Cerdos & Porteños
eBook - ePub
Disponible hasta el 28 Nov |Más información

Cerdos & Porteños

(1984-1987)

  1. 140 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
eBook - ePub
Disponible hasta el 28 Nov |Más información

Cerdos & Porteños

(1984-1987)

Detalles del libro
Vista previa del libro
Índice
Citas

Información del libro

"No sé qué serán hoy, pero en algún momento fueron 'periodismo'. Estas notas que me dieron alimento hace casi treinta años, escritas en una máquina Olivetti a las apuradas para llegar al cierre y pasar la factura antes de que la inflación me devorase el importe a cobrar, tienen todo el descuido de la actualidad, aunque no de cualquier actualidad, sino de una en la cual podía practicarse, dentro de un par de pequeñas pero influyentes publicaciones, un periodismo bastante independiente de los grandes medios y el Estado, y donde incluso un humilde colaborador freelance podía escribir con alto grado de autonomía ante el patrón, director o editor en jefe. Si la nostalgia no me engaña, a excepción de títulos, copetes y algunas erratas, estos textos fueron publicados tal cual los escribí y envié a las redacciones de 'El Porteño' y de 'Cerdos & Peces' a mediados de los 80".Osvaldo Baigorria

Preguntas frecuentes

Simplemente, dirígete a la sección ajustes de la cuenta y haz clic en «Cancelar suscripción». Así de sencillo. Después de cancelar tu suscripción, esta permanecerá activa el tiempo restante que hayas pagado. Obtén más información aquí.
Por el momento, todos nuestros libros ePub adaptables a dispositivos móviles se pueden descargar a través de la aplicación. La mayor parte de nuestros PDF también se puede descargar y ya estamos trabajando para que el resto también sea descargable. Obtén más información aquí.
Ambos planes te permiten acceder por completo a la biblioteca y a todas las funciones de Perlego. Las únicas diferencias son el precio y el período de suscripción: con el plan anual ahorrarás en torno a un 30 % en comparación con 12 meses de un plan mensual.
Somos un servicio de suscripción de libros de texto en línea que te permite acceder a toda una biblioteca en línea por menos de lo que cuesta un libro al mes. Con más de un millón de libros sobre más de 1000 categorías, ¡tenemos todo lo que necesitas! Obtén más información aquí.
Busca el símbolo de lectura en voz alta en tu próximo libro para ver si puedes escucharlo. La herramienta de lectura en voz alta lee el texto en voz alta por ti, resaltando el texto a medida que se lee. Puedes pausarla, acelerarla y ralentizarla. Obtén más información aquí.
Sí, puedes acceder a Cerdos & Porteños de Osvaldo Baigorria en formato PDF o ePUB, así como a otros libros populares de Languages & Linguistics y Journalism. Tenemos más de un millón de libros disponibles en nuestro catálogo para que explores.

Información

Editorial
Blatt & Ríos
Año
2014
ISBN
9789873616129

El verano del amor (1967-1987)* 1

Hubo un tiempo en el que se habló mucho del amor, en una versión hoy bastante desprestigiada y en retroceso. Nuestros años 80 –cínicos, desesperanzados, brillosos, aburridos, enmascarados, modernos– se encuentran en relación de fuga de la mayoría de los conceptos de aquel tiempo. Los 70 pasaron más bien como una puesta en escena de las ideas de la década anterior. La ruptura, hoy, es con respecto a las modas, músicas, políticas, mitos y estilos de los años 60. La necesidad actual de establecer una diferencia con aquellos modelos es tan apremiante, que da la sensación de que esta época trata de zafar de algo de lo que no puede terminar de librarse. Esto es particularmente observable en la noción de amor.
Recuerdo un cartel pegado en una pared (algún graffiti del Mayo francés): “Cuanto más hago el amor, más ganas tengo de hacer la revolución; cuanto más hago la revolución, más ganas tengo de hacer el amor”. Ese era el feeling. Por supuesto que reinaba en forma absoluta la mitología del amor romántico. Un tal Palito Ortega cantaba: “La felicidad, ja, ja, de sentir amor”. La virginidad aún tenía su calor. Eran años caretas, monótonos, represivos. Se cogía poco y mal. Los adolescentes crecían en medio de una terrible escasez de sexo, de vías de escape, de experiencias. Pero, de pronto, comenzó a cobrar fuerza una versión más bien “maldita” del amor, en la cual calzaba mejor el mencionado poster. El antipsiquiatra David Cooper, de visita por Argentina a principios de los 70, describió esa versión en La muerte de la familia: “Hacer el amor es algo bueno en sí mismo, y tanto mejor cuanto más veces ocurre, con la mayor cantidad de personas posibles y de cualquier manera concebible”.
El test de la luz
Los Sixties. La década en que comenzó a hablarse de orgías, nudismo en playas, la llamada “revolución” sexual, y toda una serie de micropolíticas basadas en la liberación del deseo y el reconocimiento del cuerpo. También la década en que se disparó el uso masivo de sustancias, químicas o naturales, para la cabeza; las concentraciones de gente joven alrededor del rock u otros movimientos denominados contraculturales: las comunidades, la vuelta al campo, la ecología…
¿Qué pasó en los años 60? ¿Dónde empezó a pasar lo que pasó? Pese a su desborde por todo el planeta, y más allá de una cronología estricta, existió un tiempo y un lugar donde se licuaron tres ingredientes que formarían luego el eje de rechazos, expresividades, creaciones y modelizaciones futuras: ellos fueron el sexo, las drogas y el rock. Cierto es que también hubo Che Guevaras, booms literarios, revolución cultural en China y manifestaciones estudiantiles. Pero aquella tríada –sex, drugs, rock’n roll– produjo un cocktail que embriagó un verano de 1967 a San Francisco, y que los medios llamaron El Verano del Amor. Sin este acontecimiento, los años 60 no hubieran adquirido la cualidad que los hizo originales, únicos, diferentes.
En la primera mitad de la década, las canciones de Beatles y Bob Dylan precalentaron el motor. Las visiones de escritores beat como Jack Kerouac, una década antes, llenaron el tanque de combustible: “Tengo la visión de una gran revolución de mochilas”, decía en Los vagabundos del Dharma, “de miles y hasta millones de jóvenes errantes”. Pero la cosa se puso en marcha en enero de 1966, mediante un evento llamado The Trips Festival.
El productor Billy Graham había tenido la idea de llevar al escenario a un grupo de marginales conocidos como los Merry Pranksters, liderados por el escritor Ken Kesey y célebres en las rutas californianas por repartir ácidos gratis desde un ómnibus pintado con flores. La puesta tenía como objetivo reproducir el viaje lisérgico sin químicos, combinando luces y sonido. Por primera vez se utilizaba el término festival en relación a un evento donde sonarían bandas de rock. Y por primera vez se presentaba en público un espectáculo cuya pregunta central era: “¿Podés pasar el test del ácido?”. Dos años más tarde, el para-periodista Tom Wolfe (de quien se dice que no estuvo presente en la mayoría de este tipo de eventos) narraría lo ocurrido en su libro Electric Kool-aid Acid Test.
Miles de personas, la mayoría estudiantes y artistas, se reunieron la primera noche del festival, en la sala del Longshoremen’s Hall; maravillados ante la posibilidad de encontrarse con otros pares, con la mente volada pero sin interferencias por parte de la Ley, bajo la protección que daba el Arte y el efecto sorpresa del nuevo código que en ese momento conocía la luz. Por supuesto que los ácidos corrieron de mano en mano entre la audiencia, todo gratis y como si nada ocurriera. Rostros y cuerpos fueron dibujados con pintura fluorescente, algunas chicas se quitaron las blusas, las luces y el sonido movieron a todo el mundo a bailar en una forma de expresión suelta e irreconocible. Kesey, responsable del trip en vivo, subió al escenario con todo el volumen de su cuerpo de ex-luchador, para proyectar sobre una pared distante: “Todo aquel que crea que es Dios, que suba al escenario”.
El San Francisco Chronicle, primer diario yanqui en reconocer al rock y cubrir regularmente los conciertos de su ciudad, difundió la noticia. Toda el área de la bahía de San Francisco comenzó a aceitarse para la inauguración de la nueva máquina, mientras el resto de USA observaba con curiosidad. Cierto Frente de Liberación de Artistas comenzó a organizar recitales de rock y poesía, sentando las bases para un proyecto más ambicioso, al aire libre. Ocurrió un año más tarde, el 14 de enero del 67. Lo llamaron Human Be-In: Reunión de Tribus con los Líderes de Nuestra Generación, considerada la precursora directa de los grandes festivales de música de los años siguientes.
Enero del 67. 20.000 personas arriban al Parque Golden Gate, a mezclarse con el olor a incienso y cannabis, aportando sus pelos largos y algunos cuerpos desnudos, aunque también sus nuevas ropas: túnicas, sandalias, vinchas en la frente, cascabeles en los tobillos, flores en todas partes. Vinieron a ver y escuchar a sus semidioses: Allen Ginsberg, Jefferson, Airplane, Grateful Dead. El activista estudiantil Jerry Rubin –más tarde fundador del grupo yippi– subió al escenario, recién liberado de la cárcel de Berkeley, para empezar a armar lo que luego sería su discurso anarco-psicodélico: “Vender el fumo es un bajón”. “Robar es un acto sagrado”. “La única forma de vencer el miedo es hacer aquello que te da más miedo hacer”. El nuevo gurú del LSD, Timothy Leary, agarró el micrófono para arengar: “Pónganse a tono con lo que está pasando, abandonen la escuela secundaria, la universidad, la búsqueda de status y prestigio”. Un grupo comunal de San Francisco, los Diggers, hicieron su primera aparición pública en un festival, repartiendo fruta y cocinando guisos gratis en una olla popular para los asistentes. El sonido de San Francisco –el rock ácido o psicodélico, tal cual fue llamado luego, porque los músicos declararon inspirarse en tal combinación química para energizar su creatividad– se instaló definitivamente, como única respuesta americana (aparte del demasiado folklórico Dylan) a la invasión de música inglesa.
De nuevo, los medios propagaron la noticia a lo largo y ancho de USA. Pocos meses más tarde, en pleno verano del 67, un número aproximado de cien mil personas de menos de 21 años arribaban a San Francisco, mochilas a la espalda; la revolución vaticinada por Kerouac estaba por comenzar.
Un ghetto joven
Muchos venían porque se había pasado la bola: en esa ciudad se podía tripear, escuchar música y coger fácil. Una canción de moda les decía: “Si vas a San Francisco, lleva flores en tu pelo”. Era casi lo único que traían. Sin un centavo, tuvieron que dormir en el Parque Golden Gate –donde se celebraban cada vez más recitales y conciertos gratis– y en calles aledañas. La ciudad apenas si pudo contener la inundación. El barrio de Haight-Ashbury, vecino al parque, se convirtió casi en un ghetto para menores de edad. Los Diggers sólo pudieron alimentar u hospedar varios centenares. La mayoría vivió sobre los umbrales de antiguas casas de madera, en viejos vehículos estacionados por ahí, compartiendo las sobras de los restaurantes, colchones pulguientos, bolsas de dormir, duchas públicas.
La calle Haight pronto se transformó en un carnaval de vestimentas sioux-africano-orientales, en una feria improvisada de artesanías, en un concierto ininterrumpido de flautas, tambores, danzas japonesas y plegarias de mendigos, pidiendo caridad o alucinados, recitando algún evangelio esotérico, desde un anuncio de apocalipsis hasta un programa de evacuación de la ciudad hacia el campo.
¿Por qué ocurrió en San Francisco? Tal vez porque los medios de esta ciudad, como en ningún otro lugar de USA, estaban abiertos a transmitir lo que sucedía localmente al resto del mundo. Junto al mencionado Chronicle, allí estaban también la revista Rolling Stone, el Berkeley Barb y Ramparts. La radio KPFA cubrió en detalle las manifestaciones estudiantiles de principios de la década; la universidad de Berkeley tenía una larga tradición de libertad de pensamiento. También existía una numerosa colectividad de artistas, escritores y directores de cine; varias congregaciones de extranjeros (italianos, japoneses, chinos, latinos, irlandeses), una infraestructura de clubes para músicos, una vasta comunidad negra, y toda la vieja tradición hedonista de la San Francisco bohemia y prostituta que había quedado de la época de la Fiebre de Oro. Hasta los primeros pantalones vaqueros fueron manufacturados en aquella ciudad por la fábrica Levi Strauss Inc.
Además, la región cobraba relevancia por el significado de la Costa Oeste en la mitología norteamericana. Como sugirió Richard Miller en su estudio Bohemia: the Protoculture: “Si los Estados Unidos en relación a Europa simbolizan el futuro; California, en relación a Estados Unidos, también simboliza el futuro. California experimenta; las pruebas que resultan exitosas cruzan luego las montañas hacia el Este y son asimiladas por el resto de USA (y del mundo)”.
La fiebre de los encuentros
De aquel verano emergieron los grandes festivales de rock, un fenómeno único en la historia. De San Francisco pasaron al resto de California. El primer gran festival fue Monterrey Pop, donde se reunieron 50.000 a escuchar a Janis Joplin, Grateful Dead, The Who, Al Kooper, Simon & Garfunkel, Jefferson Airplane, Jimmy Hendrix, entre otros. Los Rolling no pudieron asistir porque Mick Jagger y Keith Richard estaban acusados de posesión de hash. Ravi Shankar –ya famoso por su vinculación con George Harrison– también tocó en Monterrey, luego de pedir al público que no hablara ni fumara para que suene mejor la cítara. Tocó por tres horas, ante una audiencia calma bajo la lluvia, y recibió la ovación más prolongada del festival. Luego los Who sacudieron la audiencia con una teatralización de violencia nunca antes vista sobre un escenario: bombas de humo, la guitarra golpeando como una maza los amplificadores y la batería hecha polvo a golpes. Jimmy Hendrix franeleó a su guitarra, la besó, la trabajó detrás de la nuca, la serruchó por entre sus piernas, tocó un solo con los dientes y por último anunció: “Voy a sacrificar algo que realmente amo”. Entonces roció el instrumento con fluido de encendedor y le prendió fuego: las llamas crepitaron por los parlantes. El público, con la cabeza abierta de par en par por la abundancia de trips gratuitos –el célebre “Monterrey Púrpura”– salió como levitando en éxtasis.
El éxito de este evento detonó la posterior fiebre por los grandes encuentros. Al Festival Pop de Newport, California, fueron cien mil la primera vez, y ciento cincuenta mil la segunda, ya en 1968. Luego se celebraron festivales de doscientas o trescientas mil personas, en Atlanta, Denver, Miami, New Jersey, hasta llegar a Woodstock, el verano del 69, con su casi medio millón de asistentes.
El festival se había convertido en el equivalente de una gran ceremonia religiosa o manifestación política. Todos se sentían parte de una multitud que compartía los mismos ideales, las mismas identidades físicas y el mismo hambre por la energía del rock. Compartir un joint era considerado sacro y al mismo tiempo revolucionario; sacarse la ropa en público era como un acto religioso y liberador. El código del “amor y paz” funcionaba para que nadie fuera molestado si quería curtir la onda que se le diera en gana. Hacer el amor, no la guerra (Vietnam, en esos momentos). Hacer el amor debajo del escenario, al filo de la audiencia, o en una carpa compartida por el hacinamiento y el deseo. Así, a través de los festivales, se presentó al mundo el rostro de una generación que aún no ceñía su sentido de identidad a una edad cronológica; se hablaba mucho de “cultura de la juventud” y la edad promedio era menos de treinta, pero el pelo gris no era un obstáculo en la medida que fuese largo.
Los grandes recitales existieron hasta mediados de los 70. Tal vez la declinación comenzó en Altamont, con las provocaciones de los Ángeles del Infierno. Las patotas de motociclistas no resultaron mejores acompañantes que la policía; ésta, al principio, no entraba a los festivales, pero comenzó a intervenir para detener a quienes trepaban las cercas para no pagar. Ya los festivales no eran gratuitos. Además, los pueblos donde se realizaban estos eventos empezaron a poner obstáculos legales, arguyendo uso de drogas y vandalismo. La sociedad entera se volvió más rígida y las letras de rock también acompañaron ese endurecimiento. El tono devino más bien contra-festivo, con más protesta y rabia que espíritu de celebración. Los grupos punk y new wave prefirieron locales cerrados para un contacto directo con el público y evitar que su mensaje se disperse. Siempre había sido un poco difícil escuchar a los músicos a medio kilómetro de distancia, separados del escenario por cientos de miles de cuerpos. Además, el verano del hemisferio norte incluye tormentas-sorpresa, y con la lluvia viene el barro. Los niños de la flor jugaban en el barrial, sus cuerpos se erotizaban, pero también quedaban embarradas carpas, bolsas de dormir, zapatos, ropas. La gente misma comenzó a desinteresarse por los espectáculos al aire libre, si encima podían llover cadenazos y lacrimógenos.
Cerebros derretidos y una historia personal
El tiempo de los festivales pasó a la historia, pero los modelos nacidos en los Sixties habían cruzado ya las fronteras de su década y lugar de nacimiento. La Nación Woodstock se distribuyó en pantalla de cine por todo el planeta. Aquí también tuvimos nuestra Plaza Francia, la Biela y el B.A. Rock, pero nada que ver –había que llegar a California. A dedo, vendiendo artesanías o haciendo cualquier otra transa que nos permitiera viajar, algunos reptamos p...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portadilla
  3. Índice
  4. Introduccion
  5. Yippies y yuppies
  6. Feminismo y pornografía
  7. Después de los punks
  8. El deseo de un cuerpo repulsivo
  9. El espacio de la orgía
  10. Ahí viene la plaga
  11. Perforando la belleza
  12. Los anarquistas van al convento
  13. Cómo inventar un país (y engañar a todo el mundo)
  14. El verano del amor (1967-1987)
  15. Metafísica del asco
  16. La droga es Río
  17. Sobre el autor
  18. Créditos
  19. Otros títulos de Blatt & Ríos