Elogio del azar en la vida sexual
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Elogio del azar en la vida sexual

  1. 570 páginas
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Elogio del azar en la vida sexual

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La vida sexual se compone de uniones, pero no todas ellas son un acontecimiento. Cuando una de ellas es decisiva, incluye un elemento de imprevisibilidad que constituye la fuente misma de su importancia. El trastorno provocado por el deseo a una persona que parece tener el poder de hacernos existir al hacernos disfrutar, es un proceso complejo, o mejor dicho, irracional porque es inmanejable: otorgar importancia desproporcionada a ciertos detalles, disimetría de las expectativas de los involucrados, falta de congruencia del deseo sexual y del amor.Sin embargo, el dispositivo que ha establecido el psicoanálisis facilita la comprensión de cómo este requisito es positivo. La forma en que la vida sexual se transpone, por lo que se llama transferencia, favorece todo lo que, en el amor sexual, es la insuficiencia, la asimetría. Sin embargo, el analista es un desconocido en un modo diferente de la pareja romántica, y esta transposición libera para sí estos factores de desproporción, hace efectivos y, por lo tanto, creativos los factores contiguos a una unión.Mediante este enfoque original del contingente en la vida sexual, el psicoanálisis es un campo de experiencia para una filosofía del evento. ¿Cómo puede ser la contingencia, gracias al hecho de que ocurre en situaciones específicas, una palanca para la transformación? Lo importante para un encuentro, ¿es el descanso que crea o la novedad que produce? Y, en la contingencia de la sexuación, ¿la diferencia en relación con lo necesario se deriva de una lógica como pensaba Lacan?La vida sexual, como la llama la situación analítica, es el laboratorio de una nueva contingencia.

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Información

Año
2020
ISBN
9786070310713
Edición
1
Categoría
Psychology
Categoría
Psychopathology
1. DISIMETRÍA Y CONTINGENCIA EN LA CLÍNICA PSICOANALÍTICA
La cura psicoanalítica se presenta a menudo como un enfoque de lo singular y de lo contingente, entendido en primer lugar de una manera un poco amplia, en el sentido de factores aleatorios que pueden generar una transformación subjetiva. Esto incluso cuando la cura hace aparecer al mismo tiempo el carácter “necesario” de los síntomas que obstaculizan la existencia de quienes llegan con una demanda de análisis. La transferencia, tal como vamos a entenderla aquí, introduce factores contingentes en la necesidad que produjo los síntomas. Lo que se repite de la programación significante de los deseos en el campo de la sexuación es activado, en efecto, por el desplazamiento –que posibilita la transferencia– de lo que está en juego en esa repetición. En los años veinte, Freud insistió sobre la neurosis de transferencia y la compulsión de repetición, es decir, sobre el momento en que un paciente que ya está mejor en su vida concentra, en la relación con el analista y bajo otra forma, la fórmula caricaturesca de lo que lo hace sufrir y gozar de un modo que hasta ese entonces no era sostenible en su vida. Diríamos más bien que la cura, en tanto dispositivo y método, radicaliza, haciéndolas descifrables y útiles, las líneas de determinación que guían nuestros placeres, displaceres y angustias. Esa determinación parece tener más que ver con lo necesario que con lo contingente.
Sin embargo, es por intermedio de factores contingentes que aquello que se vincula con una necesidad puede desviarse de su curso programado, gracias a un análisis, y es sobre ese punto que me gustaría hacer hincapié ahora.
¿Qué llamamos contingente en la cura?¿De qué manera se organiza el juego de lo contingente y de lo necesario en la transferencia, concebida como el prisma de las condiciones en las cuales tuvo lugar la sexuación para un sujeto?
Esta pregunta se presenta como clínica –y lo es– y es por eso que tomaré primero un ejemplo de cura que nos permitirá precisar las características de lo que denomino contingente en la experiencia de la transferencia.
Vamos a la cura de una mujer joven a quien llamaré Laurence D. La atendí durante dos periodos separados en el tiempo por un intervalo de cinco años. Laurence D. llega a la consulta a los 26 años porque su vida está atravesada por un conflicto irresoluble: es una profesional extremadamente brillante que, después de haber cursado estudios de ingeniería, no logra resolver una relación amorosa con un hombre que califica de loser, que la hace sufrir por su carácter impenetrable y siempre imprevisible, pero que es el único hombre con quien tuvo, durante un tiempo, una buena relación sexual. Él le hizo descubrir muchas cosas, gracias a una circulación social menos restringida que su medio de origen y gracias al teatro callejero que, en palabras de ella, es su vocación frustrada y prohibida por el conformismo de su familia. Quiere terminar con la relación pero no lo consigue y se siente (ella, que es una mujer tan exitosa) atrapada en una situación sin salida, llevada a aceptar lo inaceptable, es decir a sufrir horriblemente las probables infidelidades de su novio. Las circunstancias del comienzo de un análisis siempre son significativas: la colega que me derivó a Laurence D. y que la atendió por algún tiempo le habría dicho que no podía seguir con ella porque tenía –la terapeuta– una opinión sobre las decisiones a tomar que hacían imposible que la escuchara con la neutralidad requerida para un analista.
Veo entonces llegar a una mujer joven, muy bella, lanzada, elegante y altiva, pero destrozada. Habla de la influencia de su madre, de su sumisión a los valores provincianos y pequeño-burgueses de los que no logra deshacerse si no es en actos violentos: por ejemplo, en el pasado, terminó con un noviazgo a una semana de casarse con el hijo de unos amigos de sus padres, pues acababa de conocer a este otro hombre, el loser al que ahora quiere dejar. Ese golpe de efecto caracteriza bastante bien la violencia que sabe usar, a veces también de un modo útil: en su trabajo, dice, es una “asesina”. Cambia muy a menudo de empresa y de función –pues eso forma parte de la carrera de un ingeniero– y no se siente bien en ningún lado: los puestos que ocupa nunca le interesan en sí mismos sino como escalón hacia una función más prestigiosa. Su nostalgia de una actividad literaria para la que tenía talento se nutre de los sacrificios que exige, según ella, su ambición devoradora en el oficio que ejerce.
Esta primera presentación de un itinerario está todavía muy ligada a una psicología común como para captar en qué registro se decide la posibilidad de un análisis. En primer lugar, a través de las palabras y los actos, se trata de datos ínfimos y decisivos referidos a la relación con el analista, a lo que representa la decisión de un análisis y lo que, al mismo tiempo, se opone a esa decisión afirmada. Lo que resulta original en Laurence D., si consideramos sus síntomas como su estilo de existencia personal pero obstaculizado, es que hay mucho odio explícito en su manera de hablar de la gente y de las cosas. Ese odio abierto y no desconocido es lo que llama la atención: nunca se sabe si ella está midiendo la violencia, sin embargo afirmada, o si, más allá de la eficacia reivindicada de esta “excelente asesina”, ella percibe la compulsión repetitiva. Curiosamente ese odio, por su carácter atípico, demasiado claro, me divierte más de lo que me asusta: ¿cómo puede transformarse toda relación en una evaluación despectiva? ¿Y de qué está hecho entonces ese estilo obligado? También hay un contraste impactante entre su belleza llana, muy bien destacada por un gusto seguro y cultivado desde hace tiempo, y ese odio grosero, mezclado con una rigurosa exigencia hacia ella misma y hacia los demás, sean quienes fueren: sus subordinados, sus colegas/rivales, sus superiores, sus padres; y es casi cómico constatar cómo cae en la trampa de sus amores en medio de sus estrategias y cálculos incesantes. Su inteligencia es grande, abierta como su odio, sabe ser estricta consigo misma, ya que su ideal de perfección debe darla victoriosa en todo; se evalúa, pues, a sí misma sin complacencia. Lo único que le permite descansar de sí misma son los retiros a conventos, que a veces practica desde su adolescencia, y teme que el análisis le haga perder la inclinación mística en la que se reconoce. Sólo en relación con ese tema podemos escuchar que toma un riesgo viniendo a las sesiones. Por lo demás, instrumentaliza la cura: llega siempre tarde como alguien importante a quien hay que recibir, quiere obtener un resultado rápido, aquí como en todas partes, y podría ser grosera a pesar de su gran distinción. Por ende, aparece desde el comienzo del análisis la repetición de un conflicto entre un deseo exigente de cambiar y una desconfianza que se expresa en sus “modales” de mujer de poder. Ahora bien, algo hace que la analista perciba con facilidad que se trata de un estilo provisorio –no es posible vivir mucho tiempo en ese modo exclusivo de una perfección fría–.
Al comienzo del análisis, unos sueños ponen en escena un contraste sorprendente entre su limpieza perfecta y un gusto por la suciedad. Por ejemplo, está con un amigo en el vestíbulo de un gran hotel y, al salir de cenar, ella “deja un gran sorete [excrementos]” sobre un sofá. La primera parte del análisis se centra en el odio por su madre. En uno de los primeros sueños de ese periodo, mete a su madre en el inodoro y la hunde con la escoba antes de apretar el botón. Yo pienso internamente “la escoba, la escoba”, sin hacer nada al respecto. En resumen, hay algo tan caricaturesco en estos síntomas que suena como superficial y provisorio. Y ella misma se asombra de esas producciones oníricas en las que no se reconoce.
La dificultad para liberarse de lo que denomina “la depresión de su madre” resuena sin embargo de manera menos artificial. Ella nota que el conformismo de su madre no logró salvarla de varias internaciones psiquiátricas y habla de los años de su infancia con un padre que a menudo se iba a explorar el vasto mundo, dejándola en manos de esa madre “deprimida, insatisfecha y mezquina”. Luego tiene un sueño de ahogo que le recuerda que, en efecto, al borde de una piscina, una amiga de su madre la había salvado por poco; y el ahogo la lleva al hecho de que se ha pasado la vida tratando de compensar el hecho de que nació después de un embarazo perdido: la madre esperaba un varón y sus padres nunca se repusieron de esa desilusión. No tuvieron hijo varón. Para ella, es un pozo sin fondo. Relaciona su perfeccionismo con el intento imposible de convertirse en ese hijo que no tuvieron. Se ve frente a una madre que oscila entre nena caprichosa, burguesa mezquina y loca, y dice entender a su padre que, al mismo tiempo, protegía a su mujer y se iba lejos para no afrontar sus crisis de melancolía. Pero por más cosas que haga Laurence, su obstinado empeño por hacer carrera como un hombre no le hará ganar el cariño profundo de su padre.
Poco a poco el odio se calma en la evocación de su infancia sin dejar de organizar su vida de relación y de profesión. Lo que la angustia ahora, sobre todo, es el miedo a no encontrar un hombre con quien vivir y formar una familia, pues no se trata en absoluto de no hacer lo que se debe hacer en este registro, aun cuando no siente ningunas ganas de tener hijos, dice con cinismo. Todas las mujeres no casadas a los treinta realzan su temor o se convierten, en sus crudas palabras, en rivales que hay que eliminar en los juegos de seducción. El primer periodo de la cura termina, de hecho, con el encuentro de un hombre con quien comparte muchos ideales y una inteligencia aguda: es alto, imponente, tiene más poder social que ella y es un resuelto admirador de su belleza, su perfeccionismo, su estilo. Naturalmente, poco tiempo después de haberlo conocido ella decide no seguir con el análisis y curiosamente, una vez más, esa decisión perentoria que yo no avalo me parece provisoria. Su manera de instrumentalizar el análisis es inapelable en ese periodo –pienso que trata a su analista como a un trapo– y sin embargo me parece imposible que ella se quede con eso para su vida, justamente porque en su exigencia en relación consigo misma y en su lucidez hay algo que va más allá del cinismo que muestra, una inteligencia generosa en medio de toda su maldad, pienso.
Cinco años más tarde me llama y me dice que quiere retomar. Ya “llenó todos los casilleros”, tiene un marido brillante, tiene hijos –un varón y una nena– pero dice que cada vez se aburre más con ellos. Sigue convencida de que no nació para ser madre y que no es eso lo que le interesa en la vida. Sin embargo empieza a darse cuenta de que, al dejar que su marido organice la vida familiar y la de sus hijos, dejó que una trampa se cerrara sobre ella: excelente organizador, su marido arma las agendas, los trabajos y el tiempo libre de cada uno, pero ella misma se vuelve extraña al ritmo y las ocupaciones de la casa. Se descubre más sumisa de lo que creía. La conquista de un poder profesional mayor –pero no obstante siempre “inferior” al de su marido– fue para ella la ocasión de cometer ese error del que no sabe cómo volver atrás.
Además, ahora, su angustia intensa está compuesta por la atracción hacia otro hombre que conoció en el medio laboral y que la altera más allá de lo soportable. El agotamiento a causa del nuevo desafío profesional y la preocupación de pensar en lo que puede llegar a convertirse su vida le hacen perder el sueño. Es urgente retomar el análisis, dice. Evocando la carrera de su marido, habla de pronto de la vanidad de su propio deseo desenfrenado de poder, como si leyera en él lo que ya no la satisface en sus ideales, no obstante compartidos en un comienzo. Sin ignorar esa angustia, recuerdo sin embargo la manera en que instrumentaliza todas las relaciones y como no tengo disponibilidad horaria para atenderla le digo que en los próximos seis meses no será posible retomar. Y me comprometo a liberarme un tiempo después de ese plazo. Cuando vuelve, habiendo aceptado el plazo como una prueba que ella puede soportar –soñó que escalaba una cima desierta tomando el riesgo de seguir el ascenso sin agua potable– la situación se agravó. Es incapaz de separar lo que corresponde a su trastorno amoroso, a su agotamiento, a la dificultad de sus relaciones presentes con su marido que no entiende lo que le pasa y que mantiene con fuerza y constancia un modo de vida y de deseo frente al que ella se siente cada vez más extraña. Su propia duda frente al análisis se alimenta del hecho de que su marido considera que está perdiendo el tiempo, que su depresión es la prueba de un “tratamiento mal conducido”. Sin embargo ella no aguanta más y quiere retomar.
El hombre que la perturba no es exactamente lo que ella llamaba, en su última pasión, un loser, sino un hombre misterioso, muy discreto sobre su vida, gran erudito al mismo tiempo que ingeniero y artista: en la industria química donde conjugan sus competencias, él se ocupa de la investigación relacionada con las aplicaciones al arte, en particular los descubrimientos químicos ligados a la restauración de cuadros. Durante varios meses sostienen una suerte de complicidad: en sus encuentros profesionales ella tiene la impresión de que él la provoca, siempre de manera ambigua e irresoluble, despertando en ella un deseo que no piensa satisfacer: “Además, es feo, casi deforme, muy bajo y todos dicen que es un homosexual reprimido o, peor, un hombre sin sexualidad”. No entiende la seducción que ejerce sobre ella, aunque percibe que este encuentro hace que vuelva a lamentarse por no haber hecho nada con los talentos literarios de su infancia.
Algunas semanas después de haber retomado las sesiones le hace una declaración apasionada de deseo a ese colega, considerándose como una loca porque durante todo el paseo-conversación que siguió a su confesión tuvo los ojos fijos sobre su bragueta, cosa que sólo puede decir en el espacio del análisis. Entiendo que quería retomar el análisis solamente para animarse a ir en dirección de eso que considera una locura, sintiéndose de algún modo contenida por este marco. Pero más allá del acto comprometedor, porque va a tener que afrontar cotidianamente al destinatario de su declaración, también está en búsqueda –en el modo violento que es el suyo– de una parte de sí misma y volvió a verme para no dejar pasar eso. Es lo que yo mencionaba como el carácter abierto de su inteligencia, que no es meramente técnica o manipuladora. En efecto, tomó riesgos, pues ese colega no responde como ella hubiera podido esperar, sino que se aleja regalándole un libro de arte sobre las ilusiones del amor. Sigue un periodo turbio pero fecundo de su análisis: ¿qué significa para ella fracasar en el amor? ¿Lo va a soportar o se va a hundir? Que haya salido bien o mal, ¿qué es lo que en ella se expuso frente a ese hombre?, le pregunto. Me parece importante, en efecto, que no reniegue de ese acto que la superó y que sea la ocasión para ella –de igual modo en el éxito que en el fracaso– de reconocer y de transformar el conflicto que la constituye, en lugar de pasar su vida balanceándose de un polo al otro de lo que desea. Cada vez le cuesta más encontrar la manera de estar presente con sus hijos, reconoce el amor que le tiene su marido pero se siente extraña frente a él, agotada e insomne. También empieza a hablar de la sumisión a los superiores que se esconde detrás de su sed de poder: no es sólo en su vida familiar que pasó la vida “llenando casilleros” y lamenta descubrirse, en el fondo, tan parecida a lo que denunciaba en sus padres. El periodo más difícil comienza cuando un dibujo de su hija la representa como Blancanieves muerta en su ataúd con un cubo de basura al lado donde se acumulan carteras. Son las carteras que Laurence le regala a su hija cada vez que vuelve de un viaje de trabajo. Ese dibujo la despierta del discurso convenido y distante que tiene acerca de sus hijos y acaba de desestabilizarla. Se da cuenta hasta qué punto se ausentó de la vida de ellos y de pronto eso se le vuelve insoportable. Sueña entonces lo siguiente: ella es una Venus, dentro de una hermosa concha marina que sale de las aguas y asiste a dos escenas eróticas, una que tiene como protagonistas a dos hombres y la otra en donde participan un hombre y una mujer. Al mismo tiempo, tiene la sensación horrible de que su rostro se está pudriendo, que su nariz gangrenada se cae y entonces se despierta espantada, al lado de su marido, gritando “mamá” y con ganas de tirarse por la ventana.
La estima confiada y distante que manifestaba en relación al análisis se descompone en terror: en sus noches de pesadillas, ve a una bruja-figura de la muerte que la amenaza; también es el momento en que se dirige a mí para pedirme el nombre de un psiquiatra porque cree que se está volviendo loca y tiene miedo de matarse. Me pregunta si yo creo que realmente puede continuar con su análisis y entiendo que, atrapada por esa amenaza, sin establecer ninguna relación con los personajes maléficos de los cuentos que usaba su hija, ella ya no está distinguiendo a la analista de esa bruja maléfica que la persigue.
Me parece a la vez peligroso y útil para el análisis que vea en la analista a una figura tan amenazadora y un día le pido que se siente enfrente mío para hablarle de esa bruja que la persigue en sus sueños y de la que está cautiva, como una pequeña niña. Ese vocablo de pequeña niña –“mi pequeño niño”, “mi pequeña niña”, decía ella a menudo con ternura– le permite entonces hablar de la relación con sus hijos y de lo que sonaba falso en el cuadro que hasta ahora ella pintaba y que el dibujo de su hija destruyó de golpe. Tiene grandes dificultades con su hija: “Nunca nadie se me resistió tanto como ella y me deja sin recursos”. Para no hacer como su propia madre, que le imponía determinada vestimenta, dejó que su hija eligiera su ropa, pero esta última hace escándalos interminables todas las mañanas para vestirse. Laurence, después de la pesadilla de la que despertó gritando “¡mamá!”, se da cuenta hasta qué punto hay algo que se repite en sentido inverso en su propio papel de madre y cómo su perfeccionismo, transformado en libertad dejada a la niña, es incapaz de trazar otra vía. Pero acepta por primera vez que esa madre que ella llama loca le haya transmitido algo: un gusto por la ropa y por los objetos. Y soporta sentirse cerca de la locura de su madre. Le señalo que en este periodo en que teme a la locura para sí misma es cuando puede aceptar que su madre le ha transmitido el gusto por los bellos objetos. Asiente pero eso no contiene su angustia y vuelve a decirme que quiere que yo le dé el nombre y el contacto de un psiquiatra. En cuanto se lo doy me agradece y, para mi sorpresa, me dice que el sólo hecho de que yo le haya dado esos datos le permite seguir confiando en el análisis. Si no, habría pensado que “su cura estaba mal conducida”. El psiquiatra consultado, con mucha pertinencia, le explica en primer lugar el efecto de los medicamentos que puede prescribirle, en particular para que recupere el sueño, pero le pide que lo piense y que lo llame nuevamente si lo desea. Ella lo hace.
La prosecusión de este análisis concierne a la transformación de esas figuras de terror que la aprisionan: recuperando poco a poco el sueño, teniendo paciencia para que la angustia y el agotamiento se alejen un poco, vuelve al primer sueño de este periodo; no sabe dónde está en medio de esas dos escenas eróticas a las que asiste antes de sentir que su rostro y su nariz se descomponen, pero esto le evoca el hecho de que el hombre que la trastorna era claramente el favorito de uno de los jefes de la empresa cuya homosexualidad era explícita. Tiene otros sueños en los cuales el desafío es robarle un hombre a otro hombre y descubre en sí misma una curiosa atracción por lo que denomina la femineidad de los hombres, que va de la mano, justamente, con el gusto literario y artístico que ella reencontró en las charlas con ese hombre que no la desea.
Los siguientes meses marcan para ella el comienzo de una familiaridad menos angustiante con aspectos de sí misma hasta ese entonces acallados, tanto de la relación con sus hijos como con esas figuras de terror encontradas en los sueños. Se trata del trabajo del análisis que Freud llamaba “perlaboración”. Pero este componente interno de la cura se ve puesto a prueba por un acontecimiento no programable: el colega químico/artista responde favorablemente a sus avances, le dice que será paciente pero que la espera. Su inquietud se torna entonces de otra índole: ya no está en el dolor del duelo de una relación imposible sino que se enfrenta con el acierto de la intuición que tuvo acerca de esa atracción mutua y el riesgo que tomó en relación con su vida. Pero sobre todo, en el análisis, lo importante es que la figura de terror en la que se había convertido la analista se transforma: está convencida, con la misma convicción que tenía cuando yo me había convertido en la muerte, de que quiero impedir que ella elija su vida. Eso se expresa en los siguientes sueños: vive en el primer departamento en el que vivió con su marido, frente al que se encuentran tres carnicerías con vitrinas que tienen carne cruda y, en el balcón, hay un frasco de perfume que se cae: “Usted es la que empuja el frasco para que se rompa en mil pedazos, usted condena mis encuentros sensuales con los olores”. Pero no dice nada sobre ese frasco que la representa, como la figura de “Venus” en el sueño de la concha marina, del que se despertaba con ganas de tirarse por la ventana. En otro sueño de la misma noche que el del frasco de perfume, ella lleva a un niño azul, cuyo color es el mismo que el que ve en el cuadro que está en la sala de espera del consultorio. Un cuadro cuyo espesor de materia coloreada es notable, toda una paleta de azules desde el turquesa hasta el azul marino. “Ese niño azul, condenado, es este amor que usted no quiere que viva”, me dice. “Usted es como los demás, como serían mis padres si se enteraran lo que estoy pensando, como mi amiga que me dice que deje pasar la pasión como una tormenta”. Sólo a partir de esos sueños ella logró volver sobre el violento contra...

Índice

  1. Cubierta
  2. Indice
  3. Portada
  4. Copyright
  5. Introducción
  6. 1. Disimetría Y Contingencia En La Clínicapsicoanalítica
  7. 2. Lacan Y La Lógica De Lo Contingente
  8. 3. Metafísica De Lo Contingente (Deleuze) O Práctica Contingente Del Pensamiento (Foucault)
  9. 4. 1972-1975: Alrededor De El Anti-Edipo
  10. 5. Dispositivos Y Diagramas
  11. 6. Dos Maneras De Negar: “Esto No Es Una Pipa” (Magritte/Foucault) Y “La Relación Sexual No Existe” (Lacan)
  12. 7. Por Una Arqueología De La Transferencia: Transposición, Transferencia, Metáfora
  13. 8. Variaciones Filosóficas Sobre Lo Sexual Y Lo Contingente: Barbara Cassin, Alain Badiou, Lectores De Lacan
  14. 9. ¿Azar O Contingencia? Tres Ejemplos: La Letra Entre Necesidad Y Contingencia, La Muerte Celular Y Las Pulsiones De Muerte, La Incertidumbre En Economía
  15. Conclusión
  16. Referencias