Malayerba
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Malayerba

La vida bajo el narco

  1. 200 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Malayerba

La vida bajo el narco

Detalles del libro
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Índice
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Información del libro

Malayerbaes uno de los libros más violentos que se han publicado en los últimos años, y también de los más interesantes, precisos, extraordinarios.Es la crónica, necesariamente fragmentaria, de la violencia del narcotráfico en el norte de México, o más bien de la experiencia de ese acaecer violento tal como se manifiesta cotidianamente en aquella zona del país: la vivencia de los niños, de los empleados y empleadas, de los ciudadanos de a pie; de los narcos incipientes y los pesados. Y es también un poderoso registro sonoro de la infiltración de esa experiencia terrible en la lengua de todos los días, en el habla de la calle.Con este libro, Javier Valdez Cárdenas entra de manera definitiva en la historia de la crónica en México, y lo hace por la puerta grande.

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Información

Año
2017
ISBN
9786079409661
Edición
2
Categoría
Filología
Categoría
Periodismo

DE PLACAS Y PLACOSOS

¿Y A QUÉ SE DEDICA?

¿Y a qué se dedican? El policía observó a los cinco sujetos. Estaba pardeando el día. Veía ojos brillosos, rostros jóvenes en los que apenas se dibujaba una media sonrisa, que no separaban los brazos de las piernas, que no parecían relajados.
Hasta ahí había sido una tarde cualquiera. La jornada era joven y el turno todavía daba para largo. Pero se toparon con ese marquisón blanco: vidrios polarizados, sin placas, alardeando en cruceros y semáforos.
Les prendieron la torreta. Trrrt-trrrt, la bocina de la 2053. Sólo uno de los agentes, que iba solitario en la caja de la camioneta, se bajó. Tomó el rifle errequince que traía a la espalda y lo empuñó. Colgaba libremente la correa del arma.
Lento pero firme, caminó hacia el automóvil. El conductor lo vio desde el retrovisor. Ya había dado las instrucciones: la señal eran dos golpes en el volante. Todos se acomodaron, listos para reaccionar.
Pero el policía parecía hacer tiempo, o el tiempo lo hacía a él, pero lentamente. Impostó la voz para apantallar. Se acomodó el cinto y con él las fornituras. Ensayó mentalmente un saludo que le abriera paso en ese camino trepidante y peligroso.
Se tocó la libreta de reportes, sintió los cargadores bailando en uno de los costados de la cintura, repasó los movimientos habituales. Una posible revisión, un reniego tal vez, una protesta.
Todo en esos quince pasos, hasta alcanzar la puerta del conductor del marquisón. Vio de frente la profundidad de la avenida Revolución. En los semáforos sincronizados guiñaban los amarillos. Parpadeaban a lo lejos los rojos de los cuartos traseros de los automóviles.
Pronunció con éxito el buenas tardes. Su interlocutor le respondió; casi sin voltear a verlo agregó la palabra oficial. Y el policía le dijo jefe. Es de rutina, jefe. Qué anda haciendo, jefe. Mucho trabajo, jefe.
Sí, ei, mmm, ajá, le reviró el otro. Pero no quitó las manos del volante, ni el pie derecho del pedal del acelerador. No apagó el carro, mucho menos se bajó, para nada. Siguieron los monosílabos.
Pidió identificaciones. Les preguntó, ya arredrado, a qué se dedicaban, pero nadie lo escuchó. O nadie le contestó. Volteó a la patrulla, en busca de una señal. Los de la unidad lo miraron también.
Luego un ademán como preguntando qué pasaba. Era el jefe de grupo, del otro lado del cristal delantero. El agente sacó una lamparita, roja con amarillo. La encendió. Temblaban sus dedos, la mano entera.
Arrojó luz al interior: descubrió cinco rostros veinticincoañeros, miradas frías, sonrisas incompletas. Siguió por los interiores. No pidió que se bajaran, no se animó. Dio con sendos cuernos de chivo, dedos en el gatillo; el del copiloto le apuntaba.
Calma, jefe. No hay bronca, jefe. Apunte eso pa otro lado, jefe. Por favor. Qué calma ni qué la chingada, ¿qué quieres? ¿Qué quieres, cabrón? ¿Quieres saber a qué me dedico? ¿A qué me dedico?
¿Qué no ves, cabrón?, ¿qué no ves?, soy malandrín y ando cuidando a un narco, ¿eh?, ¿cómo la ves?, ¿te haces a un lado o te trozo, cabrón?
No, jefe, no. Que le vaya bien, jefe. Adelante. Y se quedó ahí, con su linternita bicolor y esa luz que parecía morir por culpa de las pilas bajas.

POLICÍAS Y DELINCUENTES

Tacos de tripa y quesadillas mixtas: ideal para esos fines de semana de juerga. El sitio era el de siempre: los tacos de la Revolución, con don Juanito y esa carne asada a las brasas.
Cuatro órdenes para cuatro hampones. Fin de semana sin chamba: también nosotros tenemos días de asueto, pero sin lana garantizada. Con un solo jale, un encajuelado, un viaje a la frontera o al otro lado sale para la quincena y más.
Y en medio de esas tecates sudorosas y arropadas por la escarcha, de los trajines por el malecón nuevo en busca de nuevos ligues y de ese sonido estereofónico para hinchar los tímpanos de toda la ciudad, decidieron darse un recreo gastronómico en la carreta de tacos.
El atractivo no son las salsas ni la generosidad de don Juanito a la hora de servir las órdenes. Ni siquiera la ubicación o el buen servicio, que lo hay. Más bien la carne: esa consistencia, esos jugos rojizos, la blandura al masticar. Y el sabor… ¡mmm! Daba para chuparse los dedos.
La carreta era para ellos. Cuatro clientes y todos en la banca. Las salsas, los pepinos y rábanos. Cebolla asada y chiles toreados. Limón y aguacate. Todo pa que amarre.
Pero esos dos les echaron a perder el rato. Y el taco. Fingieron interés en la cena: se asomaron al rinconcito en el que se asaba la carne y parecieron prepararse para pedir tripa y asada.
Los cuatro los miraron como quien ve aparecerse al que le echa a perder un festín gastronómico, resignados.
Don Juanito, su esposa y sus dos hijos se dividían las tareas. Los niños se encargaban de llevar los platos y de servir el agua y los refrescos. Los adultos, marido y mujer, no le quitaban la mirada a la parrilla, las salsas y las tortillas.
Fue justo en eso cuando el tiempo se detuvo. Ellos, esos dos, pensaron que tenían permiso para seguir en lo suyo; creyéndose impunes, sacaron pistolas: una veinticinco y una veintidós, para amenazar a los encargados.
Con esa mirada atrapada por los enervantes, el que parecía mandar les gritó que le entregaran todo. La señora no vaciló. Era un buen fin de semana, principio de quincena; el botín era bueno, pero no era para ellos.
Con torpeza y apuro llenaron los bolsillos de sus pantalones con billetes y monedas. Dos pasos atrás, sin dejar de apuntar sus armas, media vuelta y a correr.
Los otros cuatro se quedaron quietos. Intercambiaron miradas, interrogándose. ¿Vamos?, ¡vamos! Caminaron apurados hacia sus camionetas, dos lobo con cristales de humo. Cortaron cartuchos de dos cuernos de chivo, sacaron una cuarentaicinco y una nueve milímetros. Tras ellos.
Tomaron esa calle ancha con el acelerador cerca del fondo. En la primera esquina dieron vuelta a la derecha: no podían estar lejos. Metros adelante los encontraron. A gritos y con las armas apuntándoles los sometieron fácilmente.
Los esculcaron después de los respectivos cachazos y una que otra patada. Doblados e implorando que no los mataran, los otros entregaron todo, hasta sus credenciales de elector. Si intentan hacer algo, ya sabemos dónde viven, putos.
Regresaron a la carreta y apenas llegaba una patrulla de la Policía Municipal. Todo fue que vieran de cerca a los asaltantes y los agentes les dieron la sorpresa a los cuatro: eran de los mismos agentes de la corporación. Ahora estaban detenidos.
Los cuatro justicieros, malandrines consumados que se autodenominaban la Cuadrilla de la Muerte, festejaron el triunfo: otra vez le habían ganado a la policía.

CAMBIO DE BANDO

Tas. El sonido de la cachetada se fue pronto, el dolor se quedó: sintió caliente ese costado de la cara y la sangre hirviente bajando por la mejilla. No hizo nada. Sostuvo la mirada unos segundos y luego la bajó.
Disculpe usted, patrón, respondió, mordiéndose el escroto.
Qué discúlpeme ni qué la chingada, quítate de mi camino si no quieres que te dé piso.
Era un tipo alto y fuerte. El sombrero ladeado, barba rala y una mirada que encendía lo mismo que aplacaba. El policía que estaba al mando del retén no dudó en marcarle el alto cuando lo vio bajar por la carretera a Tepuche.
Todo en él era placoso: la camioneta, el cinto, las botas, el pantalón, las cadenas y los anillos, la camisa. Y esa altanería que caracteriza a los que tienen dinero y poder: son los que mandan.
Y ése fue el error del policía: haberle marcado el alto para una revisión. En cuanto se bajó ...

Índice

  1. CUBIERTA
  2. PORTADA
  3. ÍNDICE
  4. DEDICATORIA
  5. LOS NIÑOS DE LA SAL
  6. JÓVENES PISTOLEROS
  7. JALES PELIGROSOS
  8. BUCHONAS Y BELLAS
  9. DE PLACAS Y PLACOSOS
  10. PERSONAJES DE PLOMO
  11. NARCULICHIS
  12. CRÉDITOS
  13. COLOFÓN