Dios no va conmigo
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Dios no va conmigo

  1. 198 páginas
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Dios no va conmigo

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Información del libro

Esta no es la historia de una chica que tuvo un sueño, que vio la luz y al día siguiente se levantó de la cama cantando alabanzas al Señor, tan renovada como quien sale de las aguas del Jordán. Tampoco es el relato de una joven conversa que nos cuenta sus vivencias para justificar su fe y llenarse de razones, en su opinión apabullantes, para que todos creamos en Dios.Esta es la historia de una académica, una intelectual sin influencias religiosas evidentes de ninguna clase, que llega a un momento de silencio interior en su vida sin que medie ninguna situación especialmente traumática y se plantea el interrogante, con mayúsculas, al que se enfrenta el ser humano: ¿qué hay después de la muerte?

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Información

Editorial
Editorial UFV
Año
2019
ISBN
9788418360053
Segundo intermedio
Cuando me acerqué por primera vez a St. Michael bytheSea para ir a misa, estaba casi tan inquieta como si siguiera siendo atea: nerviosa, sobre todo, por esos otros cristianos.
Había hecho mi profesión de fe apenas dos meses antes, y aquella era solo la tercera vez en total que asistía a la iglesia. St. Michael era una iglesia episcopaliana de la tradición anglicana más próxima a la liturgia y los ritos católicos, así que era muy distinta de la gran iglesia evangélica y abierta a todas las confesiones cristianas a la que había asistido un par de veces con mi entrenador y su familia. Había bancos en lugar de sillas; el altar estaba al frente y en el centro, con velas en unos candelabros altos y ornamentados en las esquinas; vidrieras y tapices en las paredes que representaban a los santos y a los ángeles. Un gran crucifijo se encontraba suspendido sobre el altar, un Christus rex, la imagen de Cristo resucitado como rey.
La misa supuso levantarse y arrodillarse muchas veces, e ir y venir de la hoja de oraciones al libro de himnos, pero me las arreglé lo bastante bien y de alguna manera fue bien. El lenguaje sobrio y formal de la liturgia parecía natural y apropiado, y, al recitar las oraciones y las respuestas con el resto de la congregación, me vi atraída a participar sin la sensación de estar significándome. Toda la misa, todos y cada uno de los elementos de la iglesia sugerían una riqueza de sentido que aún se hallaba fuera de mi alcance. Me sentí extrañamente cómoda a pesar de encontrarme allí sola.
Tras el servicio, me podía haber largado por una puerta lateral —una perspectiva con atractivo, reconozcámoslo—, pero pensé «de perdidos al río» y me aventuré a saludar al diácono en la puerta principal. Se acabó lo de hacer una salida discreta.
El diácono me saludó como si fuera de allí de toda la vida, y no la desconocida que era. Aunque me sorprendió su calidez, lo hizo con tal naturalidad que no me echó para atrás.
—¡Encantado de conocerte! Ven por aquí, déjame que te presente al padre Doran.
Antes de que pudiese decir nada sobre cualquier cosa, me habían conducido por entre la fila de gente y me habían plantado con toda elegancia delante de un hombre joven de barba desaliñada, vestido de negro con el alzacuellos blanco —como en un programa de la BBC— y muy alto: yo le llegaba más o menos a la altura del hombro. Aquella fue mi primera impresión del padre Doran, quien se convertiría en mi primer pastor y director espiritual.
—¡Hola! Encantado de conocerte. Soy el padre Doran. ¿Qué te trae por St. Michael? —me dijo mientras me estrechaba la mano con entusiasmo.
Nunca había conocido a un pastor. En cierto modo, no me esperaba que fuese tan… alegre. Más adelante vería una vez tras otra este mismo ánimo alegre en otros pastores y diáconos, expresado de maneras diferentes por hombres que eran diferentes, pero en aquel momento me sorprendió. Conseguí soltar algunas frases para presentarme y mencioné el hecho de que no solo era nueva en St. Michael, sino que también lo era en los temas de la Iglesia en general.
Se mostró entusiasmado.
—¡Eso es fantástico! Pero, bueno, cuéntame tu historia. ¿Cómo te convertiste en cristiana?
Y ahí fue donde me atrapó.
Mi experiencia había sido que la mayoría de la gente pregunta por educación. No tiene verdadero interés en oír tu respuesta; solo quiere intercambiar unas cuantas frases de cortesía y seguir a otra cosa. Sin embargo, en cuanto me preguntó el padre Doran, pude ver que de verdad quería oír mi respuesta y sí que la escuchó con atención.
Una semana o dos después, me lo encontré en la sección de frutas y verduras del supermercado Trader Joe’s. Aunque no lucía el alzacuellos, reconocí a aquel hombre grande de la barba, y él me reconoció a mí.
—¡Hola! ¿Cómo estás?
Allí estaba de nuevo aquella autenticidad: una sonrisa y un gesto con la barbilla habrían bastado a efectos de cortesía, pero a aquel pastor, prácticamente un desconocido, le importaba de verdad cómo estaba yo.
Cualquiera diría que, tal vez, aquellos cristianos no fuesen tan malos, al fin y al cabo.
VII
Avanzando centímetro a centímetro
¿Por qué, pues, te detienes en tu senda?
¿Por qué tu fortaleza así quebrantas?
¿Por qué no sueltas al valor la rienda…?
Dante, La divina comedia: el infierno
Cuando me trasladé a San Diego me consideré afortunada por haber encontrado un excelente club de esgrima donde entrenar, un club con gente simpática y acogedora que además tenía talento para la esgrima. Mi nuevo entrenador, Josh, se ganó mi respeto con rapidez como una persona inteligente, reflexiva y bien formada, como deportista disciplinado y por sus dotes para entrenar.
Después de casi un año de recibir clases, descubrí, casi por accidente, que mi entrenador era cristiano.
Me sorprendió, por decirlo de manera comedida. Yo tenía un montón de estereotipos negativos sobre los cristianos, y Josh no encajaba en ninguno de ellos. A aquellas alturas, ya sabía de su autenticidad; no podía valerme de mis típicos trucos para hallar una explicación convincente para menospreciar su fe. Era una persona agradable y que se preocupaba por los demás —aunque no era un incauto—, y había algo diferente en él, algo que no había visto antes: una especie de paz. Su esposa, Heidi, era también tiradora de esgrima en el club y, aunque era muy distinta a Josh en muchos aspectos —era mucho más extrovertida, por ejemplo—, descubrí que ella también tenía aquella alegría subyacente.
Aquella gente me gustaba. Disfrutaba pasando el rato con ellos. Deseaba parecerme más a ellos.
¡Y eran cristianos!
Aquello no cuadraba con lo que yo habría esperado. Allí estaba yo, una atea (lo cual mi entrenador descubrió mucho antes de que yo descubriese que él era cristiano), y sin embargo Josh jamás me reprochaba mi ausencia de fe, jamás trató de endilgarme panfletos religiosos o mantener conmigo una conversación profunda para contarme cómo salvarme. ¿No era eso lo que hacían los cristianos?
En el tiempo que pasé en Carolina del Norte cursando mis estudios universitarios me había topado por primera vez con algo denominado evangelización a través de la amistad… y desarrollé una aversión inmediata y duradera a la misma. Durante uno de los eventos de bienvenida al campus, acabé charlando con otra chica.
—Unos cuantos nos vamos a ir de pícnic esta tarde y vamos a jugar al voleibol —me dijo—. ¡Nos encantaría que vinieras!
¿En serio? Aquello sonaba bien. Hacía tiempo que esperaba poder hacer nuevos amigos. Tal vez aquellos sureños no fuesen tan horribles como me temía. Seguimos charlando un rato más. No paraba de sonreír cuando añadió:
—¡Y tenemos muchas ganas de compartir contigo la buena nueva de Jesús!
¿Qué? Me quedé horrorizada. ¡Todo era un gancho! Ni que decir tiene que no fui al pícnic ni a jugar al voleibol. Me negué a hacer de supuesta amiga de alguien para que me pudieran vender a Jesús. No, muchísimas gracias.
Josh, sin embargo, no estaba tratando de venderme nada. Se estaba limitando a ser mi entrenador, el mejor entrenador de esgrima que jamás había tenido. Se preocupaba por mí, no como conversa potencial, sino tal y como yo era, un individuo distinto de los demás, y él siempre siempre me trató con respeto. El respeto es algo que no se puede fingir cuando entrenas con alguien durante tres horas seguidas, dos tardes semanales, además de las competiciones del fin de semana durante todo un año. Si tu honestidad, tu paciencia y tu compasión son una careta, sin duda se te caerá en un momento dado si tienes que tratar con una tiradora de esgrima tan discutidora, fácilmente frustrada y excesivamente orientada al detalle (esa sería yo).
Yo no respetaba a los cristianos. Respetaba a Josh y a Heidi…, que eran cristianos. Algo no encajaba. ¿Podrían ser erróneas algunas de mis ideas sobre los cristianos?
En sí mismo, el descubrimiento de que mi entrenador fuese cristiano era algo a lo que le podía restar importancia. Sin embargo, algo se había despertado en mí mientras releía aquellos poemas que hablaban con tanta fuerza sobre la experiencia de conocer a Dios. Por primera vez en mi vida, quería dedicarle tiempo de manera consciente a las cuestiones relacionadas con la fe. Mi inclinación a hablar sobre estos temas adoptó una forma coherente: pensé que tal vez mi entrenador fuese la persona con la que podría hablar.
Sin embargo, descubrí con cierta vergüenza que, simplemente, no tenía la menor idea de cómo hablar sobre religión. Cuando no era mordaz, sarcástica o condescendiente, solo me quedaba otra opción en mi repertorio, que consistía en guardar silencio al respecto del tema. Una de mis amigas del instituto era judía, y me había dado cuenta de que su familia y ella sí se tomaban en serio su fe, al menos hasta el punto de celebrar la festividades judías y hacer bar mitzvás y bat mitzvás para los niños. Me caía bien la familia de mi amiga, y yo jamás habría hecho un comentario malicioso sobre su fe, pero tampoco le pregunté nunca sobre ella, ni una sola vez en los cuatro años de instituto. Me hubiera sentido como si husmease en una cuestión personal que nada tenía que ver conmigo, como pedirle que me dejase ver sus extractos del banco. Guardar silencio era fácil y cómodo; me mantenía a una distancia apropiada de los temas delicados.
Ahora deseaba reducir esa distancia. Empecé a avanzar centímetro a centímetro, dando pasos minúsculos y casi imperceptibles, hacia una conversación sobre la fe. Mencioné que acababa de ver en DVD la película La misión, de Robert de Niro, y que me había gustado mucho. Josh coincidió en que era una buena película y añadió que le gustaba su temática de la redención.
Redención…, esa era una palabra cristiana. No me sentía atacada por ella, pero tampoco sabía qué hacer con ella. Ni siquiera sabía qué tipo de pregunta podía hacer para entender mejor a qué se refería con esa palabra. Era como si tuviera una puerta cerrada en medio del camino, una puerta sin pomo ni cerradura aparente. Me intrigaba saber qué había al otro lado de aquella puerta, pero cómo abrirla me tenía desconcertada.
Lo que la abrió fue una de las peores actuaciones de toda mi vida en la esgrima.
VIII
Justicia perfecta o misericordia perfecta
El amor me abrió los brazos: mas mi alma retrocedió,
culpable de polvo y pecado.
George Herbert, Amor (3)
Estábamos a primeros de marzo y me encontraba en Reno, en el estado de Nevada, para un torneo de la segunda división de la Copa Norteamericana de Esgrima: todo un acontecimiento para mí.
Empecé el día con la sensación de que estaba preparada para una actuación sobresaliente. Confiaba mucho en que llegaría como mínimo a las semifinales y, no muy en secreto, ya me veía ganadora en todo aquello. Digamos que las cosas no salieron como yo había planeado. Combatí espantosamente mal en la primera ronda del grupo clasificatorio (tal y como lo expuso mi entrenador, de manera sucinta y objetiva, «lo has hecho todo mal»). Acto seguido, en lugar de iniciar mi remontada en las rondas eliminatorias, continué cometiendo un error detrás de otro y perdí a la primera de cambio. Se acabó para mí: un ignominioso final para mis grandes esperanzas. Mi entrenador me evitó con toda la intención hasta que dejé de llorar. Cuando recobré la compostura, mantuvimos nuestra charla de análisis para ver qué había ido mal y por qué. Estaba cabizbaja, pero me daba cuenta de que, si Josh estaba hablando de lo que trabajaríamos en la siguiente serie de clases, al menos eso significaba que no me iba a dar la patada por un mal resultado.
Aun así, me sentía desinflada. Finalizada la charla, me escabullí con el rabo entre las piernas a mi habitación del hotel para cambiarme la indumentaria de esgrima.
Un par de horas más tarde, volví a bajar a las instalaciones y presencié la final femenina de sable (¡donde yo esperaba estar!). Me encontré con Josh y con Heidi, y me invitaron a cenar. Agradecí su compañía, que me distrajo de amargarme con mi decepcionante resultado, y la conversación fue lo bastante interesante como para continuar más allá de la comida, así que buscamos una mesa en la cafetería del casino. Las máquinas tragaperras se extendían en hileras a ambos lados entre destellos y tintineos; el gentío iba y venía a nuestro alrededor. Aquello era Reno, donde la gente jugaba las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana; por muy tarde que se hizo, las luces siguieron encendidas y ningún camarero cansado vino a echarnos de allí. Y aquello estuvo bien, porque allí nos quedamos los tres conversando durante horas: hablando de Dios.
De haber estado en una cafetería normal y corriente que hubiese tenido que cerrar a las nueve o las diez de la noche, es posible que nunca hubiéramos llegado hasta donde llegamos en nuestra conversación. Si lo hubiese hecho bien en el torneo, es probable que no hubiésemos hablado más que de esgrima. Sin embargo, teniendo en cuenta lo desconsolada que estaba al respecto de mi actuación aquel día, me alegró hablar de cualquier cosa menos de esgrima: películas que habíamos visto, nuestros libros favoritos…, resultó que todos éramos fans de Las crónicas de Narnia de C. S. Lewis.
—He leído algo del resto de las cosas que escribió —dije—, pero la verdad es que Lewis me tiene muy enfadada. Dice que o bien Jesús es un mentiroso, o bien es un lunático, o es el Señor. Pero elimina la posibilidad de que respetemos sus enseñanzas sin la parte de la religión.
—Bueno —dijo Josh—, la verdad es que…
Y de ahí partió la conversación.
Hablamos sobre si era posible saber si había algo después de la muerte, hablamos de dónde surge la moralidad, hablamos sobre la idea de una primera causa, un creador del universo. Mi compañera de habitación me llamó a medianoche para ver si estaba bien, ya que no soy de las que se salen hasta tarde. Le dije que estaba bien y la tranquilicé, le di las buenas noches y volví a la charla.
Había mantenido conversaciones interesantes con anterioridad, pero aquella había sido distinta ya desde el principio. Me sentí completamente despierta, alerta, y algo más que un poco nerviosa, como si tuviese dinamita en las manos. Pero es que la tenía, ¿no? En toda mi vida adulta, si había llegado a comentar siquiera el tema de la religión había sido para descartarla por ser un sinsentido. Ahora estaba haciendo preguntas serias… y escuchando con verdadera atención a las respuestas. ¿Qué tenía aquella conversación de diferente?
En aquel momento, todo lo que sabía era que me sentía segura. Me sabía respetada, y sabía que ni Josh ni Heidi iban a tratar de convertirme, así que podía mantener baja la guardia como nunca me había atrevido a hacer.
No me ofrecieron citas de la Biblia. Ningún comentario de cómo Dios había obrado en sus vidas. No apelaron a mi felicidad ni a mi serenidad. ¿Qué fue, entonces? Filosofía. Ideas. Diálogo.
El resultado final fue que, justo en medio de aquella ruidosa cafetería de un casino, experimenté un giro radical desde mi anterior perspectiva sobre todo lo relacionado con Dios. Mi ausencia de fe en Dios seguía intacta, pero había descubierto que la fe no era en absoluto como pensaba que era. Se podía basar en la razón. Se podía poner en tela de juicio, debatir, investigar.
Enseguida descubrí que Josh sabía perfectamente lo que decía: cada vez que le discutía un argumento, él tenía una información sólida y un razonamiento claro para respaldar lo que acababa de decir. Exactamente igual que me respetaba como deportista al no permitirme una técnica descuidada, Josh me respetaba intelectualmente al no dejar que me escabullese con generalizaciones vagas o con suposici...

Índice

  1. Portada
  2. La autora
  3. Texto de contraportada
  4. Página de créditos
  5. Índice
  6. Prólogo a la edición española
  7. Prólogo de John Mark N. Reynolds
  8. Introducción
  9. Primer intermedio
  10. Segundo intermedio
  11. Tercer intermedio
  12. Cuarto intermedio
  13. Quinto intermedio
  14. Sexto intermedio
  15. Séptimo intermedio
  16. Agradecimientos