EL TERRITORIO FRENTE
A LA CIUDADANÍA
Donald Trump no ganó en ninguna ciudad de más de un millón de habitantes. Sus vecinos de Manhattan le detestaban hasta el punto de que solo le votó un 10 por ciento. Peor aún les cae en Washington, su actual residencia, donde obtuvo un ridículo 4,1 por ciento. En el Reino Unido, los londinenses, al contrario que la mayoría de sus compatriotas, votaron abrumadoramente por seguir en la Unión Europea. No es en Berlín, Hamburgo, Fráncfort o Múnich donde se ha hecho fuerte la extrema derecha alemana, ni tampoco en Viena donde el FPÖ saca sus mejores resultados. En París, el Front National de Marine Le Pen nunca ha superado el 10 por ciento.
La Gran Recesión, la crisis de la globalización, ha resucitado el viejo enfrentamiento entre Caín y Abel, entre los dos modelos de sociedad: las abiertas y cosmopolitas frente a las cerradas y homogéneas. Los habitantes de las grandes ciudades, las clases ilustradas, han descubierto que no están solos y que han perdido la hegemonía cultural, los cimientos de la organización de lo colectivo. El mundo rural, las zonas obreras desindustrializadas y sumidas en la irrelevancia económica, los segmentos sociales menos educados, los perdedores de este fulgurante comienzo del milenio, están haciéndose con el control del poder político. Los primeros navegan por un mundo cambiante y poliédrico y buscan modelos transversales de convivencia y solidaridad; conscientes de la fragilidad de las sociedades contemporáneas, del deterioro del medio ambiente, de las dificultades para gestionar la extrema diversidad. Y también compiten —ferozmente— por el éxito profesional, el prestigio, la excelencia, el dinero y los privilegios que ofrece el sistema. Los segundos acuden de vuelta al viejo Estado nación para pedirle que nada cambie, que les lleve de vuelta a un mundo ideal que ya no existe, porque en realidad nunca existió.
El Leviatán, cuya soberanía lleva décadas deshilachándose a la vista de todos, pero que conserva una mala salud de hierro, es ahora el objeto de deseo de las élites económicas y financieras, que quieren disponer de su potencial legislativo y regulador, porque es la base del capitalismo de amigotes, el crony capitalism; en nuestro caso del capitalismo de Boletín Oficial. La política, en esencia, no es sino la distribución de los costes y los beneficios. En la tensión entre el control por el Estado del territorio y el empoderamiento de las sociedades contemporáneas, las ciudades son el frente de resistencia. La capacidad de las grandes urbes de dotarse de instrumentos para defender su independencia, de gestionar su potencial y sus recursos, será clave para decidir quién gana y quién pierde.
En 2014, el cincuenta y cuatro por ciento de la población mundial vivía en grandes ciudades. Los cálculos son que en 2050 la población de las áreas rurales se haya reducido a un tercio del total, exactamente la proporción inversa de mediados del siglo xx. Las metrópolis del siglo xx son más extensas, más pobladas, más complejas y más poderosas. En 1987 había en el planeta poco más de un centenar de aglomeraciones de más de medio millón de habitantes. Ahora hay más de quinientas. En tres décadas se han quintuplicado. Las cifras son mareantes. ¿Son ciudades Tokio o São Paulo? El Gran Tokio tiene treinta y seis millones de habitantes; un PIB mayor que el de Canadá o el de Italia; pero no forma parte del G20. Moscú, la gran megaciudad de Europa con una población de unos veinte millones, es un país en sí misma. El Gran Londres tiene una población más de ocho millones —su área metropolitana supera los diecisiete—, una asamblea regional y un alcalde por elección directa. Nueva York tiene más de 8,4 millones de habitantes y un presupuesto municipal de 70.000 millones de dólares; la ciudad emplea a 250.000 trabajadores y destina 15.000 millones de dólares a la educación de 1,1 millones de niños. Su área metropolitana tenía en 2012 una población de 23.362.099, uno de cada seis estadounidenses.
Ciudad de México, Los Ángeles, Yakarta, Seúl, Cantón, Lagos, Cantón, Karachi, Beijing, Shanghái, Bombay, Manila… ¿Son viables estas megalópolis? El modelo urbano ya no se atiene al concepto de centro y periferia, por amplia que sea la periferia. Se ha transformado. No hay un centro, sino varios. Tampoco es necesaria una continuidad física. Puede haber zonas vacías dentro de un espacio conectado. Las comunicaciones, los transportes, las nuevas tecnologías han encogido las distancias, que ya no se miden en kilómetros. Los geógrafos y urbanistas intentan teorizar la sistematización de algo muy difícil de sistematizar porque es una realidad conflictiva en sí misma; pretenden poner orden sobre algo que nace por un proceso de acumulación. La ciudad tal como la entendíamos en el siglo xx se ha desordenado en su forma, aunque no en su función, dice el geógrafo Francesco Indovina. Las ciudades, explica, viven en una combinación de orden y desorden, que se oponen, pero no se contraponen. El caos y el orden se retroalimentan en un proceso que es la esencia misma de la ciudad. Son, dice Indovina, como dos hermanos siameses unidos: cada vez que uno se mueve en busca de una posición más cómoda, hace más incómoda la del otro que, a su vez, se mueve en busca de una situación más confortable. Así, una y otra vez. La ciudad no es un momento ni una suma de momentos, ni siquiera un proceso, sino un proceso de procesos, y ya no se puede delimitar; ciudad y límite son dos conceptos antagónicos.
Estábamos avisados. Lo anunciaba Jane Jacobs, la gran pionera de la crítica del urbanismo moderno en su clásico The Death and Life of the Great American Cities (1961). Las grandes ciudades, decía, son solo partes de unidades urbanas mayores junto con ciudades colindantes, pequeñas ciudades satélite, pueblos y suburbios que se encuentran fuera de sus fronteras políticas, pero dentro de su órbita económica y social. Los problemas a los que se enfrentan nuestras grandes regiones metropolitanas también los adelantaba Jacobs hace medio siglo, cuando lamentaba la ausencia de auténticos gobiernos metropolitanos para hacer frente a retos como la contaminación, el transporte público, el desperdicio, el mal uso de la tierra, la conservación de los acuíferos, la preservación de áreas naturales, etc., y sugería la creación de entes supramunicipales que permitieran conservar su autonomía y su identidad política y social a las entidades locales en los asuntos puramente locales, pero federándolas en torno a una autoridad con amplios poderes de planificación y órganos administrativos para poder poner en marcha estos planes.
Una vieja idea, como se ve, en la práctica no ha acabado de configurarse plenamente porque el Estado —y otras administraciones como las federales o las autonómicas— no soportan la competencia de poderes paralelos. Las grandes aglomeraciones urbanas desbordan permanentemente las estructuras de poder jerárquico de las administraciones centrales. Dotarlas de personalidad política e institucional, otorgarles verdaderos mecanismos de autogobierno, concederles capacidad de gestión y autonomía, supondría renunciar a controlarlas. En una reciente encuesta de Naciones Unidas a líderes gubernamentales, solo el 14 por ciento consideró positivo el índice de urbanización y el tamaño de las ciudades, mientras que el 83 por ciento confesó haber tomado medidas para frenar su crecimiento.
La paradoja es que el Estado necesita de las ciudades, porque es donde se genera la riqueza, donde se construyen los imaginarios del poder y se fabrican los hilos que tejen el pensamiento y la cultura, y también el lugar donde habitan sus élites, incluida la burocracia, los altos funcionarios y los actores económicos y financieros. Pero las niega como realidades políticas porque quiere conservar el control. Las ciudades, sin embargo, empiezan a pensar que no necesitan al Estado, que en un mundo donde el concepto de soberanía se ejerce por encima de ese Estado, el intermediario sobra. Pero también hemos podido ver cómo este intermediario, apoyándose en los sectores más cerrados y reaccionarios de la población, impone modelos y situaciones a las ciudades que sus habitantes rechazan mayoritariamente. El caso del Brexit en el Reino Unido, que se impone a los habitantes de Londres que votaron en contra, es un ejemplo muy inquietante de las derivas a las que nos están llevando las guerras culturales.
En el futuro ya no hablaremos de ciudades, ni tan siquiera de áreas metropolitanas, sino de regiones metropolitanas, incluso de redes de ciudades que tienen su propia dinámica por encima de la de los Estados. La Banana Dorada o Sunbelt es el nombre que la Comisión Europea dio al área densamente poblada y urbanizada que se extiende desde Valencia hasta Génova a lo largo de la costa del Mediterráneo. La Banana Azul, también conocida como Megalópolis Dorsal Europea, es un corredor urbanizado discontinuo que se extiende desde el noroeste de Inglaterra hasta Milán, en el sur. La curvatura de este corredor incluye ciudades como Mánchester, Londres, Bruselas, Ámsterdam, Colonia, Fráncfort, la Cuenca del Ruhr, Luxemburgo, Estrasburgo, Basilea, Zúrich, Milán y Turín; aunque algunos geógrafos añaden la aglomeración parisina, Génova, Mónaco y Niza. Tiene aproximadamente noventa millones de habitantes y es una de las mayores concentraciones de dinero e industria del mundo. Le pusieron este nombre por la imagen que presenta en fotos satelitales.
Pero volvamos a nuestras dimensiones peninsulares, que también permiten imaginar áreas de texturas parecidas, aunque todavía menos densas. En España, el proceso moderno de urbanización se produjo de forma muy tardía respecto a lo que sucedía en otros países europeos y americanos. Todavía a finales de la década de 1950, la mitad de la población española residía en localidades menores de 20.000 habitantes. No fue hasta la quiebra del modelo autárquico del pr...