01
La orden de abandonar el barco se dio a las cinco de la tarde. Para la mayoría de los hombres, sin embargo, no fue necesario recibir ninguna porque para entonces todos sabían que el barco estaba acabado y que había llegado el momento de abandonar cualquier intento de salvarlo. Nadie demostró miedo o aprensión. Durante tres días habían estado luchando sin tregua y habían perdido. Aceptaron la derrota casi con apatía. Estaban demasiado cansados para preocuparse.
Frank Wild, el segundo de a bordo, se dirigió por la cubierta inclinada hacia los camarotes de la tripulación. Allí, los marineros Walter How y William Bakewell estaban acostados en las literas más bajas. Tras haber pasado tres días en las bombas, se encontraban al borde del agotamiento y, sin embargo, no podían dormir debido a los ruidos del barco.
El barco estaba siendo aplastado. No fue algo repentino, sino que sucedió lentamente, poco a poco. Una fuerza de diez millones de toneladas de hielo presionaba a ambos lados de la nave. Se estaba muriendo y lanzaba gritos de agonía. Las costillas, la tablazón y las inmensas cuadernas, muchas de ellas de casi 30 centímetros de grosor, gritaban cuando la presión asesina aumentaba. Y cuando las cuadernas ya no pudieron aguantar la tensión, se rompieron con un estampido similar al fuego de la artillería.
La mayor parte de los maderos del castillo de proa ya había desaparecido a primeras horas del día y la cubierta estaba levantada y se desplazaba lentamente de arriba abajo siguiendo el vaivén de la presión.
Wild asomó la cabeza en el camarote de la tripulación.
—El barco se va a pique, muchachos —dijo con voz tranquila—. Creo que ha llegado el momento de abandonarlo.
How y Bakewell se levantaron de sus literas, cogieron dos fundas de almohada en las que habían guardado algunos efectos personales y siguieron a Wild hasta la cubierta.
Luego Wild bajó a la pequeña sala de máquinas del barco. Kerr, el segundo maquinista, estaba esperando al pie de la escalerilla. Junto a él se encontraba Rickenson, el jefe de máquinas. Habían permanecido allá abajo durante casi setenta y dos horas, manteniendo el vapor en las calderas para que las bombas de la sala de máquinas siguieran funcionando. Durante ese tiempo, aunque no pudieron ver el movimiento del hielo, sabían perfectamente lo que le estaba sucediendo al barco. Sus costados, que en muchos tramos alcanzaban los 60 centímetros de grosor, debido a la presión que sufrían llegaban a abombarse hasta 15 centímetros hacia adentro. Al mismo tiempo, las planchas de acero del suelo se encallaban, chirriando allí donde sus bordes se encontraban, luego se abombaban y de pronto se superponían unas con otras con un agudo chirrido metálico.
Wild no perdió el tiempo.
—Apagad el fuego —dijo—. El barco se hunde. —Kerr pareció sentirse aliviado.
Wild se dirigió a popa, al pozo de las hélices. Allí McNeish, el viejo carpintero del barco, y el marinero McLeod estaban ocupados con unos trozos de mantas rotas calafateando una caja-dique construida por McNeish el día anterior. La habían levantado en un intento de contener el flujo de agua que entraba en el barco, donde el timón y el codaste habían sido arrancados por el hielo. Ahora el agua ya superaba las planchas del suelo y estaba subiendo a mayor velocidad de lo que las bombas podían soportar. Cuando la presión cesaba un momento, se escuchaba el sonido del agua que avanzaba y llenaba la bodega.
Wild hizo una señal a los dos hombres para que abandonaran la labor y luego trepó por la escalerilla hasta la cubierta principal.
Clark, Hussey, James y Wordie habían estado trabajando en las bombas, que más tarde abandonaron por propia iniciativa, cuando comprendieron la futilidad de lo que estaban haciendo. Ahora estaban sentados encima de unas cajas o en el suelo de cubierta y se apoyaban contra las amuradas. Sus rostros mostraban la terrible fatiga de haber pasado tres días en las bombas.
Más allá, los conductores de los perros habían atado un trozo largo de vela a la barandilla de la portilla e hicieron una especie de tobogán que llegaba hasta el hielo desde uno de los costados del barco. Cogieron a los cuarenta y nueve huskies de sus perreras y los deslizaron de uno en uno hasta los hombres que esperaban abajo. En otro momento, una actividad de esta clase habría vuelto locos a los perros, pero en esta ocasión intuían que estaba sucediendo algo extraordinario. No se pelearon entre ellos y ninguno intentó escapar.
Quizá era la actitud de los hombres. Trabajaban apresurados y apenas hablaban entre sí. Pero sin ninguna muestra de alarma. Aparte del movimiento del hielo y de los ruidos del barco, la escena era de relativa calma. La temperatura era de -22,5 °C y soplaba un ligero viento del sur. Arriba, el cielo crepuscular estaba despejado.
Pero en algún lugar más hacia el sur una tormenta empezaba a soplar hacia ellos. Probablemente no los alcanzaría al menos hasta al cabo de dos días, pero su aproximación la sugería el movimiento del hielo, que se extendía hasta donde alcanzaba la vista, y centenares de millas más allá. La banquisa era tan inmensa, y tan gruesa, que aunque el vendaval no había llegado todavía a su posición, la lejana fuerza de los vientos ya presionaba unos témpanos contra otros.
La superficie del hielo era un caos en movimiento. Parecía un enorme rompecabezas cuyas piezas se fueran estrechando hacia el horizonte, empujadas en todas direcciones por una fuerza invisible pero irresistible. La deliberada lentitud del movimiento aumentaba la sensación de potencia titánica. Allí donde dos témpanos gruesos se tocaban, sus bordes se golpeaban entre sí y permanecían frotándose durante un rato. Cuando ninguno de los dos daba muestras de ceder, se alzaban lentamente, estremeciéndose, empujados por aquella fuerza implacable. Luego, misteriosamente, se detenían cuando esta fuerza invisible en el hielo parecía perder interés. Pero, más frecuentemente, los dos témpanos, de un grosor de tres metros o más, seguían alzándose, formando como carpas, hasta que uno de ellos o ambos se rompían y se desmoronaban, creando aristas de presión.
Se percibían los sonidos de la banquisa en movimiento: los ruidos básicos, el gruñido y el gemido de los témpanos y el ocasional golpe sordo cuando un pesado bloque se derrumbaba. Pero, además, diríase que la compresión de la banquisa producía un repertorio casi ilimitado de otros sonidos, muchos de los cuales parecían no tener relación con el ruido del hielo sometido a presión. A veces era como si estuvieran forzando a cambiar de vía a un gigantesco tren de ejes chirriantes. Sonaba la sirena de un barco enorme mezclada con el canto del gallo, el rugido del oleaje distante, el suave latido de un motor lejano y los lamentos de una anciana. En los raros períodos de calma, cuando el movimiento de la banquisa se apaciguaba por un momento, el aire transportaba un apagado retumbar de tambores.
En este universo de hielo, el movimiento mayor y la presión más intensa se concentraban en los témpanos que atacaban el barco. Su posición no podría haber sido peor. Un témpano se había encajado sólidamente a estribor de la proa y otro la tenía sujeta en el mismo lado, a popa. Un tercer témpano se había clavado directamente en el través opuesto, a babor. Así, pues, el hielo hacía esfuerzos por romperlo por la mitad. En vanas ocasiones se inclinó entero a estribor.
El hielo inundaba la parte delantera, donde se concentraba lo más duro del asalto; se iba amontonando cada vez más contra la proa, a medida que el barco rechazaba cada nueva oleada, hasta que poco a poco fue inundando las amuradas para caer luego en cubierta, llenándola con una carga aplastante que la hundió aún más. Aprisionado de esta manera, el barco se encontraba cada vez más a merced de los témpanos que se abalanzaban contra sus flancos.
La reacción de la embarcación contra cada nuevo ataque variaba: a veces se estremecía brevemente como un ser humano que padece una punzada de dolor, otras sufría una serie de convulsiones acompañadas de gritos de angustia. En esas ocasiones los tres mástiles se balanceaban violentamente mientras que el cordaje se tensaba como las cuerdas de un arpa. Pero lo que más atormentaba a los hombres era ver las veces en que la nave parecía una enorme criatura en trance de asfixiarse que intentaba respirar mientras sus costados se esforzaban por repeler la presión que la estrangulaba.
Lo que más les impresionó en aquellas últimas horas fue que la embarcación se comportara como una gigantesca bestia agonizante.
A las siete de la tarde ya habían trasladado al hielo todos los aparejos y los enseres esenciales y habían montado una especie de campamento en un témpano sólido, a poca distancia de estribor. La noche anterior habían bajado los botes salvavidas. Cuando descendieron al hielo, la mayoría de los hombres experimentó un inmenso alivio por alejarse del barco perdido para siempre, y pocos habrían regresado a él de buena gana.
Unos desafortunados recibieron la orden de volver para recuperar varias cosas. A Alexander Macklin, un médico joven y corpulento que era, además, el conductor de uno de los grupos de perros se le dijo, en cuanto acabó de atarlos, que fuera con Wild a la bodega de proa a buscar madera.
Los dos hombres echaron a andar y acababan de llegar al barco cuando oyeron muchos gritos que procedían del campamento. El témpano en el que habían levantado las tiendas se estaba rompiendo. Wild y Macklin regresaron corriendo. Pusieron el arnés a los perros y rápidamente trasladaron a otro témpano las tiendas, las provisiones, los trineos y todos los aparejos, alejándose un centenar de metros más del barco.
Cuando acabaron el traslado, el barco parecía estar a punto de hundirse por completo, de modo que los dos hombres lo abordaron a toda prisa, se abrieron camino entre los bloques de hielo desparramados en el castillo de proa y levantaron una trampilla que llevaba a la bodega. La escalerilla, arrancada de cuajo, yacía a un lado y tuvieron que bajar a tientas en medio de la oscuridad.
En el interior, el ruido era indescriptible. El compartimento medio vacío amplificaba, como una gigantesca caja de resonancia, los sonidos de los tornillos al desprenderse y de la madera al astillarse. Desde donde se encontraban, a poca distancia de los costados del barco, oían los golpes del hielo intentando irrumpir en el interior.
Esperaron a que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad y lo que vieron los aterrorizó. Las tablas verticales estaban cediendo y las del techo iban a desprenderse; era como si estuvieran apretando poco a poco una gigantesca pinza y que el barco no pudiese aguantar la presión.
La madera que buscaban estaba almacenada en lo más recóndito y oscuro de la bodega. Para llegar hasta allí iban a tener que arrastrarse por un travesaño, pero vieron que se combaba como si estuviera a punto de partirse, y temieron que el castillo de proa se derrumbara a su alrededor.
Macklin vaciló un momento; Wild, al percibir su miedo, le gritó por encima del ruido del barco que no se moviera, se lanzó por la abertura y en unos minutos empezó a pasar las tablas a Macklin.
Los dos se movieron a una velocidad febril, pero, aun así, la tarea les pareció interminable. Mackli...