La Montaña
Caminé toda la noche por la inmensa pradera que separaba la aldea de la base de la montaña, mientras la luna llena iluminaba mi camino entre un mar de espigas peinadas por la suave brisa. Con los primeros rayos del alba alcancé la base de la montaña y me detuve para contemplar, lleno de respeto y admiración, las diferentes caras de la imponente montaña, algunas de ellas iluminadas ya por los rojizos rayos del amanecer, mientras que otras permanecían todavía sumidas en la oscuridad de la noche.
La montaña parecía infinita, elevándose hacia el cielo y atravesando las nubes en su camino. Ante su inmensidad me sentí como un enano, como un microbio, y por un momento mis pensamientos volvieron a las palabras de los ancianos de la aldea la noche anterior. ¿Qué habría de verdad en todo lo que dijeron? ¿No sería mejor dejar toda esta locura así y volver a casa, a lo conocido, a lo seguro? Me acordé de las palabras de la niña y un escalofrío recorrió mi cuerpo. De verdad estaba loco. ¿Quién me había metido a mí en este problema? ¿Y qué si por buscar algo que ni siquiera sé qué es, pierdo la vida?
Sumido en ese torbellino de dudas y de inseguridades, y casi a punto de devolverme, un rumor repentino me hizo volver en mí. Era como un rugido profundo que parecía provenir de las entrañas de la montaña misma. De pronto me sentí observado por la montaña, sentí como si estuviera viva, como si por los tiempos de los tiempos me hubiera estado esperando y no tuviera intenciones de dejarme ir. Y justo cuando el miedo comenzaba ya a tornarse en un pánico desmesurado, volví a escuchar el llamado de su cumbre, y como cuando los ojos de la niña le hablaron a mi alma, este llamado me llenó de fuerza y decidí emprender la marcha.
El camino hacia la cumbre parecía un ascenso sin mayor complicación. No había desvíos. Estaba marcado. Una trilla única dominaba colina tras colina hasta perderse en la cumbre misma. Y así, con la cumbre como objetivo único, comencé mi ascenso.
Al principio me mantuve alerta, un poco temeroso quizás, recordando las historias de los demonios de la montaña, pero conforme pasó el tiempo, y al no presentarse ninguno, me fui olvidando de las advertencias de los aldeanos y me entregué a caminar.
Las primeras colinas fueron una conquista fácil. Un sol radiante y un cielo azul habían sido mis compañeros de viaje en el ascenso. Había estado caminando por un buen tiempo, varias horas con seguridad, y cuando más o menos sentí que había completado posiblemente la mitad de mi recorrido, me detuve para dar un vistazo atrás.
La visión de lo que había quedado a mi espalda me sobrecogió. El camino del cual yo venía parecía perderse en un abismo mortal. ¿Cómo subí yo todo esto? La verdad que el ascenso no me había parecido tan difícil y peligroso como se veía ahora desde aquí. Y de pronto un pequeño punto de movimiento a lo lejos llamó mi atención. Se trataba de la aldea en la que había estado la noche anterior. Apenas si podía distinguirse la estructura de las casas y el correr de sus habitantes en un día más de trabajo. Pero lo que en verdad llamó mi atención fue lo estéril de las tierras en las cuales estaba asentada la aldea. ¿Por qué viviría esa gente allí? ¿Por qué no buscarían tierras fértiles? ¿Por qué no escucharía ninguno de sus habitantes el llamado de la montaña?
Pensando en el llamado volví a mirar hacia la cumbre y me dije: “Bueno, ya estas cerca, vamos a terminar esto de una vez”. Conquistaría una colina más y me encontraría seguramente ante el ascenso final hacia la cumbre. Reemprendí mi camino.
Pero la colina que me separaba del ascenso final estuvo seguida de otra, y esta de otra, y de otra y de otra, y así colina tras colina caminé incontables horas hasta que mi entusiasmo comenzó a disiparse y el día empezó a morir. Noté que el tiempo estaba distorsionado. Había caminado muchas más horas de las que podía haber en un día, y solo hasta ahora comenzaba a caer la noche. Me sentí frustrado. ¿Cómo es posible que haya caminado tanto y lejos de acercarme a la cumbre más bien pareciera alejarme cada vez más de ella? ¿Cuántas colinas más tendría que vencer? Sentí ganas de abandonarlo todo. Sentí ganas de echar a correr hacia atrás, pero recordé el abismo. En esta oscuridad me sería imposible descenderlo. Me sentía cansado. Me gustaría poder descansar y mañana cuando saliera el sol vería qué haría. Por ahora, solo quería refugio. ¡Debí haberles hecho caso a los aldeanos!
Un ruido rompió mis pensamientos. Vi con sorpresa cómo una pequeña figura emergía de la oscuridad y se acercaba a mí. ¿Cómo es posible, otros seres humanos aquí, o serán acaso los demonios de los que hablaba la niña? Con el corazón a punto de reventarme el pecho pregunté a la silueta quién era.
—Soy yo —respondió ella, y en su voz reconocí justamente a la niña de la aldea.
Pero, ¿cómo logró ella llegar hasta aquí? ¿Cómo puede esa mocosa haberme seguido a lo largo de interminables horas de marcha y ascenso? Aun así, me sentí reconfortado.
—Acércate —le pedí, pero cuando así lo hizo, descubrí que su mirada no era la misma. De alguna manera seguía pareciéndome familiar, pero no era la misma mirada con la que me había tocado el corazón la noche anterior.
—Todavía puedes salvarte —me dijo la niña—. Todavía no has tenido que enfrentarte a ninguno de los demonios de la montaña. Olvídate de la cumbre y acuéstate a descansar y mañana, cuando salga el sol, regresa a tu hogar.
—Pero la cumbre me llama, y tú lo sabes —le dije—. Lo que pasa es que estoy cansado y es de noche. Por ahora lo que voy a hacer es quedarme aquí y mañana cuando salga el sol reemprenderé mi camino hacia la cumbre.
—La cumbre —rio la niña—. Haz lo que tú quieras. Por lo pronto haces bien en quedarte aquí. No vayas a confiar en nadie, y no vayas a caminar de noche porque entones te perderás en los laberintos de la montaña. Espera hasta mañana, y cuando salga el sol, cuando puedas verlo todo con claridad, decides lo que vas a hacer.
Dicho esto, la niña se dio media vuelta, tal como lo hizo en la aldea, y sin mirar atrás desapareció en la oscuridad. ¿Cómo es que ella sí puede caminar en la noche y yo no? Bueno, esa gente ha vivido aquí toda su vida. Quizás se conocen esto como la palma de su mano.
Sumido en mis pensamientos acondicioné un espacio al lado del estrecho camino y, como pude, me acosté a descansar. Me sentí agradecido de haber cargado con mi armadura todo el camino, pues ahora esta me protegía del frío de la noche. ¿Dónde estaría la luna llena que me había iluminado ayer todo el camino? Bueno, mejor sería dejar de pensar y descansar para el día de mañana.
La noche fue una mezcla de sueños y despertares. En mis sueños aparecían el rostro de la niña, los ancianos de la aldea, y el largo camino que había recorrido desde el bosque. Me despertaba entre sustos y sudores fríos, pensando que ya era de día y que podría finalmente recomenzar mi ascenso hacia la cumbre, solo para descubrir que el tiempo no había pasado y que seguía sumergido en la más densa oscuridad.
Pasaron las horas. De hecho, pasaron tantas horas que me parece que pasaron días y semanas. Quizás pasaron años y siglos, y nunca amanecía. Y con cada hora que pasaba me hundía cada vez más en mi frustración, mi depresión, mis temores, y con ellos la noche se hacía cada vez más profunda, más espesa.
La desesperación se apoderó de mí y poco a poco empecé a perder noción de a qué le tenía miedo y qué buscaba yo en la montaña. En mi desesperación empecé a desear que no amaneciera, empecé a tenerle miedo al sol y al camino por recorrer. Y el tiempo pasó. Solo quería estar ahí acurrucado, paralizado. Hacía tiempo ya que había olvidado la aldea, los ancianos, la niña, y peor aún, la montaña, el camino y la cumbre. Mi vida era la oscuridad. Mi protección era la oscuridad. Empecé a aferrarme a mi armadura, y poco a poco empecé a pensar que la armadura era yo.
Como en un desfile demencial, empezaron a aparecer ante mis ojos terribles seres deformados, monstruos aberrados... los demonios que hacía tanto tiempo habían olvidado. Uno de ellos, lleno de una inexplicable ira, lo golpeaba todo al tiempo que gritaba como un animal herido. Otro de esos repugnantes seres no hacía sino lamentarse y arrastrarse por el suelo, como un despojo inútil y desahuciado. Otro no hacía sino gritar de miedo ante la furia del primer ser, presa de un pánico que parecía responder por igual ante cualquier otra cosa que lo rodeara. Otro no hacía sino arrancarse pedazos de carne sangrante y gritar en un aparente deseo incontenible de autodestrucción.
Estos y muchos otros demonios más me visitaron en la eterna noche de la montaña, todos ellos mostrándome sus horrendas y detestables caras. Quería no mirar, quería no verlos, pero no me daba cuenta de que ellos me desgarraban desde adentro, y todos ellos con los ojos familiares que había visto alguna vez en alguien en esta montaña.
Frente al dantesco espectáculo que se alzaba ante mí yo yacía inerte entre las rocas, paralizado como un muerto, vacío de vida como una vieja y oxidada armadura, y sin embargo me ahogaba de los mismos demonios que danzaban ante mí. En un turbulento torrente de emociones me embargaba, en unos momentos, una incontenible ira, en otros, una profunda depresión, en otros, una insondable culpa, en otros, un insoportable terror. Y yo nada podía hacer sino hundirme más profundamente en mi locura, pensando que era simplemente una delirante armadura llena de demonios. Así, poco a poco, siglo a siglo, me sumí en la más profunda inconsciencia, hasta que en la e...