producción tienen una «racialización» análoga.
En el presente capítulo exploro los límites de la crítica liberal al racismo tal como opera por primera vez en México, poniendo atención en las interacciones entre la raza, el espacio y los modos de producción. El contexto es un momento nacional-histórico en el que la confluencia de estos temas se debatía intensamente: el proyecto de colonización de México en la década de 1880. Mi análisis parte de una lectura crítica —la primera, hasta donde sé— del osado argumento presentado por un defensor de la política de la colonización, el editor y activista Luis Alva. Más allá del interés histórico particular del caso de Alva, pienso que estos ensayos del siglo XIX pueden arrojar luz sobre un proceso que todavía se despliega en el presente. Si bien es mucho lo que distingue al Estado neoliberal, hegemónico por lo menos desde 1994, del Estado simplemente «liberal» del siglo XIX, existe un vínculo esencial que ata al Porfiriato con el México contemporáneo: si el liberalismo, ya sea nuevo o clásico, se relaciona con el espacio, lo hace a través de su impulso tenaz por convertirlo en algo productivo en el sentido capitalista, y en el camino recluta al Estado (el gobierno y sus fuerzas armadas) para la tarea. Por supuesto, el pueblo normalmente estorba. Ésta es la preocupación de Alva, y es un problema que no ha aminorado desde entonces. Como veremos, los ensayos de Alva son epítomes de los parámetros ideológicos de su momento y, a la vez, excepcionales en la medida en que su autor ejerce presión sobre esos parámetros hasta alcanzar su límite y llegar mucho más lejos que sus contemporáneos. A decir verdad, la inusual consideración que hace Alva del indio dentro de los términos de la producción nos conduce directamente al territorio familiar de la actualidad: la lucha cotidiana entre la pluralidad de formas de vida locales y la expansión global de un único modo de producción. En este libro, entonces, está en juego un aspecto de la historia de esta lucha: la relación raza-espacio y su articulación con la ideología liberal.
Tras décadas de conflicto y guerra abierta entre liberales y conservadores, la segunda mitad del siglo XIX mexicano —pese a algunos baches importantes en el camino, incluida la breve instalación de un emperador austriaco en nombre de la expansión imperial francesa— se definió en gran medida por la soberanía nacional efectiva de un Estado explícitamente liberal.4 Una vez que los conservadores se amoldaron a su papel de oposición domesticada, después de 1867 los liberales dirigieron su atención a la tarea de la consolidación nacional. Este proyecto generó una línea de conflicto nueva y pertinaz: un conflicto entre el deseo liberal de forjar un Estado nacional articulado y la resistencia contra esos esfuerzos por parte de las comunidades y las formaciones políticas constitutivas de vastos sectores del interior rural del país.5 Incluso dentro de un liberalismo construido de manera amplia, el establecimiento de la que sería la fuerza política más duradera del sangriento siglo XIX en México surgió de una batalla, lo que se conoció como la rebelión de Tuxtepec. Sus líneas de combate se trazaron entre una élite civil metropolitana (ella misma dividida entre las facciones contrincantes de Sebastián Lerdo de Tejada y José María Iglesias) y una reacción militar periférica que más tarde conduciría a Porfirio Díaz a la presidencia. La consolidación política de México como Estado moderno, que se adecuó muy bien a la pesadilla argentina de Domingo F. Sarmiento de tres décadas atrás, se consumó cuando el caudillo llegó a la silla de gobierno. Una vez en el corazón nacional, Díaz se encontró a sí mismo en medio de un Estado nacional desarticulado con más de una facción inquieta que debía ser controlada y encauzada en el proyecto de desarrollo nacional.
A raíz de este problema, la vieja idea de «colon...