Carrusel Benjamin
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Carrusel Benjamin

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Carrusel Benjamin

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Al comienzo de Tesis sobre el concepto de historia, el último escrito de Walter Benjamin, un muñeco llamado materialismo histórico juega al ajedrez y gana siempre, porque lo comanda una teología en forma de enano, es decir, una teología mínima donde se ha obrado, pacientemente, una reducción. La filosofía, además de conceptos y saberes, señala Mariana Dimópulos, también nos lega imágenes, y esta tal vez sea la mayor del legado de Benjamin.Desde entonces, la convivencia entre estas dos figuras –materialismo y teología– plantea una serie de incógnitas que Benjamin pensó a lo largo de toda su obra, desde sus ensayos de juventud, pasando por el libro dedicado al Barroco, hasta el Libro de los pasajes.Dimópulos se propone volver esa convivencia concebible. Para ello evita la cronología y construye en cambio su argumentación progresivamente a partir de un principio triangular. "Porque el saber del arte era al mismo tiempo un saber de la historia, y el saber de la historia un saber del presente", sostiene. Analiza así este triángulo y las varias formas que adoptó en la obra de Benjamin frente a diversas estaciones, como en un carrusel.Ni una filosofía de la historia, ni una teoría crítica del arte, ni una rehabilitación de la mística más o menos teológica, sino sucesivas reconversiones, conceptos que avanzan en capas, por superposición.

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Información

Año
2017
ISBN
9789877121964
Categoría
Philosophy

CAPÍTULO III
TRAZA TEOLÓGICA

UNIVERSAL BÍBLICO

Toda presencia teológica tiene en conceptos contemporáneos al menos dos modos de existencia: como secularización inacabada, como buscada teologización de figuras conceptuales profanas, laicas, científicas. Esto, por su parte, está sometido a una dialéctica. Toda vez que se dice “teológico” se dice “secular”, cuando no “profano”; así como toda vez que se dice “mito” se dice “razón”. Aunque por motivos diversos, las dos opciones se encuentran hoy en el medio filosófico-científico bajo sospecha al menos, mayormente bajo impugnación.47 Una secularización imperfecta habrá dejado a medias el trabajo primordial de la modernidad –el abandono de Dios como sujeto de un predicado de verdad sobre el mundo– y por eso será tachada de anacrónica e inválida; una teologización por vía de conceptos cobrará un aire o bien de debilidad, o bien de riesgo y provocación. Si hubiera una tercera opción entre ambas –aparte de la fe, que no necesita abandonar teología alguna–, esta implicaría una suerte de continuidad teológica, más o menos de superficie. Estas alternativas son sustancias que viven mal en el preparado viscoso-racional del medio filosófico moderno, y todas ellas fueron aplicables, por momentos, al pensamiento de Benjamin. En cada una queda planteado el obstáculo de la cripto-creencia: eso que, por obra de lo heredado, sostenido, retomado y no abandonado a tiempo, hace que un pensamiento se vea restringido por una determinada confesión. Que lo teológico limita es considerado algo certero.
Esta presencia –negada y maquillada en buena parte de las interpretaciones dedicadas a la obra de Benjamin– no se corresponde con el legado romántico de una sacralización del arte y apenas podría ser platónica. Solo en diversas mediaciones se tocan el arte y la religión; es el ámbito de la historia y de los órdenes donde lo teológico se pone en juego, no sin sutileza ni ambivalencias. “En general, la historia es un curso de un único sentido” (VI, FHP, 93), es decir, un curso unívoco. Esta univocidad, o su totalidad, solo se consigue analíticamente por subdivisión. Los manuscritos de Benjamin cercanos a 1918 la establecen: hay historia natural, historia del mundo, historia divina.48 En rigor, solo la historia divina contiene esa “correlación unívoca de efectos” exigida por la idea de una totalidad histórica. “Todo” no corresponde a un predicado de la existencia mundana. En aquellos papeles, una primera asignación pone a la cosmogonía como el ámbito de la historia natural y a la historia del mundo o genealogía como escala jerárquica de los fenómenos. Esto recuerda a la mística. Pero miradas desde la historia divina, es decir, desde la totalidad unívoca, la historia natural coincidiría con la historia de la creación y la historia del mundo con la revelación de Dios. Mirar desde: el cambio de plano es lícito, y será empleado en forma recurrente a lo largo de la obra de Benjamin. Pocas veces es anunciado expresamente, más bien se lo indica bajo el escamoteo de un sintagma griego: μετάβασις εις ἄλλο γένος, el traspaso a otro ámbito o a otro género. Tomada a secas, quizá la historia sea un curso, pero no coincide con el tiempo. De hecho, es el tiempo lo que separa la historia divina de la historia del mundo.
Esta secularización fallida o teologización (a medias mostrada) de la historia –que no es reductible a la simple trasposición a concepto de una creencia ni atribuible a un legado romántico de la concepción filosófico-universal del arte divinizado– opera sobre una necesidad, acaso de develamiento. Si el mundo tuviera un comercio oculto e irreductible con la creencia, menos que denunciarlo habría que abogar por su separación. Aunque se la defina como totalidad unívoca, el propósito de la historia no es el del sentido en cuanto objeto de un acto del comprender. Eso hubiera postulado el historicismo más reciente, que Benjamin se había propuesto combatir. La filosofía de la historia apenas si encarna la tarea hermenéutica, tranquilizadora, ideológica del sentido que, desde el presente, puede extenderse sobre ella como un manto de cohesión. El tiempo del mundo, imbricado en los hechos de los hombres, se toca con lo divino en la pregunta por lo justo. Y esa figura no deja de repetirse, tanto en la amenaza como en la promesa del Juicio Universal. De su mano entran a la filosofía de la historia el par culpa-castigo y la posibilidad del Mesías. Esta idea del Mesías, había establecido ya el neokantiano Hermann Cohen, era una necesidad histórica en cuanto que, en los primeros tiempos, había sido el modo específico de abandonar el mito y hacer aparecer la ley. Solo por una filosofía de la historia y por la distinción de planos se podrá establecer una doctrina de la ética y del derecho; su corolario, en la historia del mundo, es la política.
“El mito carece de imagen de futuro; traslada la paz de los hombres y de la naturaleza al pasado, a la era dorada. El profeta, por el contrario, proyecta su eticidad hacia el porvenir. El concepto de futuro distingue la religión del mito. Los profetas denominaron a este futuro, al conectar la liberación del hombre respecto de las guerras entre pueblos con el anhelo político por la libertad del propio pueblo, mediante esa expresión a través de la cual la propia lengua y la propia política pensaban al mayor representante del Estado: como Mesías”.49 El profeta, explica Cohen, fue el creador de un nuevo modo de pensar. Se equivocarán aquellos que entiendan esta deducción como privativa de la religión judía. “Ese es el gran mérito obtenido por la crítica bíblica de la teología: haber comenzado a liberar al mundo cultivado del prejuicio de particularismo aplicado al Dios de los profetas. Desde entonces el universalismo del Dios profético ha sido reconocido”.50 Este Dios ya no es el de una nación ni el de un pueblo, sino el de la humanidad entera, y en esto cumple esa exigencia del todo que había sido planteada a la historia. Origen de este universalismo es el monoteísmo, puesto que, en oposición al mito, coincide en el plano de la ética con la razón. A esta misma reafirmación del Uno le estará reservada, en la filosofía, una crítica desde fuera de lo teológico a fines del siglo XX.
Así, liquidado el particularismo religioso, ganada doblemente la univocidad por el Dios único y por la historia total, resultará vano acusar a la temporalidad profética de oscuro concurso con la particularidad de una confesión. De hecho, no hace falta creer siquiera, puesto que lo bíblico se ha universalizado como razón del hombre. Queda en discusión que este postulado, a su vez, pueda traducirse en puro dominio, en la máquina negativa de lo teológico-político.51
Desde una temporalidad que Benjamin construye esforzadamente, las instancias de creación, caída, revelación, catástrofe y salvación marcan un orden, que solo participa por mediaciones en la historia del mundo. En la contada por el idealismo alemán, el espíritu, vuelto fenómeno, se va desplegando en un progreso de épocas, con fechas y sujetos (de la conciencia); esta encarnación en el mundo había sido facilitada por la ya cumplida llegada del Mesías dentro del cristianismo. Hasta que la idea de progreso hubo de redimirla, la humanidad salvada por Cristo había vivido en el medio y la incertidumbre de los últimos tiempos, del tiempo que resta, límite que la teología cristiana iba estirando en sus cálculos originarios. Si no fuera por el progreso, lo que aún hoy ocurre seguiría siendo el fin.
Y sin embargo, en su secularidad cómplice (con la producción y reproducción del capital y sus condiciones) el progreso ya mostraba a principios del siglo XX su inutilidad para concebir el presente, puesto que nada indicaba que este fuera el perfeccionamiento de ninguna cadena más que de la cadena de la abstracta agregación de hechos. “Hay una concepción de la historia que, confiando en la infinitud del tiempo solo distingue el ritmo de hombres y épocas, que rápido o despacio van avanzando en la órbita del progreso” (II, VdE, 75). A esta concepción, Benjamin se oponía ya tempranamente. En el texto de donde proviene esta cita –“La vida de los estudiantes”, de 1915– se reconoce un estado particular en que “la historia descansa reunida en un punto candente, como desde siempre en las imágenes utópicas de los pensadores. Los elementos del estadio final no se muestran como tendencia progresiva y amorfa, sino que están alojados, profundamente, en cada presente en las creaciones y los pensamientos más amenazados, más difamados y más burlados. Tarea de la historia es conformar ese estado inmanente de perfección en uno absoluto, volverlo visible y dominante en el presente”. Ocurren las dos cosas: estamos en el presente y llegamos al presente, pero en la exigencia de ser el máximo punto de un supuesto progreso, no se hace más que abandonarlo. En este texto de juventud, que discute las condiciones de la universidad y la vida de los estudiantes que la constituyen, no alcanza con mostrar los detalles de lo reconocible e historiable, el paso a paso de la cultura, como había querido infinidad de veces el historicismo del siglo XIX. Esto lo confundiría con el supuesto progreso del espíritu en el mundo. “Este estado no ha de delimitarse mediante descripciones pragmáticas de pormenores (instituciones, costumbres, etc.), de las cuales más bien se sustrae, sino que solo puede captarse en su estructura metafísica, como el reino mesiánico o la Revolución francesa” (II, VdE, 75). La comparación profana recuerda el círculo antes mencionado y aquí, al parecer, aceptado por Benjamin: siempre que se dice teológico se dice político.
Esta apelación metafísica pronto habría de enfrentarse con otra pragmática, o al menos urgente, la del programa alemán del sionismo. Menos de sus trabajos ensayísticos que de sus cartas puede reconstruirse el diálogo de diferenciación que Benjamin entabló con este programa, primero como movimiento político para el judaísmo alemán, más tarde como ejercicio de un posible destino en la forma de una emigración a Palestina. La sospecha de creencia que pesa sobre Benjamin justifica esta reconstrucción; a ojos de la filosofía de la razón, vale aventurarse en documentos.
Dos cartas tempranas –de 1912 y de 1916– ligadas a la posibilidad de colaborar en revistas de la intelectualidad judeo-alemana –posibilidad en ambos casos denegada– muestran algunos argumentos. Ante esta posibilidad de colaboración, ser judío dejaba de ser asunto de la esfera privada, pedía ser explicitado: en la primera serie de cartas, Benjamin se ve obligado a pasar del plano del concepto al de la pertenencia. En el primero, el sionismo es aceptado a medias, tomado como recordatorio: “Si es cierto que tenemos dos lados, uno judío y otro alemán, hasta ahora hemos estado con todo nuestro poder de afirmación orientados a lo alemán; lo judío solía ser acaso solo un aroma extranjero, sureño (aún peor: sentimental) en nuestra producción y en nuestra vida” (GB I, 61-62). A este estado, en 1912, había que poner un fin. Pero “cómo esto puede llevar al sionismo, no lo entiendo. Se encuentran peculiares, muy valiosas fuerzas en el judaísmo, y acaso deba sospecharse que estas fuerzas, en un tiempo previsible (quizá en uno imprevisible, dado que hemos de contar con la inmigración rusa) se perderán por asimilación. Entonces ven la única salvación en un Estado de los judíos” (ibíd.). Quizá esta posibilidad estuviera abierta a los judíos del Este, dice Benjamin, pero no a los de Europa occidental. Menos aún para los literatos, que no podían unirse totalmente al movimiento judío por haberlo hecho antes a las letras. Benjamin repetía en su primera juventud: “solo una idea puede ser rectora”. Tendrá toda una vida para denegarlo.
Martin Buber fue el destinatario de la declaración de 1916. En ella, Benjamin cuestionaba el uso de la escritura con fines políticos por mor del lenguaje, preguntándose por la relación entre lenguaje y acto. Toda concepción que lo ponga en directo contacto con el secreto (poético o profético) quedaba fuera de la escritura política ejercida en una revista. “Tal como me resulta imposible entender una escritura que busca efectos, así también soy incapaz de utilizarla” (GB I, 327). Desde entonces, desde esta temprana comprobación, quedó para siempre inconclusa la conjunción entre secularización imperfecta y política revolucionaria; porque si su dimensión era teológica, ¿cómo resultaría posible que mesianismo político no coincidiera plenamente con Jerusalén?
Si en algo valieran las especulaciones biográficas, se diría que desde entonces la posibilidad de un exilio a Palestina, considerada por el Benjamin de los años treinta en un contexto acuciante, se vio desde un principio obturada por concepto. No así el traslado metafísico a lo teológico, tanto en el concepto de temporalidad posible de la historia humana como de expresión posible en el lenguaje de los hombres. Así, en la propia filosofía alemana, el mayor comando de secularización jamás pronunciado –Dios ha muerto– no quedaba del todo cumplido. Dios había sobrevivido, fuera o no legítima esa sobrevida.

MITO

Justo a tiempo antes de esa muerte decretada por Nietzsche, una nueva promesa de un Dios venidero había sido explorada y cantada por el romanticismo. En sus manos había sido depositada, a fin de cuentas, la Korrektur de la razón ilustrada y la construcción de un posible clasicismo desligado de la mera imitación de lo antiguo. El callejón sin salida llevaba por título una pregunta: ¿cómo hacer una poesía clásica sin mitología?52 A la luz de su origen ritual, el universal de la poesía designa la esfera religiosa, y si se quisiera establecer una continuidad habrá de suponerse también una –mínima y problemática– entre paganismo y cristianismo. Para los románticos, esa continuidad está dada por el Dios venidero, que es griego por llevar el nombre de Dyonisos pero trae consigo los rasgos del advenimiento cristiano: es extranjero, irrumpe, llega de lejos. Entonces, un antiguo acto sincrético tiene lugar para que la poesía halle su centro. “La nueva mitología debe ser construida […] desde la más profunda profundidad del espíritu: debe ser la más artística [künstlich] de todas las obras de arte, pues debe abarcar a todas las obras, un nuevo lecho y receptáculo para la antigua y eterna fuente originaria de la poesía y debe ser ella misma el poema infinito que cubre las semillas de todo otro poema”.53 Así como en la dimensión antropológica la mitología había sido en Grecia religioso-cohesiva, el mismo propósito le estaba reservado en el arte: constituir y sostener el todo. Para esto había que poner en marcha las fuerzas de la propia época en dos tareas, la reducción y la ficción. Solo entonces la nueva mitología ha de ser un todo completo, puesto que no solo las prácticas “sociales” de la religión y las prácticas “artísticas” de una poesía universal estarían dadas y así ejercidas, sino también las del espíritu de los dos héroes del romanticismo: el filósofo que analiza y reduce, el poeta que imagina y compone, tal como lo quería Herder. Resuelto quedaba entonces un misterio que había aquejado al fin del clasicismo, como lo había declarado Winkelmann, el misterio de la imitación perfecta: debemos imitar por completo para volvernos, a su vez, inimitables. Esta última imitación, reservada al destino romántico –o acaso alemán–, creará lo nuevo, por fuera del círculo de las herencias clásicas, aunque haya nacido de una imitación e invite, en su imposible repetición, a continuarla. Otro nombre de este misterio es “modernidad”.
Pero sin marco, sin imitación posible, sin “efecto de totalidad” como le habían atribuido los románticos, despojado de su belleza y de su vínculo con la verdad del arte, el mito recobra su entero carácter arcaico. Inmediato precedente de la poesía y de la religión, el mito sobrevive en ambas. Los modos de esa supervivencia lo definen, y esta sobrevida del mito deja su marca en una cierta temporalidad del mundo en el que aún habita. Frente al imaginado progreso numerario de años y siglos, el mito recuerda lo cíclico. En toda escena de regresión está dispuesto a reactivarse y a dispersar sus efectos. La decadencia es un regreso y la caída una recaída. Para Benjamin, una escena tal se narra en Las afinidades electivas de Goethe, cuyo tema no es, como generalmente se asume, el matrimonio burgués sino más bien su desmoronamiento y así el de un orden completo. Entonces hacen su aparición las fuerzas míticas y su forma fenoménica se muestra en la naturaleza como amenaza, las corrientes telúricas como su brazo de dominio. A estas fuerzas responden Charlotte y Edward y el arquitecto, quienes levantan la casa sobre tierra y piedras elevadas, y los que acaban bajo las aguas del lago familiar. Solo el ritual puede salvar a los protagonistas de esta novela geométrica de Goethe, y solo apenas. Para esta concepción de lo oculto y lo o...

Índice

  1. Cubierta
  2. Sobre este libro
  3. Portada
  4. Prólogo
  5. Capítulo I. La crítica
  6. Capítulo II. La historia y las obras
  7. Capítulo III. Traza teológica
  8. Capítulo IV. Ser moderno
  9. Capítulo V. La urgencia
  10. Abreviaturas de obras citadas de Walter Benjamin
  11. Sobre la autora
  12. Página de legales
  13. Créditos
  14. Otros títulos de esta colección