Buenos Aires, 1938.
Dice habitar un lenguaje de doble o triple ascendencia porque es hija de padre irlandés y madre francesa, pero nació en Buenos Aires. En 1958 se traslada a París para estudiar Literatura en la Sorbona, con una esquiva pretensión de ser francesa que aparece simultánea a la batalla de Argelia. Cuatro años después Molloy vuelve a Buenos Aires y muy pronto se traslada a Estados Unidos, donde comienza una prolífica carrera de escritora y ensayista. Regresará a París en medio del Mayo del 68, y de allí en adelante volverá innumerables veces, como esos familiares políticos que se visitan con eventual periodicidad. Hoy su escritura resuena en los debates sobre géneros referenciales, sobre las fronteras entre memoria y ficción. Es catedrática de la Universidad de Nueva York, autora de Acto de presencia: La escritura autobiográfica en Hispanoamérica y En breve cárcel, entre otros celebrados títulos que también tienen como escenario esa ciudad familiar y cosmopolita.
Primer París
Quand tu arrives dans un pays, c’est le pays
qui te change, pas toi qui changes le pays
Jean Rouch, Jaguar
París 1958
Retrospectivamente, creo que la sensación que más asocio con el París que vi por primera vez en 1958 es el miedo. Digo mal: desasosiego sería mejor término para esa sensación que los ingleses tan certeramente describen con la palabra uncanny y de la que no da del todo cuenta el francés bizarre. No hablo de miedos personales aunque sin duda los tenía: era muy joven y este era mi primer viaje al extranjero, también mi primer viaje sola. La travesía desde Buenos Aires me había parecido eterna, por un lado procuraba no pensar en Buenos Aires, por el otro intentaba, sin mayor éxito, pensar en París, ciudad que solo conocía a través de libros, ciudad que deseaba y temía a la vez, y donde, a pesar de mis esfuerzos, no me veía. No diré como Darío que cuando bajé del tren que me llevó del Havre a la estación Saint Lazare creí hollar suelo sagrado. No tuve tiempo de preparar la pose correspondiente porque en el andén ya me esperaba un amigo de mi padre, encargado de aclimatarme desde el primer momento para que me sintiera chez moi. Me llevó a almorzar a su casa antes de depositarme en la Ciudad Universitaria. Las tres hijas tenían nombres que terminaban en –ette, me trataban de vous, y solo al final pasaron del Madame a mi nombre de pila. El hijo, que bendijo el almuerzo, era cura. De entrada sirvieron caracoles que, confieso, me gustaron. Decididamente no estaba chez moi, pero los caracoles me indicaron que un día podría estarlo.
Al día siguiente de mi llegada fui al Barrio Latino y sintiéndome triste y sola me metí en un cine. Todo era novedad e incógnita: las butacas son numeradas o no, se le da propina a la acomodadora (que no acomodador) o no, venderán golosinas en el intervalo o no. Vi un corto de Dreyer cuyo propósito original, descubrí mucho más tarde, había sido llamar la atención a los daneses sobre los peligros de conducir demasiado rápido. Era De nåede færgen, traducido como Ils attrapèrent le bac, y permanece en mi memoria, acaso falsamente, como uno de los films más siniestros que recuerdo. Pero no había entrado por el corto sino por el largometraje que lo seguía, la Juana de Arco del mismo director. Recordaba que mi profesora de francés en Buenos Aires, de quien estaba enamorada aunque eso lo supe más tarde, me había contado que en ese film actuaba Antonin Artaud, como uno de los monjes que acompaña a la Falconetti a la hoguera. Quería verlo; Molloy siempre tan literaria. Pensando en mi profesora y buscando a Artaud no me dejé seducir por la cara de Falconetti hasta mucho más tarde, en el recuerdo. Me dieron ganas de volver a ver el film para detenerme solo en ella pero hasta el día de hoy no lo he hecho.
Ese cine, el Champollion, a dos pasos del Boulevard Saint Michel y de la librería Gibert donde compraba papel y lapiceras, y a tres de L’Acropole, restaurante griego donde me volví adicta a la taramasalata que desde entonces busco en cuanto restaurante griego encuentro en mis viajes, fueron mis refugios en el Barrio Latino cuando no estaba en clase, algo así como mi home away from home, aunque pensándolo bien la expresión es inadecuada. No solo por estar en inglés sino porque con respecto a París se vuelve concepto inútil. Para el que va a París home —por lo menos fue mi caso— es algo que se ha dejado para siempre atrás. Si bien no me encontraba del todo ya sabía que, de volver a mi punto de partida, me sentiría completamente desubicada.
Al hablar del París de aquellos años pienso en la incertidumbre que caracterizaba el paso de la cuarta república a la quinta, en la inestabilidad de Argelia que había motivado el mesiánico regreso de De Gaulle, el general que «había comprendido» a los franceses. Hablo de los atentados de agosto del FLN, del toque de queda impuesto en París por el prefecto Papon pero solo para los argelinos, del centro de detención de Vincennes, de las manifestaciones. Recuerdo mi desconcierto cuando, en un servicio social para estudiantes, al hojear los avisos de alojamientos disponibles —las famosas o a veces infames chambres de bonne con WC y agua fría en el entrepiso que se solían alquilar a los que éramos, en el eufemismo de la época, économiquement faibles— me encontraba una y otra vez con las iniciales FMS. Por fin pregunté a una empleada qué querían decir esas letras. «France métropolitaine seulement», me contestó con toda naturalidad y me di cuenta de que para las personas que alquilaban estos cuartos yo, que también venía de otra orilla, era tan indeseable como un argelino. Ese año oí por primera vez palabras nuevas, como pied noir, para, harki, bicot, bougnoule.
Al mismo tiempo, la otra guerra, la pasada, estaba todavía muy presente en el París de fines de los cincuenta. La frase pendant la guerre se oía con frecuencia, para explicar la frugalidad francesa, o la mala dentadura de los estudiantes con quienes asistía a la Sorbona, o la popularidad de ciertas boîtes de jazz del Barrio Latino donde todavía se podía escuchar a Stan Getz o a Miles Davis, o el desencanto de los personajes de Les Tricheurs de Marcel Carné que se estrenó el año que yo llegué, o por fin, justa o injustamente, la tendencia a la delación de las porteras francesas. El Hôtel Lutétia, me contaban, había sido cuartel general del estado mayor alemán durante la ocupación, dato que yo recordaba inevitablemente cada vez que pasaba en ómnibus por la Avenida Raspail o ascendía a la superficie en la estación de subterráneo de Sèvres-Babylone. Las placas en ciertos muros que conmemoraban el fusilamiento de algún resistente todavía brillaban, parecían nuevas. A una amiga mía muy rubia, también argentina, la corrió una vez un cartero, presa de no sé qué ataque de demencia, gritándole «sale boche» e intentando darle puntapiés. La gente se apartaba y desviaba la mirada. Yo, debo confesar, me reía. C’est pas drôle, vous savez, dijo alguien, sin, por otra parte, intentar hacer algo.
Había, sí, algo desquiciado en ese año que llegué a París, una combinación de efervescencia cultural, de violencia política y de despreocupado consumismo que anunciaban ya los años sesenta. Les amants de Louis Malle fue objeto de escándalo, entre otros motivos, al decir de un crítico, pour avoir suggeré un orgasme dans la crispation d’une main sur un drap. Debutaron —y deslumbraron— ese mismo año Yves Saint Laurent con su robe trapèze y Maria Callas con un primer concierto en el Palacio Garnier. La primera edición de La question de Henri Alleg, que narraba la tortura en Argelia, fue secuestrada por el gobierno y el libro permaneció prohibido hasta los acuerdos de Évian de 1962. Pero al pensar en todo esto ahora, a distancia, hilvano recuerdos de cosas que, en ese entonces, eran partes desperdigadas de mi vivir cotidiano a las que no prestaba demasiada atención. Porqu...