Sonata a Kreutzer
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Sonata a Kreutzer

Lev Tolstói

  1. 160 páginas
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Sonata a Kreutzer

Lev Tolstói

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Sonata a Kreutzer, uno de los relatos más controvertidos escritos por Lev Tolstói, toma su nombre de una célebre pieza de Ludwig van Beethoven y está considerado por la crítica como la creación inaugural de la tercera etapa literaria de Tolstói.La trama gira en torno al personaje principal, Pózdnishev, quien, en un viaje en tren, le cuenta a su compañero de vagón —como parte de una conversación sobre el matrimonio, el divorcio y el amor— de qué forma su relación matrimonial se fue deteriorando gradualmente.Al cuestionar el concepto de amor verdadero, el protagonista se escuda en que el amor inicial puede convertirse rápidamente en odio y confiesa que, si bien al principio amó a su esposa, poco a poco su vida conyugal se fue transformando en una tortura que lo llevaría al extremo de asesinarla.Argumenta, también, que se sintió consumido por los celos cuando notó en su esposa la admiración por un violinista con quien interpretó la obra que da título a la historia, suceso que terminó llenándolo de una ira y una pena incontrolables.

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Información

Editorial
Bärenhaus
Año
2020
ISBN
9789874109866
Categoría
Letteratura
Categoría
Classici

Epílogo a Sonata a Kreutzer

He recibido y recibo aún muchas cartas de desconocidos pidiéndome explicar en palabras claras y sencillas lo que pienso acerca del tema de mi relato intitulado Sonata a Kreutzer. Intentaré hacerlo, es decir, expresar en breves palabras, en la medida de lo posible, la esencia de lo que quise decir en ese relato, así como las conclusiones que, en mi opinión, pueden sacarse de él.
***
En primer lugar, quise decir que en nuestra sociedad se ha instalado la firme convicción, común a todos los estamentos y apoyada por una pseudociencia, de que las relaciones sexuales son necesarias para la salud y que, como el casamiento no siempre es posible, las relaciones sexuales fuera del matrimonio, que no imponen al hombre sino la obligación de pagar, son en un todo naturales y, por tanto, deben ser estimuladas. Dicha convicción es tan firme y compartida que los padres, por consejo de los médicos, organizan el libertinaje de sus hijos; los gobiernos, cuya única finalidad consiste en velar por el bienestar moral de sus ciudadanos, instituyen el libertinaje, es decir, establecen un estamento de mujeres que debe sucumbir física y espiritualmente para satisfacer las aparentes necesidades de los hombres, mientras los solteros se entregan al libertinaje con la conciencia completamente tranquila.
Y yo quise decir que eso está mal, porque no puede ser que por la salud de unas personas haya que echar a perder los cuerpos y las almas de otras, lo mismo que no puede ser que por la salud de unas personas haya que beber la sangre de otras.
La conclusión natural que, a mi parecer, debe sacarse de ello, es que no hay que dejarse llevar por ese equívoco y por ese engaño. Y para que eso no ocurra es preciso, primero, no creer en doctrinas inmorales, por más apoyadas que estén en pseudociencias, y, segundo, comprender que entablar una relación sexual en la cual las personas se libran de sus posibles consecuencias —los hijos—, o hacen caer todo el peso de estas sobre la mujer, o evitan la posibilidad de la concepción, constituye un crimen contra la pretensión más sencilla de justicia, es una vileza y, por tanto, los solteros que no quieran vivir vilmente deben abstenerse de hacerlo. Para ello deben, además de llevar una vida natural —no beber, no comer en exceso, no comer carne y no evitar el trabajo (no la gimnasia, sino el trabajo real, el que cansa) —, no concebir siquiera la posibilidad de tener relaciones con las mujeres de otros, así como nadie admite esa posibilidad respecto a su madre, hermanas, parientes y esposas de los amigos.
Cualquier hombre encontrará en su entorno cientos de pruebas de que la abstinencia es posible y menos peligrosa y dañina para la salud que la incontinencia.
Eso es lo primero.
En segundo lugar, que en nuestra sociedad, debido a la opinión de que las relaciones amorosas no solo son una condición indispensable para la salud y el placer, sino también un bien poético y sublime, la infidelidad conyugal se ha convertido en todos los estratos de la población (en especial entre los campesinos que sirven en el ejército, a causa de sus esposas) en un fenómeno de lo más corriente.
Y creo que está mal. La conclusión que deriva de ello es que no hay que hacerlo.
Y, para no hacerlo, es preciso cambiar la opinión sobre el amor carnal, es preciso que los hombres y las mujeres sean educados por sus familias y por la opinión pública de modo tal que antes y después del casamiento no consideren el enamoramiento —y el amor carnal a él ligado— un estado poético y sublime, como se hace ahora, sino un estado animal humillante para el hombre, y que la violación de la promesa de fidelidad dada en el casamiento sea censurada por la opinión pública, al menos en la misma medida en que esta censura el incumplimiento de las obligaciones pecuniarias o los fraudes comerciales, y no sea alabada, como se hace ahora, en novelas, poemas, canciones, óperas, etc.
Eso es lo segundo.
En tercer lugar, que en nuestra sociedad, otra vez debido a la falsa importancia que se le otorga al amor carnal, la procreación ha perdido su sentido y, en lugar de ser el fin y la justificación de las relaciones conyugales, se ha convertido en un obstáculo para la agradable prolongación de las relaciones amorosas, y que, por ello, tanto fuera como dentro del matrimonio —por consejo de los servidores de la ciencia médica— ha comenzado a difundirse el uso de métodos que privan a la mujer de la posibilidad de tener hijos, o se vuelve costumbre algo que no existía ni existe aún en las familias patriarcales campesinas: la continuidad de las relaciones conyugales durante el embarazo y la lactancia.
Y creo que eso está mal. Está mal utilizar métodos contra la concepción, primero, porque libran a las personas de la preocupación y esfuerzos por los hijos, quienes redimen el amor carnal, y, segundo, porque es algo muy semejante al acto más contrario a la conciencia humana, el asesinato. Y no está bien continuar con las relaciones sexuales durante el embarazo y la lactancia porque eso echa a perder las fuerzas físicas y, sobre todo, espirituales de la mujer.
La conclusión que deriva de ello es que no hay que hacerlo. Y para ello hay que comprender que la abstinencia, que constituye la condición indispensable de la dignidad humana cuando se está soltero, es aún más obligatoria en el matrimonio.
Eso es lo tercero.
En cuarto lugar, que en nuestra sociedad, en la que los hijos se presentan como un obstáculo para el placer, un desgraciado accidente o una suerte de placer cuando no exceden un número preestablecido, estos son educados no en virtud de los problemas de la vida que les esperan en tanto seres racionales y sensibles, sino de los placeres que pueden proporcionales a los padres. Y que, debido a ello, los hijos de los humanos son educados como las crías de los animales, de modo que la principal tarea de los padres consiste no en prepararlos para una actividad digna del hombre, sino en (y aquí los padres reciben el apoyo de esa pseudociencia llamada “medicina”) alimentarlos lo mejor posible, hacerlos crecer, tenerlos limpios, blancos, saciados y hermosos (si esto no sucede entre las clases bajas, es solo a causa de la necesidad; la mirada es la misma). Y en los niños mimados, al igual que en cualquier animal cebado en exceso, surge con antinatural precocidad una sensualidad irresistible que constituye la causa de los terribles tormentos que atraviesan en la adolescencia. La vestimenta, las lecturas, los espectáculos, la música, los bailes, las golosinas, todo el ambiente en que viven, desde los dibujos en las cajas de bombones hasta las novelas, relatos y poemas no hacen sino avivar esa sensualidad; de ahí que los más terribles vicios sexuales y las enfermedades se conviertan en condiciones normales del crecimiento de los niños de ambos sexos y a menudo subsistan en la edad adulta.
Y creo que eso está mal. La conclusión que se puede sacar de ello es que hay que dejar de educar a los hijos de los humanos como si fueran animales, y para ello debemos ponernos otros objetivos además de cuerpos bellos y cuidados.
Eso es lo cuarto.
En quinto lugar, que en nuestra sociedad, donde el enamoramiento entre dos jóvenes, pese a estar basado en el amor carnal, es ponderado como la más sublime y poética aspiración de los humanos —valga como prueba el arte y la poesía—, los jóvenes consagran los mejores años de su vida a mirar, buscar y poseer, ya sea en forma de amorío o de matrimonio, el objeto de amor más conveniente, mientras que las jóvenes, a seducir y atraer a los hombres a un amorío o al matrimonio.
Y a causa de ello, las mejores fuerzas de los humanos se emplean no solo en un trabajo improductivo, sino también perjudicial. De ahí proviene, en gran parte, el lujo desmesurado de nuestra vida; de ahí proviene la ociosidad de los hombres y la desvergüenza de las mujeres, que no tienen pruritos en mostrar partes del cuerpo que despiertan la sensualidad, siguiendo la moda de las mujeres libertinas.
Y creo que eso está mal.
Está mal porque unirse dentro o fuera del matrimonio con el objeto de amor, por más poetizado que esté, constituye un objetivo indigno del hombre, al igual que lo es atracarse de golosinas, lo que para muchos es el bien supremo.
La conclusión que puede sacarse de esto es que hay que dejar de pensar que el amor carnal es algo particularmente sublime y comprender que un fin digno del hombre —servir a la humanidad, a la patria, a la ciencia, al arte, por no mencionar a Dios—, no se alcanza mediante la unión con el objeto de amor dentro o fuera del matrimonio, sino que, por el contrario, el enamoramiento y la unión con el objeto de amor (por mucho que intente demostrarse lo contrario en verso y en prosa), lejos de facilitar la consecución de ese fin, siempre lo dificulta.
Eso es lo quinto.
He aquí la esencia de lo que quise decir y creo haber dicho en mi relato. Y me pareció que se podía discutir acerca de cómo corregir el mal señalado por mis postulados, pero en modo alguno no acordar con ellos.
Me pareció que no se podía no acordar con mis postulados, primero, porque estos se corresponden con el progreso de la humanidad, que siempre se ha apartado del desenfreno y ha aspirado a la castidad, y con la conciencia moral de la sociedad, con nuestra conciencia, que siempre ha censurado el desenfreno y valorado la castidad; segundo, porque dichos postulados no son sino las conclusiones inevitables que derivan de la doctrina del Evangelio, el cual predicamos o, por lo menos, reconocemos —aunque sea inconscientemente— como la base de nuestros conceptos sobre la moral.
Pero el resultado es muy distinto.
Es cierto que nadie discute directamente los postulados de que no hay que entregarse al desenfreno antes y después del matrimonio, que no hay que evitar por métodos artificiales la concepción, que no hay que hacer de los hijos una distracción y que no hay que colocar la unión amorosa por encima de todo; en una palabra, nadie discute que la castidad es mejor que el desenfreno. Pero se dice: «Si el celibato es mejor que el matrimonio, es evidente que la gente debe hacer lo que es mejor. Pero, si así hiciera, el género humano desaparecería; por tanto, su extinción no puede constituir un ideal».
No obstante, y más allá de que la extinción del género humano no es un concepto nuevo para los hombres de nuestro mundo —para los religiosos es un dogma de fe, para los científicos es el resultado inevitable del enfriamiento del sol—, esta objeción encierra un gran malentendido, muy propagado y antiguo.
Se dice: «Si los hombres alcanzaran el ideal de una castidad total, se extinguirían; por tanto, ese ideal es erróneo». Sin embargo, quienes hablan así confunden, a sabiendas o no, dos cosas distintas: la regla o el precepto y el ideal.
La castidad no es una regla o un precepto, sino un ideal o, mejor dicho, una de las condiciones de este. Un ideal solo es tal cuando su realización solo es posible en idea, en el pensamiento, cuando se presenta realizable solo en el infinito y, por tanto, la posibilidad de aproximarse a él es infinita. Bastaría que un ideal pudiera alcanzarse o tan solo que pudiéramos concebir su realización para que dejara de ser un ideal. Tal es el ideal de Cristo —el establecimiento del reino de Dios en la tierra—, ideal anunciado ya por los profetas cuando decían que llegaría un tiempo en que todos los hombres serían instruidos por Dios, en que forjarían arados con sus espadas y hoces con sus lanzas, en que el león yacería junto al cordero y en que todos los seres estarían unidos por el amor. Todo el sentido de la vida humana consiste en avanzar hacia ese ideal, por eso la aspiración al ideal cristiano en su conjunto y a la castidad como una de las condiciones de este no excluye la posibilidad de la vida, sino que, al contrario, la ausencia de ese ideal cristiano acabaría con el movimiento hacia delante y, por consiguiente, con la posibilidad de la vida.
Sostener que el género humano se extinguiría si los hombres aspiraran con todas sus fuerzas a la castidad es semejante a afirmar (y así se hace) que el género humano desaparecería si los hombres, en lugar de luchar por la existencia, aspiraran con todas sus fuerzas a poner en práctica el amor a los amigos, a los enemigos y a todo lo viviente. Tales juicios se deben a que no se comprende la diferencia entre dos formas de guía moral.
Así como hay dos modos para indicar a un viajero el camino que busca, hay dos modos para la guía moral de quien busca la verdad. Un modo consiste en indicar al hombre los objetos que encontrará por el camino, y este se orientará por ellos. El otro modo consiste en indicar al hombre la dirección en la brújula que este lleva consigo, lo que le permitirá mantener el rumbo y percibir cualquier desviación.
El primer modo de guía moral es el de las determinaciones exteriores, el de las reglas; al hombre se le indican determinados actos que debe y no debe realizar. «Observa el sábado, circuncídate, no robes, no te embriagues, no mates, entrega el diezmo a los pobres, no cometas adulterio, haz las abluciones y reza cinco veces al día, persígnate, comulga, etc.». Tales son los preceptos exteriores de las doctrinas religiosas del brahmanismo, budismo, islamismo, judaísmo y de la iglesia mal llamada “cristiana”.
Otro modo es indicar al hombre una perfección que jamás alcanzará pero a la que sabe que aspira; se le indica un ideal y él puede ver su grado de alejamiento respecto de ese ideal.
«Ama a Dios con todo tu corazón, toda tu alma y toda tu mente, y a tu prójimo como a ti mismo. Sé perfecto como tu Padre, que está en los cielos».
Tal es la doctrina de Cristo.
La comprobación de que se cumplen los preceptos externos de las doctrinas religiosas está en la concordancia de los actos con los mandamientos de esas doctrinas, y esa concordancia es posible.
La comprobación de que se cumple la doctrina de Cristo está en la conciencia del grado de divergencia respecto a la perfección ideal. (El grado de aproximación no se ve; solo se ve la desviación.)
Un hombre que cumple con la ley exterior es como quien está bajo la luz de un farol. Allí tiene luz y no pretende ir más lejos. Un hombre que cumple con la doctrina de Cristo es como quien lleva ante sí un farol colgado de una vara más o menos larga: la luz siempre está por delante de él y a cada momento lo motiva a seguirla, revelándole siempre un espacio nuevo, atractivo e iluminado.
El fariseo agradece a Dios por haberle permitido cumplir con todos los preceptos. El joven rico que también ha cumplido con todos los preceptos desde la infancia no concibe que pueda faltarle algo. Y no pueden pensar de otro modo, pues no tienen ante sí aquello hacia lo cual podrían seguir aspirando. Han entregado el diezmo, han observado el sábado, han honrado a sus padres, no han cometido adulterio, no han robado, no han matado. ¿Qué más se les puede pedir? En cambio, para quien profesa la doctrina cristiana, la consecución de cualquier grado de perfección suscita la necesidad de elevarse a un grado superior, desde el que se abre otro nuevo, y así hasta el infinito.
Quien profesa la ley de Cristo siempre está en la situación del publicano. Siempre se siente imperfecto porque no ve el camino que ha recorrido, sino el que tiene por recorrer.
La diferencia entre la doctrina de Cristo y todas las demás religiones reside en el modo de guiar a los hombres, no en los preceptos que impone. Cristo no dejó ninguna regla de vida, jamás fundó institución alguna ni estableció siquiera el matrimonio. Pero los hombres que no comprenden la peculiaridad de las enseñanzas de Cristo observan solo las formas externas y desean sentirse justos, al igual que el buen fariseo, oponiéndose a todo el espíritu de la doctrina de Cristo; hacen de la letra un conjunto de reglas externas al que llaman “cristianismo de la iglesia” y han sustituido con él el verdadero ideal de Cristo.
La doctrina de la iglesia, que se ha arrogado el nombre de cristiana, ha sustituido el ideal de Cristo con reglas y preceptos externos que se oponen al espíritu de este. Eso vale para el poder, la justicia, el ejército, la iglesia, el oficio religioso y también el matrimonio; a pesar de que Cristo no solo nunca estableció el matrimonio, sino que, si se buscan preceptos externos, más bien lo negó («deja a tu esposa y sígueme»), la doctrina de la iglesia que se arroga el nombre de cristiana ha establecido el matrimonio como una institución cristiana, es decir, ha instaurado condiciones externas en las cuales el amor carnal puede ser para un cristiano algo en apariencia puro, del todo legítimo.
Pero dado que en la auténtica doctrina cristiana no hay ningún fundamento para la instituci...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portada
  3. Créditos
  4. Sobre este libro
  5. Sobre Lev Tolstói
  6. Índice
  7. Epígrafe
  8. I
  9. II
  10. III
  11. IV
  12. V
  13. VI
  14. VII
  15. VIII
  16. IX
  17. X
  18. XI
  19. XII
  20. XIII
  21. XIV
  22. XV
  23. XVI
  24. XVII
  25. XVIII
  26. XIX
  27. XX
  28. XXI
  29. XXII
  30. XXIII
  31. XXIV
  32. XXV
  33. XXVI
  34. XXVII
  35. XXVIII
  36. Epílogo a Sonata a Kreutzer
Estilos de citas para Sonata a Kreutzer

APA 6 Citation

Tolstói, L. (2020). Sonata a Kreutzer ([edition unavailable]). Bärenhaus. Retrieved from https://www.perlego.com/book/1866412/sonata-a-kreutzer-pdf (Original work published 2020)

Chicago Citation

Tolstói, Lev. (2020) 2020. Sonata a Kreutzer. [Edition unavailable]. Bärenhaus. https://www.perlego.com/book/1866412/sonata-a-kreutzer-pdf.

Harvard Citation

Tolstói, L. (2020) Sonata a Kreutzer. [edition unavailable]. Bärenhaus. Available at: https://www.perlego.com/book/1866412/sonata-a-kreutzer-pdf (Accessed: 15 October 2022).

MLA 7 Citation

Tolstói, Lev. Sonata a Kreutzer. [edition unavailable]. Bärenhaus, 2020. Web. 15 Oct. 2022.