Rancière
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Rancière

El presupuesto de la igualdad en la política y en la estética

  1. 160 páginas
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Rancière

El presupuesto de la igualdad en la política y en la estética

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Partiendo del pensamiento de Jacques Rancière, este libro se enfoca en el carácter performático que subyace a las prácticas, las palabras y las teorías en lo que respecta a la construcción de comunidades sensibles inéditas y al modo particular en que los seres nos transmitimos unos a otros la actualización de nuestras capacidades y el contagio de nuestras potencias.En este sentido, no es un libro sobre el poder, sino sobre la potencia que nace de una inteligencia en común o, si se prefiere, de un comunismo de las inteligencias. Este comunismo funciona como un presupuesto, como una poética o una abstracción que puede siempre materializarse, pues lo que hombres y mujeres compartimos a la hora de emanciparnos no es la lucha singular por una causa en común, sino una lucha en común por causas que nos son singulares.Federico Galende retoma en Rancière el tema del pueblo y la puesta en común de formas de experimentación que son singulares, viejo dilema al que este libro aporta nuevas preguntas.

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Información

Año
2020
ISBN
9789877121940
Categoría
Philosophy

IX. DE LA IMAGEN INTOLERABLE A LA IMAGEN PENSATIVA

La pensatividad que es propia del arte crítico admite ser transportada al campo mismo de las imágenes. Un régimen propio de pensatividad de la imagen es en realidad lo que Rancière opone a los largos debates en torno a lo que debe o no ser representado en la imagen como tal. Esto lo desarrolla tanto en El espectador emancipado como en la primera parte de El destino de las imágenes.99 Pero en un ensayo anterior, dedicado a comentar La politique des images de Alfredo Jaar, una muestra que tuvo lugar en el Museo de Bellas Artes de Lausanne, Suiza, Rancière emprende una larga discusión en torno al supuesto de que la actual sobreexhibición de imágenes nos ciega, disimula la verdad, la banalizan.
Según esta tesis habríamos llegado en la actualidad a estar demasiado cercados por “imágenes de masacres, cuerpos ensangrentados, niños amputados, cuerpos apilados en osarios”. Todo esto nos haría insensibles, piezas de un espectáculo no muy distinto al que ofrecen esas parodias expresionistas del cine de Álex de la Iglesia o, más directamente, “las ficciones del cine gore”. No sería sino este el móvil que ha conducido a un número no menor de críticos y artistas –dice Rancière– a frustrar nuestros hábitos voyeristas dosificando o haciendo desaparecer esas imágenes que nos endurecen o nos insensibilizan. He aquí el motivo por el que “Claude Lanzmann rechaza cualquier documento de archivo que aluda al genocidio, Jochen Gerz entierra los monumentos a la memoria y Alfredo Jaar disimula en cajas las fotografías de la masacre en Ruanda, situando a los visitantes, al final de oscuros corredores, frente a una inmensa pantalla iluminada, virgen de toda imagen”.100
La respuesta de Rancière a este “rumor que corre” (el de que el exceso de imágenes ha terminado por volvernos a todos impávidos o inconmovibles) concita la tarea de rescatar el análisis de las imágenes del largo proceso en el que ha estado sumido: el de esa típica crítica del espectáculo que ha solido emparentar el mundo de estas imágenes con el de los reflejos en la caverna platónica, ese mundo hecho de espectadores pasivos a los que estas engañan o desconciertan. La pregunta es sin embargo ¿de dónde proviene esta crítica que nos hace pasar de lo intolerable en la imagen –lo intolerable de lo que vemos: esos osarios amontonados, esas fotografías de cámaras de gas, esos cuerpos de pequeños desgarrados en Ruanda– a lo intolerable de la imagen –lo intolerable de que a estas algo o alguien las exhiba y divulgue, insensibilizando la mirada con la sobreexposición del horror?
La crítica que sitúa el mal de las imágenes en su número excesivo, en la profusión que invade y alisa la mirada o los cerebros de un rebaño de consumidores democráticos de mercancías, tiene una procedencia indudablemente ilustrada. Rancière tensiona esta crítica a partir de un contraejemplo que toma de esa imagen polémica que Alfredo Jaar buscó resituar en el espacio-tiempo específico de su visibilidad. Esta imagen es la de “una fotografía tomada en Sudán por el fotógrafo sudafricano Kevin Carter”.101 La foto, que a Carter le valió el premio Pulitzer pero que muy pronto lo llevó al suicidio por la serie infinita de críticas indignadas que recibió, es la de una niña hambrienta que se arrastra por el suelo al borde del agotamiento mientras un buitre espera detrás de ella a que se convierta en carroña. Lo que la mayoría de los críticos hizo fue lógicamente comparar al buitre que aguardaba a su presa con la figura del fotógrafo permaneciendo indiferente tras la captura de esa imagen de horror. Lo que sin embargo Jaar hizo a partir de esto fue construir otro dispositivo de visibilidad; en The Sound of Silence, procuró inscribir lo intolerable de la imagen de la niña en una historia de intolerancia mayor, mostrando que “si Kevin Carter se había detenido aquel día, embargada su mirada por la intensidad estética de un espectáculo monstruoso, fue porque antes había sido no un simple espectador sino un actor comprometido en la lucha contra el apartheid”.102
Rancière partió de esta polémica para plantear que la cuestión de la imagen intolerable cuenta en realidad con dos grandes objeciones. La primera de estas objeciones estriba en que lo que vemos habitualmente (y de lo que estamos cansados) no son las imágenes del horror o de los cuerpos sufrientes, sino más bien los rostros, como a todos nos consta que sucedió tras el atentado a las Torres Gemelas, de los gobernantes y los periodistas que comentan esas imágenes y nos dicen qué es lo que debemos entender de ellas. La segunda estriba en que el problema no reside en determinar cuáles son los horrores que deben o no ser mostrados, “reside en cambio en la construcción de la víctima como elemento de una cierta distribución de lo visible”.103 Estas dos objeciones apuntan a mostrar, por un lado, que a toda imagen le es inherente una cierta heterogeneidad sensible y, por otro, aunque deducido de esto mismo, que la imagen no es simplemente el doble de una cosa. No es, por decirlo de otro modo, como nos lo propone el esfuerzo de Jaar por resituar esa fotografía en el contexto de su visibilidad, la mera reproducción mecánica o el registro documentado de un hecho que ha atravesado frente al dispositivo; “es un juego complejo de relaciones entre lo visible y lo invisible, lo visible y la palabra, lo dicho y lo no dicho”.104 Es en este sentido la asociación o el juego de rimas o la infinita búsqueda de correspondencias –no la interpretación teórica– lo que conduce a que cada imagen comporte una reconfiguración al interior de una serie compleja que a la vez la reconfigura. No hay nunca una imagen.
Es recién a partir de esto que podemos abrirnos a lo que Rancière llama el régimen de pensatividad de la imagen. Una imagen no es pensativa por el modo particular en que ajusta lo pensado a su traducción visual en una expresión; es pensativa por todo lo contrario: porque está llena de pensamientos en los que no necesariamente está pensando. Este pensamiento no pensado no tenemos derecho a atribuirlo evidentemente a la intención de quien produce una determinada imagen, motivo por el que el espectador puede vincularla a otros objetos o problemas. La pensatividad es así un desajuste que introduce una igualdad entre quien es capaz de producir pensamientos que no está pensando y quien es capaz de vincular estos pensamientos impensados a otros objetos. Se trata de un desajuste que para Rancière atribuye una cierta indeterminación a la relación entre lo activo y lo pasivo, pues la pensatividad tiene que ver justamente con esta actividad del pensamiento que parece adormecida en una pasividad, como cuando alguien se deja llevar repentinamente por ensoñaciones a las que a la vez no atiende del todo.
Si esta indeterminación conecta con lo que decíamos más arriba sobre la estética, es precisamente en virtud de que deshace dos tradiciones de lectura demasiado rígidas sobre la imagen: la del discurso clásico del documento fiel que la liga a ser el doble de una cosa; la de cierto discurso estético que trata de limitarla a ser solo una operación del arte. Conocemos de sobra las disputas a las que las imágenes fueron sometidas hacia mediados del siglo XIX tras la irrupción de la fotografía. Esas disputas dividieron a quienes insistían en un concepto de arte al que toda consideración técnica debía seguirle siendo ajeno y quienes introducían la pregunta acerca de hasta qué punto no era ya todo el arte una forma de fotografía.
Concebir el régimen de la imagen por fuera de este tipo de disputas es lo que conduce justamente a concebir una cierta indeterminación entre lo pensado y lo impensado, entre una actividad y una pasividad, pero también entre arte y no arte. Lo que Rancière atribuye así a la pensatividad de una imagen fotográfica no es la adecuación de esta a aquello que quiere representar sino, más bien, la tensión, la multiplicación o la división interna de varios modos de representación. Uno de los ejemplos de los que se vale al respecto es la fotografía de esa adolescente polaca tomada por Rineke Dijkstra.
La fotografía de Dijkstra no pertenece a esas series que buscaban representar, como en el caso de Eugène Atget, los coches de París o los interiores domésticos con el fin de realizar la antropología visual del pintoresquismo artístico de una época, o entregar, como en el caso de August Sander, el retrato fidedigno de la nación por medio, como él mismo lo sentenció a propósito de la exposición de sus retratos en la Kunstverein de Colonia en 1927, de las fisonomías de los diferentes estratos sociales, ni mucho menos producir, como en el caso de los fotomontajes de Hannah Höch o Ronald Hausman en Alemania, Gustav Klutsis, Alexander Rodchenko o Kazimir Malevich en la URSS o el mismo Marcel Duchamp en Francia, una hilera dispersa de asociaciones libres iconográficas; la serie fotográfica de Dijkstra se limita a exhibir individuos de identidades lábiles o sin ninguna, seres relativamente anónimos, despojados de expresión pero dotados por eso mismo de cierta distancia o de cierto desapego, de cierto misterio. El nombre para ese desapego, para esa división de la imagen entre la representación de esos cuerpos que flotan en la atmósfera como si fuesen los de cualquiera, sin singularidad alguna, y la imposición de una presencia bruta de la que ignoramos por completo por qué posa o qué es lo que está expresando delante del objetivo, es el de “parecido desapropiado”.
Lo que Rancière dice del “parecido desapropiado” es que “no nos remite a ningún ser real con el que podríamos comparar la imagen. Pero tampoco es la presencia del ser único del que nos habla Barthes”.105 No pertenece ni al punctum ni al studium, así como no pertenece tampoco plenamente a un valor cultural o un valor de exhibición. La pensatividad refiere más bien a un tipo de imagen en la que algo o alguien nos ofrece su fisonomía o su rostro hurtando en parte, a la vez, los pensamientos que hay detrás de esa fisonomía o ese rostro. Lo importante es que el parecido desapropiado no constituye para Rancière solo el efecto de un anónimo determinado que exhibe el rostro escamoteando su pensamiento en la imagen; es también un estatuto de la imagen como tal. La imagen, dicho brevemente, puede ser pensada ella misma, en todo su conjunto, como un cuerpo recorrido por fuerzas heterogéneas, como por ejemplo la de la singularidad anónima y la de ese anonimato capaz de adoptar una singularidad. Una especie de nudo infinito que incluye un arte al que divide y recorta una y otra vez entre arte y no arte, desarmando al mismo tiempo desde sí misma, más allá o más acá del artista, la distancia sobre la que todo arte se emplaza: la distancia entre el privilegio de una actividad únicamente productiva y una pasividad puramente receptiva.
La supresión de esa distancia impacta de lleno en los procedimientos clásicos del arte politizado que hemos venido revisando. Por un lado, sabemos que la paradoja de ese arte politizado ha consistido en suprimir la distancia con el espectador bajo la ilusión de enseñarle a él a suprimirla. El arte político le dice así al espectador dos cosas distintas: que él podrá transformar la distancia que lo separa del arte, pero solo si aprende a capturar en el arte los procedimientos específicos que le permitirán hacerlo. En este caso no es sino la voluntad por suprimir la distancia la que la crea. Lo que así retorna es la lógica del orden explicador que tratábamos en nuestro primer capítulo, consistente en el traspaso de lo idéntico: el artista o quien sea cuenta con una capacidad que está de su lado (encarnada en sus habilidades o en sus destrezas, en su conciencia o en su espíritu) y debe pasar al otro. Por otro lado, sabemos que lo que llamamos espectador no está nunca completamente encerrado en la pasividad que el arte político le supone: él puede estar repleto de una actividad reflexiva en los mismos espacios artísticos a los que la crítica suele atribuir el gas adormecedor de la forma burguesa: el museo o la galería.
La pregunta a este respecto es la siguiente: ¿qué es lo que lleva al arte político a sentirse en condiciones de despertar al espectador sino el prejuicio de una identificación acrítica entre contemplación y pasividad?, ¿de dónde proviene este supuesto tan repetido según el cual contemplar una imagen es complacerse pasivamente de ella, dejarse confundir por ella y eximirse, en virtud de ella, de la indagación acerca de la realidad “más profunda” que está detrás? La pensatividad es para Rancière no el efecto de una estrategia que el arte crítico ha sembrado en determinado tipo de imagen, una que se apiada del pobre espectador pasivo y lo invita a reflexionar junto con ella; la pensatividad es un nudo anónimo de desapropiación que interroga las oposiciones clásicas entre apariencia y realidad, entre forma y profundidad, entre anestesia y shock.
Lo que así interroga es una división específica de lo sensible, una distribución de las capaci...

Índice

  1. Cubierta
  2. Sobre este libro
  3. Portada
  4. Dedicatoria
  5. Epígrafe
  6. Prólogo
  7. I. El filósofo ante el espejo
  8. II. El buen filósofo ignorante
  9. III. Potencias de la memoria y la igualdad
  10. IV. ¿Quién dijo inteligencia?
  11. V. Comunistas sin comunismo
  12. VI. Policía, filosofía, política
  13. VII. Política estética sin politización
  14. VIII. El péndulo del arte crítico
  15. IX. De la imagen intolerable a la imagen pensativa
  16. Bibliografía
  17. Sobre el autor
  18. Página de legales
  19. Créditos
  20. Otros títulos de esta colección