Monte a través
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Monte a través

  1. 168 páginas
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Información del libro

Thomas y Astrid viven junto a sus dos hijos en un pueblo acogedor de Suiza. Una noche, mientras toman una copa de vino en el jardín, uno de los niños reclama su atención, por lo que Astrid entra en la casa para atenderlo, convencida de que su marido la seguirá en unos momentos. No obstante, Thomas se levanta y, tras vacilar un instante, abre la verja y se marcha. Sin las ataduras del día a día—la familia, las amistades, el trabajo—, Thomas emprende una ruta a pie por la montaña, expuesto por primera vez al implacable invierno alpino. En casa, Astrid se pregunta primero dónde habrá ido, después cuándo volverá y, finalmente, si aún está vivo.Una vez más, Peter Stamm pone de manifiesto su extraordinaria capacidad de convertir lo ordinario en sobrecogedor al retratar la fragilidad del mundo contemporáneo, que parece convertir la vida de sus personajes en una sucesión de dolorosas rupturas y la posibilidad de conocerse a ellos mismos y a los demás, en una quimera."La más inquietante de sus tramas, la que aborda del modo más sereno y sobrio lo turbador de las relaciones humanas".José Aníbal Campos"Una de las voces más sólidas y aclamadas de la actual narrativa en lengua alemana".Matías Néspolo, El Mundo"La obra de Peter Stamm es una de las más exquisitas y refinadas que se escriben actualmente en Europa. Monte a través logra penetrar en la intimidad más profunda de los vínculos entre los seres humanos. Ese lugar frágil y desamparado y al que a veces únicamente puede accederse utilizando inefables palabras".D. Gándara, La Razón"Stamm crea una tensión diferente, más profunda y, para muchos de sus lectores, seguramente el doble de apasionante que la de mucho thrillers convencionales. Produce alrededor de la historia esa aprehensión pura de las novelas que, una vez abiertas, son difíciles de abandonar. Así sucede con Monte a través".Luis M. Alonso, La Nueva España"Esta novela esconde profundos sentimientos y emociones, analiza las relaciones humanas más íntimas, y lo hace con gran tensión al retratar la fragilidad del ser".Eric Gras, El Periódico Mediterráneo

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Información

Editorial
Acantilado
Año
2019
ISBN
9788417902124
Categoría
Literatura
Para Jaume Vallcorba Plana.
De día apenas se notaba la presencia del seto que separaba el patio del de los vecinos, se perdía en el verdor general; pero cuando el sol se ponía y las sombras empezaban a alargarse, parecía que creciera y se convirtiese en un muro cada vez más infranqueable hasta que, al final, el último rayo de luz desaparecía del jardín y el cuadrado de césped quedaba sumido en las sombras, como un oscuro calabozo del que no había escapatoria. Como suele ocurrir hacia mediados de agosto, la temperatura bajaba rápidamente, y el frío y la humedad parecían emanar del suelo al que se habían retirado durante las horas de sol, sin llegar nunca a desaparecer del todo.
Thomas y Astrid habían acostado a los niños, se habían sentado en el banco de madera de la entrada con una copa de vino y compartido la edición dominical del periódico. Al cabo de un rato, se oyó por la ventana abierta la voz llorosa de Konrad, y con un suspiro Astrid había dejado su parte del periódico sobre el banco, había apurado su copa de vino, había entrado en casa sin decir palabra y no había vuelto a salir. Thomas oyó un murmullo tranquilizador y, poco tiempo después, vio cómo se encendía la luz del salón. Luego, la ventana se cerró con un golpe seco que ponía fin al día, al fin de semana, a las vacaciones. La luz se apagó de nuevo, y Thomas se imaginó a Astrid arrodillada en el suelo del recibidor, deshaciendo la maleta grande que habían dejado allí tras su regreso a última hora de la tarde. También aquí tenía que haber hecho mucho calor durante su ausencia, la casa estaba muy caldeada y el aire enrarecido, espeso, como si en el interior la presión fuera más elevada. Thomas hojeó la correspondencia que los vecinos le habían dejado sobre la mesa del salón. Astrid estaba justo detrás de él, y aun sin verla él sentía su presencia, su atención. «Nada importante», le dijo él, y se sentó a la mesa. Astrid abrió las ventanas y, mientras salía, dijo que prepararía la cena. Habían comprado un par de cosas en la tienda de una gasolinera: pan, leche, queso, una bolsa de ensalada variada. Los niños habían desaparecido en la planta de arriba, y Thomas los oyó pelearse por algún motivo. Después de la cena, cuando él y Astrid los habían acostado, Konrad había estado a punto de quedarse dormido mientras se cepillaba los dientes, y la pequeña Ella ni siquiera había preguntado si la dejaban leer un rato más.
Thomas se imaginó a Astrid haciendo dos pilas, una de ropa limpia y otra de ropa sucia, la imaginó llevando la sucia al lavadero del sótano y guardando la limpia en el armario del dormitorio. A continuación, dejaría la de los niños bien ordenada y doblada en la escalera, a fin de subirla al día siguiente. Astrid se detuvo un momento al pie de la escalera y oyó, provenientes de arriba, muy tenues, los ruidos provocados por los niños, que se revolcaban de un lado a otro en sus camas recién hechas, pensando o soñando estar todavía en la playa o ya de nuevo en la escuela.
La luz del dormitorio de Astrid y Thomas se encendió. A través de las persianas, un dibujo de rayas se proyectó sobre el césped, que, con el avance de la oscuridad, había perdido todo su color. Astrid entró en el cuarto de baño, pero volvió al recibidor para sacar el neceser de la maleta. Se contempló en el espejo con esa mirada inexpresiva con la que a veces también miraba a Thomas. Antes, cuando él le preguntaba en qué estaba pensando, ella siempre respondía que no pensaba en nada. Con los años, él había empezado a creerla, así que dejó de preguntarle.
Thomas dobló el periódico y lo depositó sobre el banco. Cogió la copa para apurarla, pero dudó. Agitó la copa para acabar dejándola sin haber probado el vino junto a la de Astrid, ya vacía. No fue tanto una idea como una imagen: el banco abandonado a la luz del amanecer; encima del banco, el periódico con el papel ondulado por el rocío y las dos copas, en una de las cuales, la que estaba por la mitad, se habían ahogado algunas moscas de la fruta. El sol brillaba a través del cristal y proyectaba una mancha roja sobre la pálida madera de color gris claro. Los niños salían de la casa, se alineaban en las columnas dispersas de otros niños que iban camino de la guardería o de la escuela. Poco tiempo después Thomas se marchaba al trabajo. Saludaba a la anciana del vecindario, cuyo nombre había sabido alguna vez y había vuelto a olvidar. La veía casi todas las mañanas con su perro; a pesar de su edad, tenía un paso ágil y una voz sonora y segura con la cual le devolvía el saludo, como si todo estuviera en orden, como si todo fuera a permanecer igual. Al mediodía, cuando él regresara a casa, el periódico y las copas habrían desaparecido.
Thomas se puso de pie y recorrió el estrecho camino de grava que discurría en paralelo a la casa. Al llegar a la esquina, vaciló un instante, antes de doblar y poner rumbo a la puerta del jardín con una sonrisa de perplejidad de la que apenas era consciente. Levantó un poco la verja al abrirla para que no chirriara, tal como solía hacer en su adolescencia cada vez que llegaba tarde a casa de alguna fiesta y no quería despertar a sus padres. Aunque se hallaba completamente sobrio, tuvo la impresión de estar moviéndose como un borracho, muy lentamente, mirando bien dónde ponía el pie. Recorrió la calle, pasando por delante de las casas de los vecinos, que le resultaban menos familiares a medida que se alejaba de la suya. Había luz en algunas ventanas. Aún no eran ni las diez, pero ya no había nadie en los jardines o en la calle. Delante de él se alargaba la sombra generada por la luz que proyectaba sobre él la última farola junto a la cual pasaba. La sombra desaparecía en la luz de la farola siguiente, la cual, a su vez, arrojaba una nueva sombra a sus espaldas, que se achicaba, pasaba por su lado y le adelantaba con rapidez a medida que crecía, como la escolta fantasmal de una criatura incorpórea que lo acompañó mientras se alejaba del barrio, hasta que cruzó la circunvalación y entró en el polígono industrial que se extendía a lo largo de la llanura situada a la entrada del pueblo.
La puerta de la gran nave de la planta de reciclaje estaba abierta. Un zumbido monótono salía del interior. Thomas se agachó, como si de ese modo fuera menos visible. Cuando llegó al antiguo canal industrial, se dio la vuelta por primera vez y miró hacia atrás, pero no vio a nadie, sólo escuchó aún el zumbido—ahora atenuado—de la maquinaria.
La calle bordeaba durante un trecho el canal y cruzaba luego un pequeño puente. Thomas caminaba ahora más deprisa. Era como si hubiera abandonado el campo de gravitación del pueblo y se moviese ahora por el espacio sin ningún tipo de freno, al tiempo que se adentraba en el inexplorado territorio de la noche. Los prados situados a derecha e izquierda de la calle pertenecían a una granja de cría de caballos y estaban rodeados por altas vallas. Muy al fondo, en uno de los prados, había algunos caballos tan pegados los unos a los otros que sus cuerpos, en aquella oscuridad, se fundían formando una única criatura de muchas cabezas. En los edificios de la granja no se veía luz alguna. Poco antes de llegar a su altura, Thomas se detuvo y aguzó el oído. Cuando los niños eran más pequeños, él y Astrid venían a menudo con ellos a dar un paseo por aquí, pero ahora ya no recordaba si los dueños tenían perro o no. Pasó rápidamente junto a los edificios. Seguía sin escucharse nada, sólo de repente se encendía alguna lámpara halógena e iluminaba el área de la entrada y parte de la calle.
Thomas sintió alivio cuando llegó a la linde del bosque. No se veía la luna, y en el interior del bosque el camino de grava era una franja más clara que sólo se intuía. El vacío de la noche parecía tirar de él, permitiéndole avanzar. El camino discurría junto al dique, cruzaba luego la barrera de protección contra inundaciones y llegaba al otro extremo de la estrecha franja de bosque. Allí había un poco más de luz. A lo lejos se oía el rumor de los coches e incluso el ruido de un tren. Thomas miró el reloj y descifró con esfuerzo la hora. Las diez y media: el tren pasaba puntual. Por un momento imaginó la corta sucesión de vagones entrando en la estación iluminada, pensó en los pocos pasajeros que bajaban y cruzaban el paso subterráneo para dirigirse al aparcamiento de bicicletas, quitar el candado a sus vehículos y desaparecer en todas direcciones.
Ahora que se había detenido, notaba el silencio del bosque. Tal vez precisamente por eso tenía la sensación de no estar solo. Era como si algo lo acechara en la oscuridad, no una persona, tampoco un animal, sino una especie de viveza general que abarcaba todo el bosque.
Thomas siguió avanzando por el camino hasta llegar al final. De allí no había ni cien metros hasta el sitio en el que el canal industrial desembocaba en el río, formando un recodo. Cruzó hasta el centro del prado, donde de adolescente hacían la fogata en torno a la cual se reunían con sus amigos. El canal parecía llevar más agua que el río, cuyo lecho estaba seco antes de llegar a la desembocadura. Le habría resultado difícil, de todos modos, llegar a la otra orilla. Thomas se sentó en los bastos bloques de piedra con los que habían reforzado el lugar. Del lecho del río ascendía un olor a podrido. Sacó su paquete de cigarrillos y, tanteando con los dedos, los contó: once. Entonces encendió uno y miró al cielo, ahora totalmente oscuro. Aunque era una noche despejada, no se veían muchas estrellas. Metió las manos en los bolsillos de los pantalones e hizo un repaso de lo que llevaba encima: el llavero con la linterna diminuta, una pequeña navaja, hilo dental, un mechero y un pañuelo. A la luz de la linterna contó el dinero: algo más de trescientos francos suizos. De pronto sintió un escalofrío y pensó por un instante en hacer una fogata. Pero entonces decidió seguir caminando, regresar hasta el pequeño puente peatonal, cruzar el canal y seguir luego el valle en dirección al oeste.
Las tablas del estrecho puente estaban húmedas y resbaladizas. Thomas tuvo que agarrarse a la barandilla para no caer. Llegó a un sendero tan estrecho que, en medio de aquella oscuridad absoluta, le pareció que la maleza que crecía a ambos lados lo sostenía y empujaba hacia delante, hasta llegar a una carretera de grava que, a lo largo de medio kilómetro, atravesaba en línea recta el bosque y continuaba luego otro trecho igual a través de unos prados de pastoreo. Delante de él vio dos coches que cruzaban el puente de la carretera a toda velocidad; contempló luego cómo los haces de luz de sus faros rozaban las casas del pueblo situado al otro lado del río y, poco después, desaparecían detrás de la colina. Al llegar a la carretera comarcal, oyó de lejos el ruido de otro auto. Se ocultó tras la alta hierba del talud y aguardó. El coche se acercó y pasó de largo. Cuando ya no se oía el motor, Thomas se puso de pie de un salto y cruzó el puente a buen paso. Antes de alcanzar el pueblo se alejó otra vez de la carretera principal y siguió una vía más estrecha que bordeaba el río hasta el aeródromo para planeadores y continuaba más allá. Cuando eran niños, alguna vez venían hasta aquí en bicicleta para ver los aviones, pero en realidad a Thomas jamás le había interesado la aviación, si se quedaba era sólo por complacer a sus amigos, que entonces soñaban con volar alguna vez.
Al borde de la pista de hierba había un hangar alargado, y detrás, ocultas por un seto, una docena de caravanas de las que Thomas sólo podía distinguir los contornos. Ni una luz a la redonda, tampoco ruido alguno. Se sentía muy cansado. Se acercó a la primera caravana, palpó en busca de la manija de la puerta y tiró de ella con cuidado. Estaba cerrada con llave. Lo mismo ocurrió con las siguientes caravanas. Una de ellas, sin embargo, tenía en la parte delantera una marquesina de plástico que pudo abrir fácilmente. Cuando entró, sintió el suelo cubierto por una tarima de madera. El aire estaba enrarecido, olía a hierba, a plástico viejo y a comida rancia. Bajo la débil luz de la pequeña linterna vio una mesa de camping y cuatro sillas, así como una cocina improvisada con dos quemadores de gas y un fregadero. En un rincón había un toldo impermeable. Thomas se envolvió en él y se tumbó en el suelo, pero aun así seguía teniendo mucho frío. No consiguió quedarse dormido sobre el duro suelo y pensó en su casa, preguntándose si Astrid ya habría notado su ausencia. A menudo ella se iba a dormir antes que él y no se despertaba cuando él se metía en la cama.
Cuando Astrid notase por la mañana que Thomas no estaba acostado a su lado, pensaría que él ya se había levantado, aunque fuera ella casi siempre la primera en hacerlo. Soñolienta, subiría a la planta alta, despertaría a los niños y volvería a bajar. Diez minutos más tarde ya se habría duchado, saldría del baño en bata y llamaría a los niños, que sin duda estarían aún en la cama. Les gritaría: «¡Konrad! ¡Ella! ¡Arriba! ¡Andando! Si no os levantáis ahora, vais a llegar tarde». Siempre las mismas frases, y, a continuación, siempre las mismas respuestas: «Sólo un minuto más». «Ya me he levantado». «Voy enseguida». Camino de la cocina, Astrid echaría una ojeada al salón y, por un instante, se asombraría de no encontrar a Thomas tampoco allí. Y es que esos tres cuartos de hora de la mañana transcurrían según un plan tan invariable que ella no tenía tiempo de pensar en otra cosa que no fuese aquello que era preciso hacer: encender la cafetera, llenarla de agua, poner la mesa, sacar el pan, la mantequilla, la confitura y la miel, la leche y el cacao en polvo. Astrid llamó de nuevo a los niños, esta vez a voz en grito y con un tono de enfado, y preparó el primer café, que bebió de pie. Por fin bajaron los niños, armando un gran barullo, y se sentaron a la mesa. Konrad parpadeaba todavía, con cara de sueño, mientras que la niña colocó un libro abierto a su lado. Astrid tuvo que regañarla dos veces, hasta que Ella lo cerró con hosquedad y se preparó una rebanada de pan. Con la boca llena, Konrad preguntó por fin dónde estaba papá. «Tuvo que salir temprano hoy». Astrid no sabía por qué había respondido tal cosa. Era la explicación más simple, y, al darla, casi se hacía realidad. «Tenía que llegar más temprano a la oficina». Los niños no preguntaron nada más, aunque Thomas casi nunca salía de casa antes del desayuno. Astrid intentó recordar por un momento si Thomas había dicho algo acerca de una reunión, pero para entonces los niños ya se habían levantado de la mesa, y ella tuvo que ocuparse de que no olvidaran nada. «¿Vais a nadar hoy?». «Poneos las sandalias». «Sí, claro que necesitas un suéter, todavía hace frío fuera». «El libro se queda aquí». «¡Vamos, andando!». Astrid besó a los niños en la mejilla y les dio un empujoncito para que salieran. Por un momento se quedó de pie en el vano de la puerta, viéndolos desaparecer al doblar la esquina, hasta oír el familiar chirrido de la verja del jardín y el golpe cuando ésta se cerraba. El aire olía un poco a otoño.
Mientras Astrid se dirigía al baño para secarse el pelo consideró si ir o no a la piscina. Tenía ropa que lavar, debía acabar de deshacer las maletas, hacer la compra. Trazó un plan para el día. Sólo al salir del baño pensó de nuevo en Thomas. Llamó a su oficina. La secretaria le dijo que Thomas no estaba y le preguntó si habían tenido unas gratas vacaciones.
—Sí, estupendas. ¿Podría mirar en su agenda?
—No—le dijo la secretaria al cabo de una breve pausa—, no hay nada anotado. Sólo por la tarde tiene una cita con un cliente.
—Dígale, por favor, que me llame un momento cuando regrese—pidió Astrid.
Fue a hacer la compra en bicicleta, tendió la ropa fuera y acabó de deshacer las maletas. En una de ellas había una bolsa de plástico con unas conchas que los niños habían recogido en la playa. Al volcar la bolsa sobre la mesa, cayó un poco de arena. Puso las conchas y las caracolas en una cestita y recogió la arena con cuidado de no rayar la mesa. Luego guardó las maletas en el desván. Arriba hacía calor, el aire tenía una consistencia casi algodonosa. Con expresión melancólica, Astrid pensó en las dos semanas que habían pasado a orillas del mar, en el calor que tanto le gustaba, recorriendo los puestos de los mercados españoles, las maravillosas verduras, las frutas, la infinita variedad de pescado que podía comprarse en ellos. «Mejor nos quedamos aquí, sin darle más vueltas», había dicho Thomas en broma uno de los últimos días. Astrid se había reído, y a continuación todos se habían puesto a pensar en cómo sería vivir durante todo el año a orillas del mar. Era un juego, pero Astrid vio en los ojos de Thomas, y también en los de los niños, un fulgor de entusiasmo.
—¿Cómo nos ganaríamos la vida?
—Haríamos bisutería con las conchas y la venderíamos en el paseo marítimo.
—¿Y la escuela?
—Papá sería nuestro maestro.
Por último, Astrid dijo que en casa también se estaba bien. El mar dejaría de ser especial si lo tuvieran a la vuelta de la esquina. Y en invierno seguramente habría tormentas, y la casa tenía humedades, ni siquiera había una buena calefacción. Astrid había sido siempre la voz de la razón en aquella relación, en la familia. A veces se preguntaba si Thomas habría elegido una vida diferente de no estar junto...

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  1. Portadilla
  2. Dedicatoria
  3. ©