Verano rojo
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Verano rojo

  1. 156 páginas
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Verano rojo

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Información del libro

Premio Nacional Aquileo J. Echeverría (Novela, 2010). A veinticinco años de la conjura de La Penca, Daniel Quirós nos ofrece un relato fluido, escrito bajo las claves de la serie negra. Con esta obra, el joven autor nos entusiasma, pues sabe cómo tratar tan seductor tema, a la vez que expone las consecuencias sociales de un mundo sin justicia. El recorrido del detective criollo y su inusual asistente ofrece al lector una nueva imagen del adusto Guanacaste, una región cuya alma y juventud hemos vendido al turismo. El estilo sobrio de Verano rojo acerca la literatura costarricense a las mejores formas de la novela latinoamericana contemporánea.

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Información

Año
2013
ISBN
9789968684217
VII
Volví a ver el reloj: las 11:30. En el bar y restaurante no había casi nadie. Las mesas estaban desocupadas. Frente a la barra había tres hombres. Uno de ellos estaba dormido sobre el mostrador, los otros dos tomaban en silencio. Junto al cantinero veían, vía satélite, un partido de futbol de las ligas inglesas que pasaban por una televisión que estaba encima de la barra. Me acerqué y le pedí al cantinero el teléfono. Encendí un cigarrillo y me quité el sombrero para limpiarme el sudor del rostro. Tuve que esperar varios minutos hasta que una voz cansada tomara el auricular y anunciara que había llamado al Hotel La Estancia. Le pedí al hombre que por favor me comunicara con el cuarto del señor Peter Olsson. Hubo un breve silencio, en el que podía escuchar al hombre rebuscar entre los papeles y apuntes del hotel, después me dijo que lo sentía mucho, pero que no había nadie registrado en el hotel bajo ese nombre, ni ese día, ni en la última semana. Le agradecí y colgué el auricular. Le pregunté al cantinero cuánto le debía.
—Quinientos –respondió sin despegar los ojos del televisor. Le di un billete de mil y mientras esperaba el vuelto le pregunté, por curiosidad idiota, si sabía algo del atentado de 1984. El tipo, que tenía tal vez unos 35 años, me dijo que no sabía de qué le estaba hablando. Uno de los hombres que estaba en la barra, sin embargo, dijo, sin ningún preámbulo, que él era local de La Cruz, que había vivido ahí toda la vida. Lo dijo con gran énfasis, como si significara algo. Estaba bastante borracho y era uno de esos que les da por hablar. Era un hombre de unos 60 años, un moreno fornido que se notaba había trabajado bajo el sol toda una vida. Llevaba jeans negros y una camisa blanca de botones abierta hasta la mitad del pecho. Sudaba levemente y su piel resplandecía bajo las luces. Dijo recordar el día del atentado. Él venía de trabajar en una construcción cerca del lugar y recordaba las ambulancias y los medios de televisión que se habían apoderado del área. Para el pueblo había sido todo un evento.
—Pobre gente –dijo–. Bien feo fue todo eso. Una bomba explotó en una casona que en ese tiempo había no muy lejos de aquí, un lugar un poco salido de la carretera, solitario, ahora muy abandonado. La casona ya no está, ya no hay nada ahí… Nadie sabe exactamente qué fue lo que pasó. Por ahí decían que la bomba la había puesto un terrorista alemán, después que un español, hasta que un libanés. Ahora dicen que fue un argentino. Para mí que fue un gringo que por esa época había comprado un par de propiedades por el área. La gente decía que en la noche aterrizaban avionetas en sus propiedades, que traficaba drogas, que estaba involucrado en todo lo de ese tiempo. Según mi hermano, que sabía mucho de lo que estaba pasando, trabajaba para los gringos, para una tal CIA, como le decía él. No mucho después del atentado, desapareció del área. Y es que así era la cosa durante esa época… entraban y salían personas como fantasmas. Caía la noche y uno veía carros y gente que quién sabe de dónde venían y para dónde iban. Esto estaba lleno de gringos, de nicas, de gente de todo lado… como ahí nomás está la frontera. Los policías se hacían los locos, se les aflojaban unos billetes y si te veo no te conozco, usted sabe cómo es. ¿Qué iban a hacer? En todos los periódicos de la capital salía que el país no estaba involucrado en nada de eso… ¿cómo era que decían?… neutral… sí, neutral, todo muy neutral… Años después hasta le dieron ese tal premio Nobel al presidente Arias. Pero ya ve, si uno vivía por aquí, veía el otro lado de la moneda, los camiones que pasaban de noche, que levantaban ahí más al norte puentes pequeños que todavía dicen cortesía de US ARMY… Así estaba la cosa por estos lados… Así, viera usted…
Después se quedó callado, con los ojos perdidos en algún punto indefinido del horizonte. Parecía que veía la televisión, pero no estaba seguro. Le dije al cantinero que les sirviera a todos una cerveza, que yo invitaba. Sacó las botellas de un refrigerador y las puso sobre el bar. Cada uno tomó la que le correspondía. Luego me volvieron a ver y brindaron en silencio. Le hice al hombre que había hablado una seña de despedida con la punta del sombrero, después pagué y salí del lugar. Afuera, la noche estaba clara. La falta de alumbrado hacía el cielo parecer un mapa de constelaciones. Estrellas fugaces periódicamente caían sobre el horizonte, como chispas encendidas por el calor sofocante.
En la carretera no había mucho tráfico. Me topé sólo con un par de furgones y uno que otro carro que viajaba en la dirección opuesta. A veces los focos de los otros carros era lo único que lo hacía a uno tener alguna certeza de que no viajaba sobre una oscuridad sin forma, sin comienzo ni destino. Lo único que quebraba la monotonía de las llanuras oscurecidas, de los campos cultivados, era uno que otro pueblo, que aparecía tan pronto como desaparecía. Eran pueblos que parecían abandonados, lugares donde se sabe que la gente vive y goza, pero que para el viajero serán siempre como una pincelada efímera. Me fumé casi todo el paquete de cigarrillos. Encendía uno con la colilla del anterior, esperando tal vez de esas chupadas largas alguna claridad, algo que me dijera qué iba a hacer cuando llegara a Liberia. No estaba seguro de qué buscar ni de cómo buscarlo.
A los cuarenta minutos llegué de nuevo a “cuatro cruces”. Pasé a una de las bombas a echar gasolina y a comprar el periódico del día. Le pregunté al cajero por las ediciones de la última semana. Me dijo que iba a ver, por lo general no botaban los periódicos, los usaban para limpiar las agujas en las revisiones de aceite. Al rato volvió con los periódicos de los últimos tres días, era lo único que había encontrado, dijo. Le agradecí y pagué. De nuevo sobre la intersección, doblé a la izquierda, siguiendo la calle que lleva al centro viejo de la ciudad, donde está la plaza, la iglesia y la gente que aún viaja a pie y en bicicleta. A esas horas, las calles estaban casi desiertas. Estacioné frente a la plaza y salí a estirar las piernas y caminar un poco. Me senté sobre una de las bancas a fumarme el último cigarrillo del paquete e inspeccionar los periódicos bajo uno de los postes de luz. No había nada sobre Olsson ni sobre el atentado en La Cruz. La amnesia del país nunca dejaba de impresionarme. En la plaza había pocas personas. Ya la hora de los adolescentes y las parejas que tratan de escapar al calor había pasado. Ahora era el turno de las prostitutas y prostitutos, de los ladroncillos, de los traficantes de droga de tercera que se sientan sobre las bancas a esperar clientes, que fuman ansiosos, con el ojo bien abierto por si aparece por ahí algún tombo de la policía local.
Me dirigí a un bar sobre un costado de la plaza que se llamaba La Cegua. Pedí un paquete de cigarrillos y una cerveza, que me tomé de pie frente a la calle. Alcé el ala del sombrero para limpiarme el rostro con el pañuelo ennegrecido. La cerveza estaba bien fría y casi me ayudaba a olvidar el dolor de cuerpo y el cansancio acumulado. Casi. Vacié la botella y le pregunté al cantinero dónde quedaba el Hotel La Estancia. No era muy lejos de ahí, dos cuadras al norte de la iglesia y tres hacia el oeste, dijo. Pagué y encendí un cigarrillo antes de empezar a caminar. Caminé unos quince minutos, solo encontré sombras y perros callejeros sobre las calles adoquinadas. No se me hizo difícil reconocer el lugar. Era una casona vieja que había sido convertida en un hotel de quizás unos quince cuartos. Las puertas de la entrada eran de madera gruesa, labradas con diseños de flores que parecían de principios del siglo pasado. La entrada daba a una antesala, donde estaba la recepción, un par de mecedoras, dos sillas de madera negra y un sofá del mismo material. A la izquierda de la antesala, había un pasadizo que se extendía hacia la parte de atrás del hotel. En verdad eran cuatro pasadizos, todos de tal vez unos cincuenta metros de largo, que formaban un cuadrado alrededor de una pequeña plaza descubierta. Sobre los pasadizos y frente a la plaza estaban los cuartos. Detrás del escritorio de la recepción había un hombre de unos 65 años. Vestía una guayabera gris clara y unos pantalones oscuros. Estaba sentado sobre una silla de metal, con la barbilla recostada sobre el pecho descubierto, con las piernas estiradas. A su lado, sobre el piso, había un foco, en la cintura llevaba un revólver viejo. Estaba dormido. Se incorporó rápidamente cuando me acerqué a la recepción.
—Buenas noches –dije.
—Buenas –contestó el hombre mientras alzaba sus ojos, enrojecidos por un cansancio que iba mucho más allá de esa noche.
Le dije que estaba buscando a un viejo conocido, un extranjero que me habían dicho se estaba quedando en el hotel. El hombre me veía estoico, sin decir nada. Era posible, continué, que mi amigo no se hubiera registrado en el hotel bajo su verdadero nombre. Necesitaba, entonces, ver la libreta donde estaban apuntados los huéspedes.
—Usted fue la persona que llamó antes, ¿verdad? –preguntó mientras entrecerraba los ojos, como si de alguna manera me pudiera reconocer el rostro gracias a la llamada.
—Sí –contesté.
—Yo ya le dije que esa persona que busca no está registrada en la libreta, aquí no hay nadie bajo ese nombre.
—Por eso precisamente necesito verla.
—Es que eso no se puede hacer.
Decidí recurrir a los billetes. Saqué uno de cinco mil y lo puse sobre el mostrador. El hombre lo volvió a ver como si fuera un insecto. Después se puso de pie y con la mano derecha puso el revólver sobre el mostrador.
—Vea, don. Le voy a dar un consejo y después le voy a pedir que se vaya. Venga mañana. A las ocho me reemplaza el muchacho que trabaja aquí durante el día, tal vez él tenga más paciencia con usted.
Me estaba empezando a caer bien el viejo. Me hacía pensar que aún no todo se había ido a la mierda. Tomé el billete del mostrador y me lo guardé en el bolsillo de los jeans.
—Bueno, jefe –dije, mientras tomaba el ala del sombrero entre el índice y el pulgar en signo de despedida–, buscaré a mi amigo mañana. Disculpe la molestia y los malos modales. Eso sí, tenga cuidado, que las cosas no están para andar amenazando a gente con una pistola sin balas.
El hombre sonrió, luego volvió a ver la pistola y se sentó de nuevo. Me dirigí hacia la entrada, y antes de salir a la calle, vi que se había vuelto a dormir. Ya sobre la calle, me puse a pensar que el viejo tenía razón. Era demasiado tarde. ¿Qué iba a hacer? Armaría un escándalo y ni siquiera sabía si Olsson se estaba quedando en el lugar. Tal vez ya ni estaba en el país. El dato del hotel podría significar cualquier cosa. Lo único que tenía era un presentimiento, y a esas horas de la madrugada, eso no significaba mucho. Debía esperar, volver al hotel en la mañana, cuando los huéspedes estuvieran ya levantados y cuando mis acciones no resultaran tan conspicuas. No estaba pensando. Eso me preocupaba. Era el calor, tenía que ser el calor. Desde la noche con la gasolina me sentía más y más fuera de control, no me gustaba ese sentimiento. Necesitaba dormir, pero sabía que no podría. Lo mejor que podía esperar era acostarme sobre la cama de algún hotelucho por un par de horas a escuchar el goteo de algún lavabo, el ronroneo necio de algún abanico viejo, todo mientras daría vueltas en la cama, tratando de apaciguar los dolores de cuerpo y las preguntas que aún no tenían respuesta. No, lo que necesitaba era una cerveza, un lugar para esperar el amanecer. Me acordé de un restaurante chino al que había ido una noche que había pasado por Liberia, uno de los únicos lugares cerca del centro que se mantiene abierto las 24 horas. Encendí un cigarrillo y me dirigí al local, una caminata que resultó ser de no más de cuatro cuadras.
Afuera del restaurante –que se llamaba La Dinastía Ming– tres hombres pasaban una botella de guaro. Parecían trabajadores de alguna finca. Todos llevaban puestos sombreros, jeans, botas de cuero y una gran hebilla sobre la faja. Estaban ya bien idos, en su propio mundo, ni ellos mismos sabían qué se estaban diciendo. Adentro, el local era bastante amplio. Había tres hileras de mesas rojas, cada una con dos butacas del mismo color, una en el frente y la otra atrás. Las butacas estaban hechas, al igual que la mesa, de una madera barata, y sentaban cada una tal vez a dos personas. Solo cuatro de las mesas estaban ocupadas. En la primera, un borracho se había dormido sobre la mesa y uno de los meseros trataba, sin mucho resultado, de echarlo del lugar. En la segunda había una pareja de cincuentones que comía chop suey y charlaba plácidamente. En la tercera, una pareja de hombres comía y bebía en silencio. A uno de ellos lo había visto en el parque al estacionar, parecía que había conseguido su cliente. En la cuarta mesa, una de las más apartadas, había un hombre solitario. Tenía frente a él toda una colección de botellas vacías. Tomaba largos sorbos de una cerveza, con la mirada concentrada en nada en particular. Era Olsson. Lo reconocí al instante gracias a la fotografía que aparecía en el artículo recortado. Era alto y flaco, con el cabello rubio y canoso al igual que su barba de seis días. Tenía el rostro jalado y grandes ojeras, que bajo sus ojos azules, lo hacían verse mucho más viejo de lo que seguramente era. Me hizo pensar en un don Quijote escandinavo. Eso sí, el don Quijote del final de la novela, el que derrotado y ardiendo en fiebre recobra su cordura y muere como lo que es, un hidalgo empobrecido. En la barra compré un par de cervezas y luego me dirigí hacia él. Puse las botellas sobre la mesa y le pregunté:
—¿Le molesta si me siento con usted?
Alzó sus ojos de mar frío y respondió con un acento grueso:
—Depende…
—¿De qué? –pregunté.
—De qué tipo de fan...

Índice

  1. Cubierta
  2. Inicio
  3. Dedicatoria
  4. Epígrafe
  5. Capítulo I
  6. Capítulo II
  7. Capítulo III
  8. Capítulo IV
  9. Capítulo V
  10. Capítulo VI
  11. Capítulo VII
  12. Capítulo VIII
  13. Capítulo IX
  14. Capítulo X
  15. Capítulo XI
  16. Capítulo XII
  17. Créditos