Sigmund Freud
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Sigmund Freud

Un viaje a las profundidades del yo

  1. 176 páginas
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Sigmund Freud

Un viaje a las profundidades del yo

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Sigmund Freud fue el padre del psicoanálisis, la revolucionaria teoría psicológica que puso patas arriba todo lo que el hombre había pensado acerca de sí mismo hasta entonces.Ante la imagen engañosa de un ser que únicamente se rige por la razón y la consciencia, el psicoanálisis desveló un mundo de instintos y pulsiones, eminentemente sexuales, de los cuales la vida consciente es tan solo un reflejo enmascarado. Las implicaciones filosóficas de sus teorías, que desarrolló en obras como Totem y tabú o El malestar en la cultura, le valieron ser considerado como uno de los tres maestros de la sospecha, junto a Karl Marx y Friedrich Nietzsche.Más allá del enorme interés que sus obras siguen despertando y la repercusión que sus teorías han tenido en el conjunto de la cultura, podemos constatar que Freud está muy presente en nuestro día a día: ante un lapsus linguae, que revela nuestros verdaderos propósitos, son pocos los que no exclaman: "¡Esto es freudiano!"; además, ¿a quién no se le ha pasado por la cabeza en alguna ocasión acudir a La interpretación de los sueños, de Freud, para buscar el significado de un sueño que lo inquieta?Sin embargo, el hecho de que Freud esté a menudo en boca de todos lo hace presa de muchos equívocos y de malas interpretaciones, e incluso lo convierte en objeto de cierta banalización. Este libro deshace estos malentendidos y elabora una completa, aunque rápida y accesible, lectura de sus teorías sobre el ser humano y la cultura.

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Información

Año
2019
ISBN
9788417822941
Categoría
Psicología
Categoría
Psicoanálisis

La crisis de la razón

Como hemos visto en el capítulo precedente, incluso después de la publicación de El origen de las especies de Charles Darwin en 1859, al hombre todavía le quedaba la esperanza de pensar que, a pesar de ser un animal más, poseía una genuina facultad racional que le permitía dominar los impulsos animales. Parecía que, gracias a la razón, la naturaleza animal del hombre podía ser conducida hacia fines mucho más elevados que la mera conservación y la reproducción instintiva. Buena muestra de ello es que, de manera un tanto confiada y presuntuosa, el hombre se autoproclamó científicamente como Homo Sapiens Sapiens, es decir, «hombre» doblemente «sabio». El desarrollo del psicoanálisis freudiano pone en entredicho este último bastión de orgullo y confianza humanos: la razón consciente pasa a ser tan solo la pequeña punta de un enorme iceberg, sumergido prácticamente en su totalidad en negras aguas inconscientes; lo que significa que el comportamiento humano se rige más por los instintos que por la razón. ¡Adiós muy buenas a la razón y al libre albedrío!
Precisamente, iniciaremos este capítulo analizando con atención los dos modelos teóricos de la mente humana que Freud fue elaborando de manera progresiva en el transcurso de su vida; esto es, la primera tópica y la segunda tópica, unas propuestas que nos alejan de una vez por todas de esa confiada visión del hombre como ser racional y libre.

La estructura de la psique

Freud no solo estaba interesado en la práctica clínica, sino que también tenía un profundo interés especulativo que podríamos definir, en último término, como filosófico (o metapsicológico, apostillaría Freud). Tomando como bases de su trabajo las observaciones que realizaba de sus pacientes —a los que dedicaba siempre cincuenta y cinco minutos de intensa terapia— y un conjunto de interesantes conclusiones fruto de sus concienzudos autoanálisis, nuestro autor fue forjando un modelo explicativo completo del psiquismo humano.
Conviene recordar que un modelo teórico es en esencia una representación que pretende hacer comprensible una realidad compleja, mostrando lo más sintéticamente posible su estructura y dinámica internas. Seguramente todos tenemos en mente el modelo atómico, que pretende explicar la estructura íntima del átomo, o del ADN, con su característica doble hélice. Freud también nos propone un modelo, pero esta vez para reflexionar sobre la mente, una realidad mucho más compleja y, sin duda, más escurridiza.
La palabra con la que Freud bautizó sus dos modelos, tópica, deriva de un vocablo griego, topos, que significa literalmente lugar. Así pues, la voluntad de Freud es mostrarnos un mapa de los diferentes lugares que estructuran la psique humana. Pero a pesar de que Freud nos invita en todo momento a analizar metafóricamente la mente humana como si se tratara de una realidad espacial, no debemos identificar estos lugares con las partes orgánicas del cerebro. El modelo freudiano nos propone una representación de la actividad mental del hombre, y no del órgano que en último término la hace posible, el cerebro.
Una primera formulación de los diferentes lugares que componen la mente humana apareció en el capítulo séptimo de la célebre obra La interpretación de los sueños, publicada en 1900. Se trata, no obstante, de un modelo que Freud reelaboró en cuestión de pocos años; por lo tanto, y pese a su interés, no debemos tomarlo como definitivo. En esta primera tópica, Freud proponía la distinción entre una instancia Inconsciente y una Consciente. Además, entre estas dos esferas, establecía la existencia de un Preconsciente y de una Censura, situada entre las diferentes fronteras, una especie de bisagra que controlaría el paso de determinados contenidos psíquicos (deseos, ideas…) entre una y otra.
Consciente-Preconsciente-Inconsciente.
Freud consideraba que la región inconsciente de la mente tenía su raíz y origen en la biología humana, es decir, en sus disposiciones naturales como especie. Allí, en el inconsciente, residían una serie de elementos psíquicos de origen muy profundo, y, sobre todo, un conjunto de traumas que habían sido reprimidos. Debemos aclarar que trauma es una palabra de origen griego que significa herida; por lo tanto, Freud entendía que en el inconsciente habían sido escondidos y sepultados con eficacia los recuerdos de todas las situaciones conflictivas, o que habían generado una enorme repugnancia en el sujeto, con el fin de que no hirieran aún más su psique.
Por el contrario, el consciente era la región de la mente que el sujeto reconocía lúcidamente como su auténtico yo, el yo con el que discurría internamente y a partir del cual interactuaba con el mundo y con las personas que lo rodeaban. Apresurémonos a recordar, no obstante, que el consciente se consideraba tan solo la punta del gran iceberg que es la psique. En efecto, la mayor parte de la mente humana, el inconsciente, se encontraba, según Freud, metafóricamente bajo el agua y en una oscuridad total. Pese a todo, su influencia sobre el yo consciente era continua y absolutamente determinante.
Asimismo, Freud también hacía hincapié en una instancia dinámica, una especie de tierra de nadie, el preconsciente, donde se hallarían toda una serie de contenidos susceptibles de convertirse al final en representaciones conscientes o de hundirse irremediablemente en las profundidades del inconsciente. En cualquier caso, la censura, cual severa carcelera, era la encargada de liberar a conveniencia estos contenidos y de procurar su acceso a otras regiones de la psique.
Para hacer comprensible esta estructura psíquica tripartita de la primera tópica podemos utilizar un ejemplo pedagógico del mismo Freud. En la segunda de las conferencias que pronunció en la Universidad de Clark en 1910, esbozó una escena imaginaria para aclarar a su audiencia cómo concebía el proceso de represión y el funcionamiento de los mecanismos de defensa del sujeto; este mismo ejemplo, justamente, puede servir para nuestro propósito explicativo.
En primer lugar, dijo Freud, supongamos la existencia de un conferenciante (por supuesto, aquel día sus oyentes no tuvieron que realizar, al menos en este punto, demasiados esfuerzos imaginativos). Este conferenciante imaginario discurre, argumenta e interactúa a conciencia y de forma responsable con su entorno. El conferenciante representaría, pues, la voz del yo consciente. A continuación, imaginémonos que, en la sala, un asistente muy grosero empieza a distraer la atención del conferenciante con risas y burlas. Este elemento perturbador simbolizaría, según Freud, el trauma.
Es lógico imaginar que, a pesar de las molestas interrupciones, nuestro conferenciante intentará proseguir con su discurso. Es probable, eso sí, que un grupo de asistentes interesados en la lección magistral procuren hacer callar por todos los medios al grosero espectador. Si sus palabras y razonamientos no bastan para aplacar los ánimos del insensato, es casi seguro que este grupo de asistentes terminará por expulsarlo violentamente de la sala y por montar una guardia en la puerta para que no vuelva a entrar. El exterior de la sala representaría, en el ejemplo de Freud, el inconsciente, y el grupo de asistentes que protegen las puertas, los mecanismos de defensa. Con todo, incluso desde fuera de la sala, el indecoroso asistente podría seguir alterando la calma y la atención del conferenciante. Desde luego, aunque el elemento traumático no esté presente en la sala, en la conciencia, sigue ejerciendo una fuerza perturbadora decisiva sobre el yo.
El ejemplo de nuestro autor termina ilustrando el papel del psicoanalista. Siguiendo con la escena, Freud nos aclara que el terapeuta es como el organizador del evento, que, desde su posición, intenta ejercer como mediador y permitir finalmente que el espectador que ha sido expulsado pueda regresar a la sala sin provocar ningún altercado. Resolver o pacificar este tipo de conflicto interno, el trauma, a través de la palabra y el razonamiento, sería la finalidad que persigue todo psicoanalista.
Como podemos observar a través del ejemplo de Freud, el consciente se ve obligado a protegerse de una serie de vivencias traumáticas; tal vez, por ejemplo, de una situación frustrante o especialmente dolorosa vivida en la infancia. Desde el interior, pues, el yo hace todo lo posible para defenderse de ese recuerdo, y, en la mayoría de los casos, el mejor remedio parece ser enterrarlo en las profundas entrañas de la psique, en el inconsciente. Pero a pesar de ser desterrado al inconsciente, es muy probable que este recuerdo perturbador siga atormentando al yo consciente, eso sí, tal vez camuflado bajo la apariencia de unos síntomas —que Freud llega a considerar como una especie de «monumento conmemorativo» del suceso traumático— que solo el psicoanalista está en condiciones de poder identificar y subsanar.
Para acabar el retrato de esta primera tópica, es importante dejar claro el tipo de análisis que había llevado a cabo Freud hasta el momento. Nuestro autor había estudiado estos tres lugares psíquicos como si la mente del sujeto mantuviera cierta distancia respecto del mundo exterior, es decir, como si el psiquismo humano pudiera ser explicado de una manera más o menos autónoma. Al mismo tiempo, Freud había descrito el funcionamiento de la mente, su dinámica interna, de una forma mecánica, como si las diferentes instancias de la mente regulasen de manera progresiva o regresiva cargas diversas de energía: esto es, ideas y deseos.
No obstante, en el curso de unos pocos años, Freud fue descubriendo las limitaciones e inexactitudes de este primer diseño del psiquismo humano. La segunda tópica, que podría fecharse a partir de 1920, fue, sin lugar a dudas, un modelo mucho más complejo y detallado. Veamos, pues, este nuevo y definitivo diseño de los lugares de la mente. En este caso, también nos enfrentamos a una estructura tripartita.
En primer lugar, afirmaba Freud, es necesario considerar la existencia del Id, el sustrato más oscuro y profundo de la mente humana. Aquí, para señalar uno de los lugares de la mente humana, Freud usa un término latino que deberíamos traducir por Ello. Fijémonos que el vocablo remite, de entrada, a un tertium quid esencialmente indeterminado y desconocido, hecho que nos podría llevar a pensar que el Ello ocupa el lugar del antiguo Inconsciente, el de la primera tópica. Pero, en realidad, los modelos no coinciden plenamente. Si se nos permite la metáfora, aquí, en la segunda tópica, las oscuras aguas de lo inconsciente se expanden un poco más allá de los límites del Id para llegar a bañar la costa de los otros dos lugares que componen la psique humana, el Ego y el Superego. El nuevo modelo que propone Freud, pues, no tiene unas características tan estancas como el anterior.
Superego-Ego-Id.
El Id es una región genuinamente pulsional. Una pulsión es una especie de fuerza, un impulso, una dinamis, que se sitúa a medio camino entre lo físico-somático y lo psíquico, es decir, entre la dimensión corporal y la mental de la persona. Freud empezó a utilizar el término pulsión a partir de 1905, año en que publicó su obra Tres ensayos para una teoría sexual. Freud siempre distinguió a propósito el concepto de pulsión (en alemán, Trieb) de su aparente sinónimo, instinto (Instinkt), ya que quería diferenciar netamente el funcionamiento del psiquismo humano del del animal. Con ello, Freud no estaba afirmando que el hombre no fuera un animal —era imposible sostener esta tesis desde la razón después de la publicación, en 1859, de la obra de Charles Darwin El origen de las especies—; simplemente, quería considerar con más atención las particularidades del hombre como especie.
Hasta la publicación de Más allá del principio del placer en 1920, Freud no estuvo en condiciones de determinar con exactitud la composición pulsional del Ello. En el Id, afirmó entonces, encontramos básicamente dos grandes pulsiones en pugna: una pulsión erótica y una pulsión tanática,14 es decir, un impulso de vida, que pugna por el crecimiento y la expansión del organismo, y un impulso de muerte, que se dirige en un sentido contrario al primero, es decir, de regreso a la inactividad propia de la vida inorgánica. El afán de autoconservación, el deseo amoroso y, sobre todo, el sexual, o incluso las tendencias de carácter narcisista, serían claras manifestaciones de la pulsión erótica. En cambio, las tendencias agresivas y destructivas, que apreciamos en comportamientos extremos como el sadismo o el masoquismo, o las autodestructivas, que se manifiestan en el propio sentimiento de culpa o en la melancolía, serían expresiones de la pulsión tanática.
Fruto de la distinción de estas dos fuerzas o impulsos del Id, Eros y Tanatos, Freud se vio envuelto en agrias polémicas, ya que sus colegas de profesión le impugnaron una total falta de pruebas, especialmente en todo lo referente a la pulsión tanática, una dinamis, como reconocía el mismo Freud, de carácter mudo. Y es que, en efecto, no hay duda de que por fin Freud empezaba a dar rienda suelta a su vena filosófica. Durante toda su vida nuestro autor había contenido su afán teórico dentro de los márgenes de lo clínicamente demostrable. Ahora, en plena madurez y rebosante de experiencias, ya no veía la necesidad de reprimir por más tiempo su talento especulativo. En este punto, pues, se podría hablar de cierto diálogo, quizá tácito, de Freud con la tradición filosófica en sentido estricto. Y fue precisamente el carácter filosófico de esta distinción entre las pulsiones erótica y tanática la que permitió realizar a Freud un acrobático salto de la realidad del sujeto a la totalidad de la cultura.
Pero retomemos el camino hacia el sujeto, ya que debemos seguir aclarando la naturaleza del Id y de sus constituyentes esenciales: las pulsiones eróticas y tanáticas. Dadas sus características y manifestaciones diversas, podríamos pensar que estamos delante de dos pulsiones totalmente antitéticas. Sin embargo, no deberíamos entenderlas como dos variables discretas, sino más bien como partes móviles en un segmento continuo, o como dos caras de una misma moneda: el amor y el odio se dan, en ocasiones, de manera conjunta e indiscernible. Freud habla entonces de ambivalencia afectiva, esto es, de sentimientos eróticos cargados de agresividad, o de formas de violencia saturadas de sensualidad.
Además, ambas pulsiones, la de vida y la de muerte, siempre persiguen una misma meta, su plena realización o satisfacción. De ahí que Freud diga que, en general, nuestro Id está regido por el principio del placer: el Id persigue sin cesar el gozo que se deriva de la realización o de la descarga de la energía psíquica acumulada, la del deseo. El objeto o el destino de estas pulsiones puede ser muy variable —es decir, uno puede desear poseer o destruir esto o aquello—, pero la finalidad será siempre la satisfacción del deseo inconsciente.
Además, Freud considera el Id el lugar donde se almacenan los contenidos psíquicos traumáticos que han sido reprimidos por el sujeto. En este sentido, el Id sí que coincide plenamente con el Inconsciente que hemos considerado en páginas precedentes.
La segunda de las instancias psíquicas de esta segunda tópica es el Ego o Yo. Hay que tener presente que este Yo no existe al nacer; el recién nacido es más bien todo Id, es decir, un conjunto prácticamente inagotable de impulsos, eróticos y tanáticos, a la búsqueda de una satisfacción lo más inmediata posible. Todo el mundo sabe que si los deseos del bebé no son satisfechos —y, por lo tanto, no obtiene el placer deseado—, responde con una furia y un odio incontenibles. He aquí el Eros y el Tanatos en estado puro. Hablando con propiedad, el Yo se forma progresivamente a medida que el niño va interactuando con el mundo, y conforme las experiencias del día a día van limitando y, en parte, frustrando sus desmedidas aspiraciones. En ocasiones, será una reprimenda de los padres y, en otras, la misma realidad —un plato de sopa caliente, el arañazo ...

Índice

  1. Sigmund Freud, osado explorador del inconsciente
  2. Contexto, vida y obra
  3. El camino hacia el psicoanálisis
  4. La crisis de la razón
  5. Una interpretación de la cultura
  6. A modo de conclusión
  7. Apéndices
  8. Sobre el autor