Era cuestión de ser libres
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Era cuestión de ser libres

Doscientos años del proyecto liberal en el mundo hispánico

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Era cuestión de ser libres

Doscientos años del proyecto liberal en el mundo hispánico

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Liberal e hispánico no son términos que suelan ir asociados. Sin embargo, tanto en la América hispanohablante como en España el liberalismo ha sido, al menos desde 1812, un eje de pensamiento político y una asignatura pendiente que quizá haya llegado el momento de aprobar.Doscientos años mas tarde de la firma de la Constitución español ¿dónde están hoy los liberales españoles? ¿Y los liberales peruanos, los argentinos o los mexicanos? ¿Se oyen sus propuestas? Poco, porque se sobrepone el griterío de las consignas. De ahí que en este breve tratado sobre el liberalismo se haya optado por alzar la voz, por hablar poco pero hablar claro, y por refutar algunos lugares comunes, ciertos prejuicios y más de una tontería. El resultado es un verdadero manual de uso del pensamiento liberal condensado y una invitación a darle espacio a la libertad y a recuperar un concepto de ciudadanía que dignifica y vincula el espíritu político del mundo hispánico.

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Información

Editorial
Turner
Año
2016
ISBN
9788415427551
PRIMERA PARTE
ELOGIO DEL LIBERALISMO
Liberal quiere decir en sentido moral, hombre bueno y justo, sin ideas torcidas, amante del orden y de la Patria. Liberales son los que han formado la Constitución; los defensores de los derechos del pueblo; los que quieren que nuestros hijos sean en la sociedad todo lo que los hombres pueden ser; los que quieren que cada uno pague por lo que tenga; los que han abolido los señoríos; los que nos han ennoblecido delante de la ley; los que nos han hecho ciudadanos. Liberales son todos los que aman la justicia; todos los hombres de bien.
“Proclama de un labrador” (Periódico político
y mercantil de la villa de Reus), abril de 1814
I
LOS PASOS PERDIDOS
La iglesia parroquial de Nuestra Señora de la Asunción, en Vara de Rey (Cuenca), es uno de esos monumentos que uno no se explica de dónde han salido: un templo inconcluso, cuyas enormes dimensiones delatan el ambicioso proyecto original, y que preside un pueblecito de cerca de setecientas almas, en medio de las llanuras de la Mancha conquense. En el mismo villorrio, durante los últimos años del siglo XVIII, un anciano de los de entonces –hoy sería apenas una persona de mediana edad–, al borde de la ceguera, escribía, sin poder volver apenas sobre sus propias líneas, una de las obras más singulares del pensamiento político español: las Cartas político-económicas, dirigidas al conde de Lerena, y las Cartas económico-políticas, enderezadas a don Francisco Saavedra, ministro de Hacienda de Carlos IV y sucesor de Godoy en el cargo de secretario de Estado. A pesar de los ilustres destinatarios, las dos series de cartas quedaron inéditas en vida de su autor. La segunda conoció, ya bien avanzado el siglo XX[1], las letras de molde. La primera, que se editó varias veces a lo largo del siglo XIX, fue atribuida a diferentes ingenios ilustrados mientras el nombre de su verdadero creador quedaba en el mismo olvido que la iglesia de Vara de Rey. Pero ahora ya puede decirse con toda certeza: se trata del erudito levantino, escritor epigramático de factura neoclásica, León de Arroyal.
Aunque para la mayor parte de los españoles sigue siendo un desconocido, este pensador ocupa un puesto relevante en nuestra historia de las ideas por haber sido el primero en proponer una Constitución para el país, estimando en sus Cartas que “el pueblo verá con gusto la disminución de un poder que regularmente se funda en su opresión y en su debilidad”. Creía además Arroyal que el dispositivo concebido como límite al poder podría servir para garantizar la configuración histórica de la sociedad, forjada en la experiencia colectiva. Pero no era cuestión de resignarse a la inercia de lo establecido. Resultaba necesario fijar con claridad unas reglas de juego, porque en Castilla “no hay más Constitución que la costumbre, ni más costumbre que la casualidad”, y porque se trataba, sobre todo, de fundar una nueva época sobre principios que no eran los que habían animado las leyes del pasado: “El Código y el Digesto de Justiniano –dice– es un almodrode de leyes y opiniones voluntarias y casuales. Unas respiran espíritu republicano, democrático, otras aristocrático, otras monárquico y otras despótico”. Los valores nuevos eran, en cambio, según el ilustre vecino de Vara de Rey, “aquel derecho que cada ciudadano tiene a obrar según su voluntad en todo lo que no se opone a las de la sociedad en que vive”, esto es, la libertad; y “una igual participación de derechos con respecto a la virtud o al mérito de cada uno”, esto es, la igualdad ante la ley. La construcción de una sociedad política regida por estos valores era lo que Arroyal llamaba la “feliz revolución” de los tiempos modernos. No mucho más tarde una sola palabra, nacida también en el contexto de la reflexión sobre los destinos de España, hará fortuna en nuestra lengua y en otras para describir el mismo fenómeno: liberal.
Pero las Cartas de León de Arroyal no solo valen por sus formulaciones teóricas, sino también por el retrato que hacen de la España de entonces. Algo que resulta especialmente iluminador si comprendemos que los principios liberales no eran un conjunto de axiomas profesados en virtud de una creencia abstracta, sino instrumentos eficaces contra un estado de cosas que, en un momento dado, reclamaron la reacción de quienes deseaban mejorar no ya solo la vida propia, sino la de los hombres en general (y este rasgo generoso, la fraternité de los franceses, está implícito en el término liberal, pues debe recordarse que antes de su acepción política –remitámonos al Diccionario académico de 1803– la palabra hacía referencia al que tenía la virtud de la liberalidad, definida a su vez como “el medio entre la prodigalidad y la avaricia”). El liberalismo se planteó como un programa que podía tener efectos transformadores sobre un escenario que Arroyal pintaba en estos términos:
…nuestros tribunales apenas sirven para lo que fueron creados; los cuerpos del derecho se aumentan visiblemente, y visiblemente se disminuye la observancia de las leyes; la demasiada justificación hace retardar demasiado las providencias justas […]; los holgazanes, los que no trabajan en cosa que pudiera aumentar la masa de la riqueza nacional, son más de seis millones, de los nueve y medio en que se regula nuestra población, careciendo los tres y medio restantes de infinitas proporciones y estímulos para el trabajo; oficinas y empleados hay tres veces más de los que se necesitarían, si las cosas llevasen otro sesgo. El erario está empeñadísimo y, si no se aligeran las cargas, cada día lo estará más; la suprema autoridad está repartida en multitud de consejos, juntas y tribunales, que todos obran sin noticia unos de otros […] Yo comparo nuestra monarquía, en el estado presente, a una casa vieja sostenida a fuerza de remiendos, que los mismos materiales con que se pretende componer un lado, derriban el otro, y solo se puede enmendar echándola a tierra y reedificándola de nuevo, lo cual en la nuestra es moralmente imposible.
Aunque Arroyal murió en el olvido, sus anhelos sobre la conveniencia de una Constitución se concretaron gracias al movimiento patriótico que daría origen a las Cortes de Cádiz y, por ellas, al primer texto constitucional español en 1812. Como todo el mundo sabe, no se trató ni mucho menos de un happy ending para los reclamos del fenómeno liberal. Tampoco podía darlo por conseguido el resto de Europa, donde la eclosión de aquel impulso había sido tan súbita como para desplegar toda la gama de tintes que fue adquiriendo, desde la moderación hasta el extremismo y la vuelta de los principios absolutistas, entre los años que separan el inicio de la Revolución Francesa y el fin del imperio de Napoleón. Justamente este último había dejado en muchas bocas el agrio sabor de que los nuevos derroteros sociales y políticos no habían valido la pena. El esfuerzo de conmoverlo todo y averiguar después con qué propósito dio paso al de contenerlo todo y dejar para luego la cuestión de la libertad. Entre una y otra visión de las cosas, las posturas se iban polarizando y aquella meditación sobre los verdaderos fines del liberalismo parecía importar solo a unos pocos hombres y mujeres sensatos. En Francia, la generación que no podía sino reconocerse como hija de la Revolución sintió sin embargo la necesidad de sopesar los efectos de este movimiento y de intentar una síntesis entre la capacidad que mostró para demoler y la que tuvo para construir. Esa generación, que ha dado en llamarse de los liberales doctrinarios, y a la que pertenecieron François Guizot y, por extensión, Alexis de Tocqueville, representa hoy todavía uno de los momentos más afortunados en la reflexión sobre la naturaleza del poder y la necesidad de limitar sus excesos.
Las fluctuaciones de España respecto del modelo libre, democrático y próspero que postulaba el liberalismo alimentaron el conflicto durante los primeros tres cuartos del siglo XIX. La paz social y la doma del militarismo, logradas luego por el sistema de la Restauración, fueron sin duda condiciones muy valiosas para encaminar el país hacia aquel objetivo ya tan largamente retrasado, pero no resultaron suficientes. El mundo en el que el poder imponía su lógica gracias al adocenamiento y a la resignación al statu quo seguía esperando por el resorte que León de Arroyal había querido ver en acción. No en vano un siglo después, en 1897, salía publicado bajo el nombre de La futura revolución española un artículo en el que el científico oscense Lucas Mallada describía así la situación de España:
“A Dios gracias, dicen al adolescente sus padres y maestros, has nacido en condiciones afortunadas para que no tengas que ganar el pan con el sudor de tu frente, como los rudos y desgraciados parias. No sabemos qué vas a ser, pero tú vas a ser algo. Ven a este centro de enseñanza; aquí aprenderás el camino de tu felicidad. El Estado es en la tierra nuestra Providencia; él te presenta los maestros escalonados con el orden y en los años a que te debes sujetar; él te dará un título que será para ti la patente de corso, y con ese título llegarás a ser uno de tantos funcionarios oficiales. No te inquietes por los sobresaltos cuajados de divertidas peripecias de los trabajos de oposición para la carrera que elijas. Puedes ser un zote y conquistar tu credencial; y una vez alistado entre los vividores sobre el país, con tus correspondientes derechos adquiridos, esa Providencia cuidará de ti hasta más allá del sepulcro, y según la pieza del armatoste administrativo donde te encasilles o te encasillen, así podrás cultivar tus aptitudes.
Pero a principios del siglo xx, cuando comenzaba a hacer aguas el orden de la Restauración en España, el ánimo del mundo se había vuelto deslumbrado hacia las prestidigitaciones de unos grandes mistificadores, reforzadas por un siglo de escapismo romántico y enseguida por el trauma de la Primera Guerra Mundial, que dejó en buena parte de la población un sentimiento de fracaso y de desconcierto. Los grandes imperios caían, y entre el fragor de la contienda parecía francamente ridículo el sueño de una sociedad organizada a partir de las racionales aspiraciones de la libertad humana.
Por entonces, y cuando los clarines altisonantes del bolchevismo, del fascismo y del nazismo se echaron al viento prometiendo la llegada del tiempo mesiánico, Fernando Pessoa comentaba el golpe militar que en su país puso fin a la Primera República en 1926, solo tres años después de que Hitler intentara otro tanto en Múnich con su putsch. En aquel texto, el poeta portugués hacía un encendido alegato para desterrar de su país las doctrinas constitucionales, que consideraba malamente copiadas de la política inglesa y culpables del marasmo en medio del cual se disolvía el régimen republicano de su patria. Y a la vez se preguntaba, a propósito del constitucionalismo: “Pero, y si lo eliminamos, ¿qué ponemos en su lugar?”. Frente a la debilidad del sistema (pues para él Portugal no solo carecía entonces de régimen, sino de la posibilidad inmediata de establecer alguno), lo que propone es que se establezca un “Estado de transición”.
Según el poeta, el Estado de transición es “la condición de un país en que están suspensas, por una necesidad o compulsión temporal, todas las actividades de la Nación como conjunto o elemento histórico”. Ahora bien, continuaba, aunque esta situación pueda darse en un Estado, “lo cierto es que no está suspendida la propia Nación, que tiene que seguir viviendo y, dentro de los límites que aquel Estado le impone, orientarse a lo mejor que pueda”. Asumiendo la Nación esa tarea, no queda a los gobernantes del país más que “limitar su acción al mínimo, a lo indispensable”. Y, en semejante contexto, parece que esto mínimo, “lo indispensable social, es el orden público, sin el cual las más simples actividades sociales, individuales o colectivas no pueden siquiera existir”. Llegado aquí, Pessoa se aproximaba a una conclusión, y era la siguiente: que “los gobernantes naturalmente indicados para un Estado de transición son, pues, aquellos cuya función social sea particularmente el mantenimiento del orden”. ¿Quiénes? “Si una nación fuese una aldea, bastaría la policía; al tratarse de una nación, tiene que ser la Fuerza Armada entera”. Por algo el punto en el que Pessoa desarrolla esta tesis lleva el título de “Justificación de la Dictadura Militar”.
A ese respecto, la de España es historia sabida: cuarenta años de franquismo demostraron que, con el pretexto de mantener el orden, los dictadores pueden morirse de viejos en el mando: las “transiciones” a su cargo acaban dejando el problema de la transición que luego es necesaria para salir de ellos. Al acabar el régimen surgido tras la Guerra Civil española, el país tenía por delante, una vez más, el desafío de construir la nación liberal que seguía sin realizar. Con un significado que connota a un tiempo peligros y esperanzas, “transición” es sin embargo una palabra que ha devenido ejemplarizante para los españoles. Quizá lo más significativo de cuanto representa es la superación que hizo el país de su crónica nostalgia: el largo lamento que se había repetido de generación en generación –desde los ilustrados a los regeneracionistas, a los hombres del 98 y del 14–, cedió paso al optimismo por el futuro y cambió la perspectiva manriqueña según la cual “cualqu...

Índice

  1. Portadilla
  2. Créditos
  3. Dedicatoria
  4. Contenido
  5. Prefacio
  6. Primera parte
  7. Segunda parte
  8. Posfacio