Mi locura más cuerda
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Mi locura más cuerda

  1. 242 páginas
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Mi locura más cuerda

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Información del libro

De Yopal, una ciudad agrícola y ganadera de Colombia a Lleida, una ciudad del interior en España; de estudiante de Ingeniería a madre e Instagramer. Jhoanna Rola decide seguir la llamada de sus sueños y da el salto a un país cuyo estilo de vida contrasta claramente con el que ha dejado atrás. Después de pasar por diversos trabajos puede finalmente alcanzar el sueño de dedicarse a la fo-tografía, el márketing y la comunicación. Sus muchos seguidores encontrarán en Mi locura más cuerda la trayectoria de alguien educada por una madre coraje en el esfuerzo y la valentía.

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Información

Año
2019
ISBN
9788494834998

La noticia de mi vida

A partir de 2014 mis veranos fueron muy diferentes a los anteriores. Quién me iba a decir que me pasaría algo así. Atravesaba un estado de felicidad plena, pues después de muchos años en España finalmente mis objetivos comenzaban a materializarse. Sabemos que los sueños se alcanzan a base de trabajo, esfuerzo y perseverancia. Hay objetivos que no los ves ni en sueños y de repente se hacen realidad. Entonces te das cuenta de que sin ser plenamente consciente te has esforzado para alcanzar la meta, que cuando te preguntabas si hacías bien las cosas o te estabas precipitando o estabas cometiendo el desatino más grande de tu vida, resulta que todo tenía sentido, que todo pasaba por algo, que los trenes que perdías era por algo, que valió la pena resistir y mostrar valentía porque ese sueño que habías alimentado era tan inmensamente maravilloso que nunca pensaste que se haría realidad.
El veintitrés de junio, el día en que dábamos la bienvenida al verano, mi sexto verano en España, noté en mi cuerpo una sensación extraña, algo que nunca antes había sentido. Estaba tomándome un café con Didi sobre su próximo viaje Londres. Había decidido estudiar inglés mientras trabajaba como Au Pair y me explicaba lo nerviosa e ilusionada que estaba. Por primera vez se enfrentaría a un mundo nuevo sola, algo que de ello yo tenía experiencia. Algo dentro de mí no quería que se fuera, la quería ahí conmigo, pero con la crisis por la que pasaba el país, muchos jóvenes en busca de un futuro mejor desplegaban sus alas y llenos de valentía emprendían un viaje repleto de sueños. Veía en Didi el mismo deseo que una vez tuve yo, aquel tren que no pude dejar pasar, que con una maleta llena de sueños me dispuse a perseguirlos. No iba a ser yo quien cortara las alas a una valiente soñadora. Y se lo solté:
-Hace tres días que no tendría que bajarme la regla y no ha bajado, creo que estoy embarazada.
-¡Jhoi, que bonito!
-No sé, no es un buen momento, no estoy preparada para ser madre.
-¡Sal de dudas, primero!
Después de tomar el café, paramos en la primera farmacia, compré un predictor, “el más efectivo por favor!”
Me despedí de Didi, para hacerme la prueba en casa. Recuerdo que siempre que planeaba tener un hijo me imaginaba que llegaría en el momento perfecto, casada, ejerciendo el trabajo de mi vida, con la casa de mis sueños, con el coche del que presumía, la habitación de mi hijo... pero, alli estaba yo en un piso alquilado de cuarenta metros, sin trabajo, sin saber cómo reaccionaría el amore, ¿estaría preparado?
El amore regresaba de visitar sus padres, como cada fin de semana durante verano, iba a echarles una mano con las embaladoras de paja.
-Siéntate, tengo algo que contarte. -su sonrisa se borró inmediatamente, se sentó.
-¿Qué pasa?
- ¿Me quieres? -Sabía que sí, pero necesitaba oírlo ese en ese momento
-¡Claro que sí! Ya lo sabes...
Le pasé el predictor con una rayita verde y añadí:
-Vamos a ser papás.
No pudo disimular su cara de preocupación y me eché a llorar, pues no era la reacción que me esperaba. Después de ver que ese momento crucial no se había producido como yo siempre había imaginado, esperaba el salto de alegría del padre que disipara toda mi incertidumbre. Como estaba tan insegura ante todo aquello le pregunté si quería el bebé.
- ¿Qué estás diciendo? ¡No vuelvas a decir eso!
- Pero tu cara...
- Te he dicho que te quiero ¿no? Tengo miedo y no sé cómo llevar esto, tengo miedo de estar solos en esto.
- Lo siento, tendría que haber tenido más cuidado mientras hacía un descanso en la toma de anticonceptivos.
-Lo hemos hecho juntos y nos amamos, no es nada malo. Seremos padres, y aunque estemos solos, haremos a Josep Maria un niño feliz.
-¿Josep Maria?
- Bueno, si es niña ya iremos pensando el nombre.
Nos fundimos en un abrazo mezcla de miedo y valentía. Atrás iba quedando la etapa de novios. La cerrábamos porque uno no quiso ser más ordenado o porque yo era demasiado testaruda. Cubrimos la etapa de conocernos mejor, de saber de nuestras cualidades y defectos, de las noches locas de fin de semana, de comer la pizza que había sobrado de la fiesta, de los sábados que conducen sin transición al lunes. Ciertamente, nos habíamos convertido en adultos. Una vez más, una aventura, la más maravillosa, una etapa plagada de incertidumbres pero de una ilusión que cualquier madre sabe que es imposible describir.
Llamé a mi madre. No se lo podía creer y no pudo evitar el ponerse a llorar. No estaría a mi lado en unos momentos que la necesitaría tanto. O tal vez lloraba porque yo era la última hija que iba a darle un nieto; o quizás porque ahora pensaba que el nacimiento de mi hijo haría imposible el regreso definitivo a mi tierra. O simplemente lloraba porque el nacimiento de un nieto sólo puede producir una emoción incontenible.
El último verano de solteros también fue diferente a todos los anteriores. Lo disfrutamos, pero nos había atravesado de lado a lado el miedo de lo que estaba por venir. Nada que unos padres primerizos no sepan.
Pocos habían apostado por nuestro loco amor, sólo aquellos que creen en el amor a primera vista. Los que desconfían del amor a primera vista, se quedaron sorprendidos al conocer la noticia y seguramente tuvieron que resignarse a la evidencia de que nada es más fuerte que el amor.
Sin embargo, tenía que ocuparme de las cuestiones prácticas y me acerqué a la universidad a exponer mi caso. Me dieron la opción de empezar las clases, pero después de tener el niño ¿con quién le iba a dejar? Así que, finalmente, la ingeniería no se convertiría en el trabajo de mi vida tal como había pensado. Por suerte, todavía estaba dentro del plazo, solicité la devolución del dinero a la Universidad y me fue restituido sin falta.
Los primeros tres meses empecé a sentir cambios en mi personalidad. Me sentía deprimida, sensible ante cualquier comentario, en mi rostro aparecieron algún que otro granito, perdía peso debido a que me faltaba apetito por los mareos continuos que me obligaban a estar en la cama gran parte del día. Me sentía débil, el solo hablar por teléfono me cansaba, echaba de menos a mi madre más que nunca, me olvidé de mis amigas, me encerré en un mundo que ni yo entendía. Lloraba por las noches porque temía no ser buena madre. Iba a traer a mi hijo al mundo y ni siquiera tenía un trabajo estable o un piso para poder decorar su habitación.
Como en el coche me mareaba, decidí ir andando al hospital. Tardé una hora. Cuando me senté en la salita de espera, vi que todas las embarazadas iban acompañadas por su madre o sus maridos. La única que estaba sola era yo. En otro momento de mi vida, ni siquiera me habría fijado en esta circunstancia, pero estaba tan sensible que todo me afectaba de un modo u otro. De hecho, el amore tomaba la precaución de pensárselo dos veces antes de decirme algo. Un día de esos especialmente sensibles, le reproché que no se acercara a mi vientre y hablara a su hijo como hacen muchos padres. Sin embargo, el amore me respondió que no creía que el bebé pudiera oírle y me prometió que le hablaría más adelante, cuando “tuviera oídos”. Y en situaciones como ésta, me ponía a llorar sin poder evitarlo. Con todo, el amore estaba muy empático conmigo y por la tarde, al volver del trabajo, me traía flores o se inventaba alguna salida para arrancarme de la cama. Para aliviarme los mareos, la comadrona me recetó un antihistamínico, pero yo prefería soportar los mareos a salir a tomar algo fuera de casa, por mucho que me lo recomendara una profesional. Por suerte, los mareos fueron desapareciendo a partir del tercer mes y, como me sentía una inútil, me fui animando a salir de la cama. ¿Cómo pude pasar tres meses sin hacer prácticamente nada, cuando hasta hacía bien poco había llevado una vida activa, dinámica y deportista? Y ni corta ni perezosa, me acerqué a una tienda muy mona que se encontraba nada más cruzar la calle de mi casa. Me encantaba por su decoración de tan buen gusto y bonitos detalles, tipo mercería. Estaba llena de lanas, telas y agujas. Me dirigí a la dependienta, que debía de ser la dueña, y le comenté que quería tejer algo para mi futuro bebé. Le comenté que no sabía hacer ganchillo, que sólo había tejido pulseras y me informó que por las tardes hacía cursillos.
Me pasé aquella misma tarde por la tienda, donde me encontré con cinco mujeres mayores y una chica de mi edad. Mientras mis compañeras hacían jerseys, yo me decidí por una alfombra de color verde menta en trapillo. La cosa no era tan sencilla como puede parecer y tardé una hora en aprender a hacer una vuelta y el anillo mágico. ¡Qué relajada me sentía en ese ambiente! ¡Si lo hubiera sabido antes! Me llevé a casa cuatro ovillos blancos y cuatro de color menta con la idea de que un color neutro serviría tanto para un niño como para una niña. Sin embargo, mientras tejía imaginaba la habitación de mi bebé. Unas veces la tenía de color rosa, otras en azul, o ese verde menta suave de la alfombra que no definía un género, sino una vida. ¡Una vida que llevaba en mi vientre! Pero, entretanto, no conseguía liberarme de los miedos, supongo que naturales en una madre primeriza. Estaba a punto de cumplir treinta años y no me sentía preparada para ser la madre que una sueña y esa sensación me hizo sentir mal cuando pensaba que dentro de mi se desarrollaba una parte de mi vida.
Mi hermana Carolina me recomendó que pusiera música clásica para estimular los sentidos de mi bebé. Y así, cada mañana, con un ovillo en la mano, una taza de té y música de Mozart de fondo, tejía yo más sueños en una alfombra verde menta. Tomé el modelo de una instagramer, sin patrón alguno, pues aquella chica la había tejido siguiendo a su propia imaginación. Me entró complejo de Penélope, pues no sé cuántas veces deshice la alfombra para comenzar de nuevo. Lo cierto es que no había perdido mi afán de superación personal y cada día me esforzaba para terminar la alfombra antes de la llegada de mi bebé.
Muchas incertidumbres y miedos, pero también expectativas. ¿Será varón, será mujer? “Que sea lo que Dios quiera, pero que venga sano”, solemos decir, pero todas, en el fondo, tenemos una preferencia que hace inclinar la balanza hacia uno u otro lado. Y después está el instinto de madre que no suele fallar. En aquellos momentos yo no era muy diplomática y cuando alguien me preguntaba sobre mis preferencias respondía contundentemente: ¡UNA NIÑA! Pero tengo la intuición de que es un niño y al amore le hace mucha ilusión que sea un varón como suele pasar en todas las generaciones de su familia. Y así era, me gustaba la idea de vestir a mi niña igual que yo. Cada vez que salía de tiendas para mirar cosas para bebés, me quedaba atrapada en la sección de niñas. Me imaginaba con un vestidor igual que el de la tienda para mi hija, pero enseguida mi instinto me hacía girar la mirada al otro lado, donde veía mocasines iguales que los de su padre y me partía de ilusión y ternura. A pesar de estas dulces emociones, algo en mi interior me gritaba que no escuchara a mi instinto.
Esas fueron las primeras veces que el instinto maternal ejerció en mí esa magia que te envuelve y te hacer ver las cosas de una forma más realista, de ver a los niños aún más frágiles. He de admitir que yo nunca había sido muy niñera, que siempre esquivaba a los bebés, que temía cogerlos en brazos y hacerles daño. Tampoco me mostraba muy cariñosa con ellos, ni siquiera con mis propios sobrinos, pero después de empezar a sentir movimientos en mi vientre, escuchar los latidos de su corazón, mi comportamiento cambió. De pronto, me acordé de aquel niñito de dos años que vivía en la casa detrás de la nuestra, con los patios colindantes. Lo oíamos llorar todo el día. Mi madre iba algunas veces a averiguar qué pasaba y lo encontraba tirado en el suelo, con el bol de comida volcado. Su madre, una chica joven embarazada, se justificaba diciendo que el niño tenía mucho carácter y lo tiraba todo. Aquel niño se acercaba a casa algunas veces y mi hermana Angélica jugaba con él. Nuestro vecinito sonreía, pero había momentos que se arrodillaba con la vista caída y nos miraba con cara de odio. Su madre nunca vino a buscarle, siempre tenía que ser Angélica quien lo llevara a su casa. Un día se fueron y nunca más supimos de ellos. También me vino a la memoria aquel niño de unos siete años de edad que dormía en el parque. Puedo recordar perfectamente su cara, como si le estuviera viendo ahora mismo: una cabeza muy grande para su cuerpo esquelético, cabello muy rizado, unos ojos marrones enormes cubiertos por pestañas negras infinitas, labios finos y una sonrisa con una mezcla de ternura y odio. Se sentaba a la puerta de nuestra casa a ver la televisión, sin decir palabra. La gente le llamaba diablo, pero estoy segura de que era un ángel. La vida lo arrastró por un camino que le cerró los ojos para siempre en otro parte de la ciudad, antes de cumplir los dieciocho. Y así iba pensando muchas veces en las historias de niños que se habían cruzado en mi camino y que no me había tomado la molestia de prestarles mucha atención. Y ahora, con la sensibilidad a flor de piel por mi cercana maternidad...
Eran los últimos días del verano y por las mañanas refrescaba un poco más. Entraba poca luz por la ventana y todo invitaba a la melancolía. Es lo que tiene vivir en el casco antiguo de una ciudad. Aquel día, el amore se despertó un poco más tarde de lo habitual porque tenía permiso del trabajo para compañarme a la revisión médica. Era una sesión especial, pues ese día finalmente conoceríamos el sexo del bebé. Estuvimos un buen rato en la sala de espera, observando a todas las embarazadas, con su ilusión de dar vida a una nueva personita. En la sala de ecografías había tres auxiliares y el doctor, y ofrecieron una silla en un rincón al amore. Cuando pude escuchar los latidos del corazón me sentí arrebatada por la emoción. Cuando el doctor le ofreció a el amore a acercarse al monitor para poder oír los latidos del corazón, le respondió que podía oírlo desde donde estaba.
Cuando oí que era un NIÑO, mi corazón estalló en mil pedazos. Lloré sin consuelo como una niña pequeña. No sabría explicar el motivo o los motivos de mi incontenible llorera: era la respuesta del amore, el saber que no había fallado mi instinto de madre, que no estuviera mi madre a mi lado en ese momento crucial de mi vida, que no era una niña como deseaba en el fondo de mi ser, era el caudal de felicidad y, curiosamente, un poco de tristeza. Lloré porque me habría gustado vivir ese instante de otra forma, lloré porque me sentí sola. Era consciente que mis lágrimas eran una forma de transmitir esos sentimientos mezclados a mi hijo, a mi pequeño Josep Maria.
De camino a casa no pude controlar mis lágrimas.
-¿Querías una niña? -me preguntó el amore intrigado.
- Qué tonto, quería que te acercaras y hubieras hecho de ese momento algo especial, quería que estuviera mi madre.
- Ohhh mi amor, ¡lo siento! Ya sabes que yo soy un tonto para estas cosas. Pero estoy feliz de que seas la madre de mi futuro hijo, Josep Maria.
-Ahora no sé si quiero llamarle así, es demasiado anticuado, se burlaran de él en el colegio.
-No te pediré nada más en la vida, sólo que nuestro primer hijo se llame Josep Maria, el segundo se llamará como tú decidas.
-¿Quieres un segundo?
-Jajajaja. Probemos con Josep Maria.
-Ahora solo quiero dormir.
-Prepáralo todo que este fin de semana nos vamos a París, tu ciudad favorita.
Desde que era pequeña, conocer París era uno de mis deseos, uno de esos que se antojan imposibles como cuando te enamoras del protagonista de una película y sabes que sólo será una amor platónico. Así fue para mí París hasta entonces: sólo un sueño. Después de cinco años en España, siempre alimenté la idea de subir algún día a la torre Eiffel, pero nunca encontré el momento. Cuando el amore lo propuso, no me lo pensé dos veces, era la ocasión deseada, aunque estuviera en el cuarto mes del embarazo y todavía no había superado la etapa de mareos y náuseas.
Preparamos una maleta, mi canon 600D, cogimos el coche y con un mapa pusimos rumbo a París. Era nuestro segundo viaje aventurero. El amore conducía y yo le indicaba qué carretera coger después de que el GPS perdiera los datos al atravesar la frontera. Me dormía a ratos, pero aguantaba lo máximo posible para no perderme el hermoso paisaje de Francia. Paramos en Burdeos para descansar y cogimos el primer hotel de mala muerte que pillamos. Cuánto nos arrepentimos de habernos quedado allí en ese momento, pero ahora que volvemos atrás y recordamos cada instante, resulta que fue todo perfecto. Nos quedamos un día descubriendo Burdeos, pero nos hubiera faltado un par de días más para quedarnos satisfechos de tanta belleza gótica, tanto detalle en sus construcciones. ¿Eran pinceladas de lo que nos esperaba en París?
Por lo visto, la orientación o los mapas no es lo mío, pues de repente el amore me soltó que ya habíamos pasado por aquel lugar. Ante mi reacción de asombro, me pidió que le alcanzara el mapa. No había leído bien el mapa y habíamos recorrido doscientos kilómetros hacia atrás. Porque yo estaba extremadamente sensible y emocionada, de lo contrario él habría enfilado directo hacia España. Pero no, cogió el mapa y para tranquilizarme dijo como si no pasara nada que cuando llegaramos a París se nos olvidaría el percance.Yo no sabía qué decir, sólo un débil lo siento, pero él me acarició la barriguita.
Sin embargo, la cosa no acababa ahí. Nos habíamos desviado tanto que cuando nos quisimos dar cuenta nos habíamos quedado sin combustible y la gasolinera más cercana nos pillaba a cinco kilómetros. La idea de visitar París comenzaba a disgustarme. LLevábamos viajando todo el día sorteando obstáculos, ni siquiera divisábamos la punta de la torre Eiffel y estábamos parados en medio de la carretera sin saber una palabra de francés. Al final, los nervios pudieron con nosotros y nos enfadamos. Jel amore hizo autostop por primera vez en su vida y chapurreando inglés logró hacerse entender al francés que salió en nuestra ayuda. Me quedé en el coche leyendo un libro de historia que encontré en la guantera. Nunca me había interesado la historia, pero en ese momento suscitó mi interés. Al cabo de una hora, el amore regresó con una garrafa roja, refunfuñando que le había costado más que la gasolina y la propina al francés. Por fin nos salió al encuentro el cartel “Bienvenue à Paris”. Nos paró un coche de policía, nos pidió que abriéramos las maletas y al ver mi pasaporte colombiano quiso saber qué hacía yo en mi país y por qué íbamos a París. Terminamos hablando del café colombiano y seguimos adelante. Estábamos exhaustos y nos preguntamos cómo pudimos haber hecho este largo viaje en coche. Pero, París nos recompensó de tantos sinsabores con su belleza. Era de noche y las luces y el ambiente eran de película. Antes de ir al apartamento que habíamos alquilado, nos pasamos por un Mcdonalds y nos hinchamos a hamburguesas y patatas fritas.
Al día siguiente fuimos directamente a la Torre Eiffel. Ni en las películas, ni en mis sueños, ni en los libros la había visto tan impresionante. Pasamos allí tres días y repetimos el mismo recorrido a diario. Para ir a lo práctico, compramos un bono para un bus turístico que nos llevó a los lugares más emblemáticos de la ciudad. Además, nos contaban la historia de cada punto, algunos de ellos tétricos, otros románticos y otros, simplemente, rocambolescos. Sea como fuere, todo estaba lleno de magia y de misterio, ingredientes que le atrapan a uno.
Al llegar el atardecer, con bocadillo en mano, nos sentamos sobre una manta a contemplar la belleza de aquella obra de ingeniería. Las luces de la Torre se encendieron y con ellas brotaron mis lágrimas. Fue tan emocionante vivir ese momento que la nostalgia se apoderó de mí. Pensé en mis hermanas, en mi madre, en las caras que pondrían si estuvieran a mi lado disfrutando de aquel maravilloso espectáculo. Cerré y abrí los ojos unas cuantas veces, para comprobar que no era un sueño. El amore subió hasta la cima de la torre por las escaleras; yo lo intenté, pero me lo impidió mi acrofobia, aunque estoy segura que las vistas son impresionantes. Cada día los mismos sitios, diferentes museos, las mismas vistas, la misma historia, pero seguramente París tenía mucho más que enseñarnos y, conscientes de ello, decidimos dejarlo para una segunda parte. De momento yo estaba fascinada con repetir cada lugar una y otra vez. La vuelta se hizo más agradable, ya que estábamos preparados para que no se volvieran a repetir los imprevistos de la ida. Aún así, todo había sido perfecto y yo nunca olvidaré ese viaje a la ciudad de mis sueños.
El niño Josep Maria empezaba a hacerse notar. Sus movimientos me hacían muy fuerte a pesar de sentir la necesidad de tener a mi madre al lado o un apoyo femenino que me entendiera, que me guiara. Mis amigas se habían ido a otros países a buscar un futuro mejor, ya que el fin de la crisis parecía que tardaría unos cuantos años en llegar. Tuve claro que teníamos que cambiarnos de piso a medida que iba comprando las cosas que el niño necesitaría en sus primeros días de vida. Entre cuna, cochecito y pañales, me la pasaba jugando al tetris cada día para que nuestro pisito no se convirtiera en un pequeño almacén. Encontré el piso ideal en la misma zona. Era el doble de grande y muy luminoso, con cocina americana y ropero totalmente equipado y no era el típico piso de combate en el que todos los muebles son iguales. Estaba decorado y diseñado con cariño y yo sabía que no encontraría otro igual. Al amore le daba miedo el cambio de piso, temía que no pudiéramos llegar a final de mes y ya le estaba bien aquel minipiso, así que después de hablarlo llegamos a la decisión de no cambiar muy a mi pesar.
La alfombra que estaba tejiendo iba cogiendo forma. Por lo menos había logrado que con cincuenta centímetros no se ondulara o cogiera forma de saco. En algún momento, como no lograba encontrar la manera de que se quedara extendida, pensé en convertirla en un cojín. También pensé que debía buscar trabajo, pero me sentía muy débil. El sueño me vencía, continuaba perdiendo peso y probablemente nadie me daría trabajo viendo mi estado. Salía a caminar cada día para mantenerme en forma, hacía la compra diaria para obligarme a salir de casa y la hacía en Carrefour, a una distancia de casa de dos kilómetros, con pendientes incluidas. En alguna ocasión llegué a caerme en el súper mientras hacía cola en la carnicería. Cierto día, de repente, lo vi todo negro y comencé a sentir frío. Había salido de casa sin desayunar y con la caminata me había bajado la tensión. Me caí al suelo y cuando me desperté en una silla de ruedas, una chica me preguntaba mi nombre. Pero salí del atolladero tomándome un zumo de melocotón. Me tomé la presión y, en efecto, la tenía baja. Así que a partir de ahora me tenía que exigir salir de casa bien desayunada.
Había pasado todo mi embarazo sin el apoyo de nadie cercano. Mi familia me brindaba cariño desde la distancia, pero no llegaron a sentir la necesidad de estar a mi lado. Con todo lo que me gustaba la fotografía, apenas había cogido la cámara para capturar aquellos momentos tan especiales aunque viviera sola con mi pareja. Le pedí a mi madre que estuviera presente el día del parto, tal y como había hecho con mis tres hermanas, siempre tan cerca de ellas. Con mi enorme barriga fui a todos los puntos administrativos para obtener el permiso de entrada de mi madre a España para que viniera a verme el mes siguiente. La invité sabiendo que no podía haber mejor invitada que ella en esos momentos decisivos.
Con todo eso del control médico había un dato que me hacía sonreír. El médico había señalado en el libro de control que si el bebé no nacía antes del 24 de febrero tendrían que provocar el parto. A mi me hacía mucha ilusión que naciera el 20 de febrero, el mismo día que mi madre. Fuera como fuera, nacería bajo el signo de Piscis, el mismo que el del amore y el de mi madre, y eso me encantaba. Yo siempre había sentido curiosidad por los signos del Zodiaco y conocer el carácter de las personas según la fecha de nacimiento. Con el tiempo llegué a creer que las personas se unen según la fecha de nacimiento; bueno, más que unir, creo hay algo que ayuda a establecer sus personalidades. Según mi experiencia, los piscis son personas tranquilas, pacientes y muy amables. En ellos encuentro una tranquilidad que un aries como yo necesita como agua de mayo para encontrar el equilibrio.
Cuando compramos la cuna para el niño, una de las últimas cosas que adquirimos para que estorbara el menor tiempo posible, se me hizo evidente que el piso era demasiado pequeño para tres personas, por mucho que nuestro bebé necesitara poco espacio. Después de tantos meses no se me pasaba po...

Índice

  1. Jhoanna Rola
  2. Mi locura más cuerda
  3. Agradecimientos
  4. Prólogo
  5. Mis primeros años
  6. El tiempo todo lo cura
  7. La ilusión de una casa propia
  8. Una familia de mujeres
  9. Primeros amores
  10. Nuestra bonita tienda de ropa
  11. Las fiestas y mi timidez
  12. ¿Qué serás de mayor?
  13. Mi nueva vida en una gran ciudad
  14. Primer proyecto
  15. Abril de 2003
  16. Mayor de edad. ¡Por fin!
  17. Ana y Mia: dos malas amigas
  18. Un cochino secreto
  19. Bienvenidos a Madrid. 10 de febrero. Cinco grados
  20. Mi primer trabajo
  21. Primera Navidad sin mi familia
  22. Mis primeras amigas
  23. Un fin y un principio
  24. Mi locura más cuerda
  25. Su mundo
  26. El amore
  27. En la locura estaba la cordura
  28. Vuelta a casa
  29. Capturando mi vida
  30. La noticia de mi vida
  31. Mi tiempo tiene un valor
  32. Vivir de Instagramer
  33. Mi vida real
  34. ¿Volver al pasado o viajar al futuro?
  35. Carta a mi Yo del pasado
  36. Carta a mi Yo de ahora
  37. Carta a mi Yo del futuro