Culto, cultura y cultivo
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Culto, cultura y cultivo

Apuntes teológicos en torno a las culturas

  1. 144 páginas
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Culto, cultura y cultivo

Apuntes teológicos en torno a las culturas

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Los capítulos que forman parte de este libro son el resultado de una serie de conferencias dictadas en la Cátedra John Ritchie por el doctor Justo L. González, a invitación del Instituto Bíblico de Lima. Se ocupa por tanto de ofrecer al lector reflexiones teológicas sobre la relación entre la fe y la cultura que ha sido siempre una de las cuestiones fundamentales de toda teoría y práctica misiológicas. Como dice el autor, cada vez que el mensaje del evangelio atraviesa una frontera, cada vez que echa raíces en una nueva población, cada vez que se predica en un nuevo idioma, la cuestión de la fe y la cultura vuelve a plantearse.El desafío de la misión cristiana consiste, según el doctor González, en entender correcta y teológicamente que es eso de la cultura, qué lugar tiene en el plan de Dios, cómo funciona y cuál es la relación de la iglesia con la cultura, porque sólo de ese modo podremos entendernos a nosotros mismos y también nuestra misión. Los siete capítulos del libro abordan magistralmente temas fundamentales: la relación entre fe y cultura, cultura y creación, cultura y pecado, cultura y diversidad, cultura y evangelio, cultura y misión, y cultura y culto. Se trata, pues, de un libro muy útil y necesario para la vida y misión de la iglesia en América Latina.

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Información

Año
2020
ISBN
9786124252532
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Capítulo 1
Fe y cultura
Uno de los temas que más me fascinaron desde mis primeros años de estudios teológicos fue el de la relación entre el cristianismo y la cultura. Respecto a esta cuestión, vivía yo en una situación ambigua y a veces difícil. Era la Cuba de las décadas de 1940 y 1950. La fe evangélica nos había llegado de otra cultura. Quienes se oponían a nuestra fe, frecuentemente usaban el argumento de que aceptarla era una traición a nuestra cultura, y hasta una aceptación de elementos foráneos procedentes de otra cuya maquinaria de comunicación amenazaba con arrollar la nuestra.
Aun cuando la Constitución de la República establecía una clara separación entre la Iglesia y el Estado, y no favorecía a ninguna religión, en los medios noticiosos, de mil maneras diferentes, se daba a entender que nuestra cultura era por definición católica romana. En la escuela, no faltaban maestros que decían que el protestantismo era instrumento del imperialismo yanqui, que lo utilizaba para debilitar nuestra cultura y así hacerla más maleable a sus designios. En los cursos de literatura, y a veces en los de filosofía, estudiábamos a Jaime Balmes, el apologeta católico del siglo xix cuyo libro, El protestantismo comparado con el catolicismo en sus relaciones con la civilización europea, publicado en 1842, defendía la superioridad de la cultura hispana y de la religión católica.
Cuando hoy miro retrospectivamente hacia aquellos días, debo confesar que nosotros mismos dábamos pie para tales críticas y acusaciones. Uno de los libros favoritos de nuestro grupo de jóvenes en la iglesia había sido escrito originalmente en francés por el pastor reformado alsaciano Fréderic Hoffett, y se había publicado en castellano bajo el título de Imperialismo protestante. La tesis de aquel libro era que el protestantismo necesariamente conducía a un orden social más avanzado y más justo. Lo que aquel pastor había hecho era comparar toda una serie de estadísticas, poniendo a un lado los países protestantes, y al otro los católicos. A un lado Italia, España, Portugal y la América Latina. Al otro, Gran Bretaña, Alemania, los Estados Unidos, Australia. Las estadísticas parecían irrefutables. El analfabetismo, los nacimientos ilegítimos, las enfermedades venéreas, el subdesarrollo económico, la mortalidad infantil, las desigualdades sociales... todas las estadísticas negativas resultaban ser más altas en los países católicos que en los protestantes. Y lo contrario era cierto: estadísticas positivas, tales como el nivel de educación, la longevidad, el empleo, los niveles de ingresos, etc., eran mayores en los países protestantes. En consecuencia, decía Hoffet, los graves problemas de los países católicos se deben a su catolicismo, y los grandes adelantos de los protestantes a su protestantismo.
Para nosotros, aquel era un argumento contundente. Ahora podíamos decirles a nuestros compañeros de clase, en nuestros interminables debates, que todo lo que debían hacer era mirar unos ciento cincuenta kilómetros al norte, y allí verían cuánto de valor hay en el protestantismo y en sus consecuencias sociales y económicas.
Pero, aunque no nos dábamos cuenta de ello, el problema estaba en que al hacer uso de tal argumento estábamos precisamente dándoles más base a quienes decían que el protestantismo era un elemento foráneo que subvertía y desvaloraba nuestra cultura, y que, por tanto, ser buen cubano era también ser buen católico o al menos no ser protestante, puesto que el catolicismo que existía entonces en mi país podía contar con muy pocos buenos católicos.
Para complicar las cosas, vivíamos entonces hacia el final de uno de los períodos de mayor diferencia y tensión entre el catolicismo y el protestantismo. Aunque las diferencias teológicas entre ambas tradiciones se establecieron en el siglo dieciséis, y en el diecisiete hubo cruentas guerras de religión, lo cierto es que el contraste entre ellas nunca fue mayor que en el siglo diecinueve y, en cierta medida, la primera mitad del veinte.
El siglo diecinueve y los primeros años del veinte marcaron el apogeo de la modernidad. La modernidad marcó grandes pérdidas territoriales e ideológicas para el catolicismo, y todo lo contrario para el protestantismo. El siglo diecinueve comienza con la Revolución francesa y la independencia de las colonias americanas, tanto españolas como portuguesas y británicas. En lo político, la Revolución francesa afectó mucho más al catolicismo que al protestantismo. Eso se debió, primero, a que Francia misma era un país católico y, por tanto, los ataques de los elementos más radicales de la revolución en ese país fueron dirigidos principalmente contra el catolicismo, sus instituciones y sus doctrinas. Obispos y sacerdotes se vieron expulsados de sus diócesis y parroquias y buen número de ellos murieron guillotinados por sus posturas contrarrevolucionarias. Se cerraron y profanaron conventos e iglesias. El papa se volvió objeto de burla1.
La Revolución francesa y las gestas independentistas americanas trajeron una nueva realidad política. Tanto España como Portugal y Gran Bretaña sufrieron enormes pérdidas territoriales en los imperios que habían logrado formar. Los imperios portugués y español nunca más recobrarían lo perdido, y acabarían por desaparecer. En contraste, el británico, a pesar de perder trece de sus colonias norteamericanas, alcanzó enorme expansión en África, Asia y Oceanía. Las pérdidas territoriales de los imperios tradicionalmente católicos fueron acompañadas de una vasta expansión por parte de británicos, holandeses, daneses y otras potencias protestantes.
Mucho más impactante que las pérdidas o ganancias territoriales fue la capacidad o incapacidad del protestantismo y del catolicismo para adaptarse a las nuevas circunstancias. Debido a su estructura centralizada, y a la idea de que esa estructura era parte de la naturaleza misma de la iglesia, el catolicismo tuvo enormes dificultades para adaptarse a las nuevas realidades políticas. Las antiguas colonias españolas y portuguesas no pensaban haberse rebelado contra el Papa, sino contra sus gobiernos coloniales. Por ello la mayoría de nuestras primeras constituciones americanas afirmaban que el catolicismo era la religión oficial del Estado. Pero desde el punto de vista de las autoridades eclesiásticas no bastaba con esto. El papado estaba comprometido con una visión centralizada y altamente jerárquica, de modo que para ser buen católico había que sujetarse, no sólo al Papa, sino también a las autoridades civiles por él sancionadas. Esto tenía larga historia en nuestra América, donde el Patronato Real había dado a las coronas española y portuguesa enormes poderes sobre la iglesia en sus colonias. Luego, aunque los rebeldes americanos veían en sus acciones sólo el deseo de librarse del yugo colonial, el papa y sus consejeros no podían sino ver en ellas también una rebelión contra la autoridad pontificia. Como es de todos sabido, esto trajo difíciles conflictos entre las nuevas repúblicas y Roma, con la consecuencia de que nuestra América, al tiempo que siguió siendo profundamente católica, en algunos lugares se volvió también profundamente anticlerical.
En contraste, cuando las colonias británicas en Norteamérica se independizaron, aunque la oficialidad de la iglesia de Inglaterra se opuso al proceso, hubo varias otras denominaciones que ya habían echado raíces en este hemisferio. Puesto que el protestantismo no tenía en su mayor parte la ideología centralizadora que se había vuelto parte integrante del catolicismo, las iglesias en las antiguas colonias británicas —ahora los Estados Unidos de Norteamérica— no sufrió los descalabros de su contraparte más al sur. En algunos casos surgieron denominaciones nuevas, separadas de las iglesias en Gran Bretaña a que habían pertenecido. Pero, por lo general, las iglesias sufrieron relativamente poco en el proceso de la independencia norteamericana.
Empero, el conflicto y contraste eran mucho más profundos. Las nuevas repúblicas nacidas de las revoluciones a fines del siglo dieciocho y principios del diecinueve se fundaban sobre ideales que chocaban con buena parte de la práctica católica tradicional. Esos ideales incluían, por ejemplo, el derecho del individuo a sus propias opiniones, a seleccionar y juzgar sus lecturas, y a actuar de acuerdo con sus propias conclusiones y convicciones. Esto se oponía a la práctica tradicional de la Iglesia Católica Romana, que publicaba un Índice de libros prohibidos, insistía en que los fieles debían concordar en todo con las enseñanzas de la Iglesia —incluso con aquellas que los fieles mismos desconocían, pero debían aceptar por fe implícita en la iglesia— y castigaba al menos con excomunión a quienes diferían de sus doctrinas. En las nuevas naciones —incluso las que se declaraban oficialmente católicas— se fue imponiendo el principio de la autonomía del Estado, que no tenía obligación alguna de sujetarse a los dictados de la jerarquía eclesiástica. Como medio de sostener esa autonomía, y de promover la libertad de pensamiento entre sus ciudadanos, varios Estados comenzaron a responsabilizarse por la educación de sus ciudadanos, y a hacerlo en escuelas independientes del control eclesiástico. Todo esto era anatema para las autoridades católicas, y en particular para Roma. En Italia misma, los estados pontificios se veían amenazados por el creciente nacionalismo italiano, que buscaba la unificación de la península.
Todo esto llegó a su punto culminante durante el pontificado de Pío ix —el más largo de toda la historia. Este papa fue quien por fin perdió los estados pontificios, de los cuales se le permitió retener sólo el Vaticano y otras pequeñas posesiones. Pío ix fue el primer papa en promulgar una doctrina —la de la inmaculada concepción de María— sobre la base de su propia autoridad, sin mediación de un concilio o de ningún otro cuerpo eclesiástico. Fue él quien en el año 1854 promulgó el Sílabo de errores, en el cual se listaban errores que ningún buen católico debía aceptar. Entre esos errores se contaban el Estado secular, el derecho al libre juicio, la educación pública bajo el control del Estado, y varios otros del mismo tono. Y fue Pío ix quien ocupaba la sede romana cuando, por acción del Primer Concilio de Vaticano, el papa fue declarado infalible.
La reacción del resto del mundo a la promulgación de la infalibilidad papal muestra hasta qué punto el papado había perdido verdadero poder. Cuando, tres siglos antes, el Concilio de Trento comenzó la reestructuración de la iglesia medieval, creando la estructura centralizada que ha caracterizado al catolicismo romano desde entonces, hubo fuerte oposición a sus decretos. En algunos países católicos se prohibió su publicación y aplicación. Varios países presentaron protestas formales contra los poderes que Roma parecía estarse adjudicando. En contraste, ahora que el Concilio Vaticano promulgaba la infalibilidad papal, la respuesta del mundo católico, especialmente en la arena política, no fue más que un gran bostezo. El papa podía decir de sí mismo lo que gustara. En fin de cuentas, aparte de sus más fieles seguidores, serían pocos los que le harían mucho caso. Al mismo tiempo, en los países protestantes se tomaba la declaración de la infalibilidad pontificia como la última y más clara demostración de la apostasía católica romana.
En resumen, por una gran variedad de razones, el catolicismo romano del siglo diecinueve y de principios del veinte se declaró enemigo acérrimo de la modernidad, en la que veía una seria amenaza contra la fe. Y, por su parte, la modernidad se declaró también enemiga del catolicismo, y frecuentemente también de todo cristianismo o toda creencia en lo que no pudiese comprobarse por medios empíricos y supuestamente objetivos.
En contraste, las nuevas circunstancias del siglo diecinueve redundaron en provecho del protestantismo. Ya he mencionado cómo fue durante ese siglo cuando las grandes potencias protestantes establecieron colonias por todo el mundo. En esos vastos imperios —unas veces con el apoyo de las autoridades coloniales, y otras contra la voluntad de estas— las misiones protestantes avanzaban rápidamente, de modo que pronto hubo fuertes iglesias protestantes en África, Asia y Oceanía. Esos imperios, al menos en su gobierno interno —pues frecuentemente el Gobierno de las colonias era otra cosa— subrayaban el derecho de los individuos a sus propias opiniones, la libre investigación, la libertad de cultos y la autonomía del Estado frente a la iglesia. En cierta medida, todas esas potencias se declaraban democráticas, dándole participación en el Gobierno y en sus decisiones al menos a cierta parte de su población.
El protestantismo pronto abrazó todo esto. El siglo diecinueve produjo una gran variedad de sistemas teológicos protestantes, particularmente en Alemania. Aunque había grandes diferencias entre tales sistemas, prácticamente todos concordaban en un punto: el protestantismo y la modernidad han de marchar mano a mano, pues el protestantismo es la expresión moderna del cristianismo. Casi todos aquellos teólogos famosos del diecinueve dirían que cuanto hubiese en el cristianismo que no fuera compatible con la modernidad sería descartado como superstición, como reliquias de un tiempo pasado cuando las gentes no pensaban críticamente, sino que se sometían a la autoridad. Todo ello no era sino tergiversación del cristianismo, producto del oscurantismo medieval y de la actitud totalitaria del catolicismo romano.
Aunque la mayoría de los fieles protestantes nunca siguió a aquellos teólogos hasta sus posturas más extremas, sí aceptó la idea de que el protestantismo era la forma moderna, y por tanto más avanzada, del cristianismo.
En nuestra propia América, Diego Thomson, a quien se le acredita haber sido el primer misionero protestante, llegó como heraldo y expositor tanto de la Biblia como de la modernidad. Los gobiernos liberales en las recién nacidas naciones lo recibieron como un modo de contrarrestar a los conservadores, en su casi totalidad católicos tradicionalistas. Para ellos, Thomson no era tanto el misionero sino el educador que venía proponiendo y demostrando un nuevo método educativo —el lancasteriano— que para aquel entonces representaba la cumbre de la modernidad.
En cierto sentido, era todo eso lo que estaba tras el libro de Hoffet, que tanto nos gustaba a mis correligionarios y a mí. Por ello, frecuentemente les señalábamos a nuestros compañeros católicos que en nuestras iglesias se practicaban principios democráticos, que en nuestras iglesias cualquiera podía hablar, que todos leíamos la Biblia y llegábamos a nuestras propias conclusiones. En nuestras iglesias celebrábamos el culto en nuestra propia lengua, y no en latín, de modo que todos pudieran entender lo que se decía, y en ellas no se le prohibía a nadie leer lo que quisiera.
Mas, aunque yo no lo sabía, ni siquiera lo sospechaba, mis luchas internas entre ser latinoamericano y ser evangélico, o como dije antes, entre Balmes y Hoffet, no eran solamente mías, sino parte del ambiente de aquellos años en los que todavía el catolicismo romano no había llegado al Concilio Vaticano ii, y el protestantismo no había tenido que abocarse al fracaso de la modernidad. Nuestros argumentos en la escuela eran ref...

Índice

  1. Cover
  2. Sinopsis
  3. Portada
  4. Créditos
  5. Prólogo
  6. Prefacio
  7. Capítulo 1: Fe y cultura
  8. Capítulo 2: Cultura y creación
  9. Capítulo 3: Cultura y pecado
  10. Capítulo 4: Cultura y diversidad
  11. Capítulo 5: Cultura y evangelio
  12. Capítulo 6: Cultura y misión
  13. Capítulo 7: Culto y cultura
  14. Acerca del autor