Planetario
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  1. 248 páginas
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Información del libro

Novela que narra el viaje místico que un asesino emprende para desentrañar los grandes misterios del universo y acceder a un plano de existencia superior. Su travesía es iniciada luego de su contacto con Andreas Vogelius, líder de la Sociedad Astrosófica, especie de secta esotérica transnacional de gran poder. El viaje consiste en experimentar distintos estadios físicos y emocionales, en una secuencia cifrada por el sistema solar: cada etapa del viaje corresponderá a un planeta (y una breve pausa, el anillo de asteroides), mismo que será simbolizado por una mujer. Cada etapa del viaje es superada con la muerte de la mujer en turno."Mauricio Molina es el mejor narrador de lo fantástico en la literatura mexicana." Sergio González Rodríguez

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Información

Año
2018
ISBN
9786078486540
Edición
1
Categoría
Literature

URANO

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El lector se preguntará en este momento qué hago sentado en una cafetería en la zona antigua de Lisboa, tomando oporto con una mujer que se supone me conoce pero que yo, al menos en este instante, no recuerdo haber visto. En este extraño parpadeo del presente me doy cuenta de que Urano, el planeta de los cambios, las revoluciones, la mutación permanente, se ha posesionado de mí. La mujer en cuestión se llama Natalia Negreiros, es portuguesa para dar más señas y ha venido hasta esta ciudad alucinante desde Buenos Aires. En su lengua de sílabas muy suaves me habla de su Lisboa natal con esa mezcla de orgullo, veneración y profundo desprecio que sienten todos los ciudadanos de sus lugares de origen, en especial los de Lisboa.
Sé que la he visto desnuda varias veces, a pesar de su juventud, pero esto no es lo importante. De súbito descubro que he sido ya demasiadas personas, que he tenido demasiados nombres y que a fuerza de cambiar de máscara, de rostro, he perdido las señas de mi propia identidad.
Natalia me habla con erudición de Fernando Pessoa, el poeta de Lisboa, de sus heterónimos, de la forma en que el poeta logró evadir incluso su propia muerte convirtiéndose, por medio de una transmutación alquímica, en diversas personas, trasladando a cada una de ellas una parte de sí mismo.
En ese momento de corte temporal, como un cuchillo en un pastel, como una bala de diamante al rojo vivo en medio de mi frente, estalla de pronto el recuerdo de mis encarnaciones anteriores, y me doy cuenta de que mi vida ha sido una suerte de sueño, de gigantesco laberinto sin un centro visible.
Instantáneas de la Judería de Córdoba, de San Telmo en Buenos Aires, de Toledo, Madrid, el Escorial, se van formando lentamente en mi memoria, entre un café y otro y gracias a la voz hipnótica de Natalia, una verdadera oración o conjuro, me doy cuenta de quién he sido y de lo que soy ahora: un viajero planetario perdido en un remoto rincón del tiempo.
Pero vamos por partes: la Sociedad Astrosófica había quedado atrás, lo mismo Nueva York, París, Praga, Buenos Aires. Natalia, la mujer que ahora veo en la cafetería, es una muchacha menuda, más joven de lo que hubiera querido suponer. Somos amantes pese a que yo muy bien podría pasar por su padre. Su cuerpo joven y firme (acaba de levantarse para traerme otro vaso de oporto) ha consumado conmigo las bodas secretas que se exige de los místicos y de los rebeldes, de los herejes y de los seres oscuros.
Natalia trata de hacer que me concentre, pero no puedo abandonar ciertas ideas que, como hormigas, devoran la miel de mi memoria y me conducen, una y otra vez por diversas regiones.
Debo aclarar que ahora, de manera balbuceante, el tiempo no ha sido piadoso conmigo: por el contrario, los planetas se han acumulado sobre mí, me han hecho sabio y acaso poderoso, pero también han cobrado un precio excesivo, a menudo, pienso, demasiado alto.
Haré un recuento breve de mi escapatoria de Saturno. Unos cuantos días después de la muerte de Sofía, recibí en mi casa de la Calle de los Alquimistas dos milagros: un boleto de avión para dirigirme a Buenos Aires y un volumen que recogía mis textos de juventud sobre temas esotéricos, los mismos que me había negado a publicar antes del comienzo de mi historia por considerarlos parte de mi locura. Estaban firmados por Vogelius y llevaban el título sombrío de Escritos póstumos. El índice reflejaba el caos de mi mente antes del comienzo de mi viaje. Ahí estaban mis ensayos sobre los hashishini y el zoroastrismo; sobre Basílides y Valentín, gnósticos tan distintos entre sí como Aristóteles y Platón. Un ensayo sobre la Coatlicue como anagrama secreto de la Ciudad de México y otro sobre el juego de identidades entre Xólotl y Quetzalcóatl, rendían culto a mi obsesión por el universo mesoamericano, lo que me permitiría revivir mis días en Venus. Mi ensayo sobre Van Gogh y los ritos solares, resumen de mi tesis universitaria, venía ilustrado por los cuadros de los girasoles y de la habitación de Vincent Van en Arles. Había también una extensa digresión, que ya había olvidado haber escrito, en torno a la literatura y el ocultismo, cuyas conclusiones aún hoy, al escribir este libro, comparto y que en resumen afirman que los saberes ocultos se habían mudado hacia la literatura y el arte a partir del Renacimiento a través de las formas: más allá de las intenciones de sus autores, los mitos, las identidades secretas o las leyes de la semejanza, estos conocimientos oscuros reaparecían revestidos ya no como tratados esotéricos, sino a través de poemas, narraciones, obras dramáticas, piezas musicales, pinturas o filmes. Había también un pequeño ensayo sobre Shakespeare y la génesis del tema del doble en literatura moderna como una suerte de derivación del hermafrodita, tal y como lo habían concebido los alquimistas y cabalistas de los siglos XVI y XVII, y que este tema –la lucha del andrógino por separarse y/o reintegrarse en una sola entidad– recurrente en el barroco y la literatura esotérica de la época, podía encontrarse en muchas de las comedias y tragedias shakespeareanas. El doble, según mi hipótesis, no nacía con Hoffman, Poe ni Dostoievski, sino mucho antes, y definitivamente era más complejo y profundo que tan sólo el paradigma inicial de la moderna novela psicológica. El volumen cerraba con una reflexión acerca de la Cábala y de su influencia subterránea en la literatura, el pensamiento y el arte del barroco y del manierismo.
Sentí ternura al revisar aquellos textos escritos por mí en otra vida, en otro tiempo y ahora firmados, afortunadamente, por Vogelius. Mis creaciones ni siquiera podrían avergonzarme: ya eran de otro y eso me hacía feliz. Convencido de que un día el autor desaparecerá por inutilidad y volveremos a una práctica literaria aristocrática que prescinde de la identidad de quien escribe, aquel libro me llenó de orgullo. Recordé que cuando publiqué mi novela Lunar pensé en imprimirla sin mi nombre, pero el editor se negó a hacerlo por considerarlo una locura. En ese instante quedó sellado mi destino y un inmenso mecanismo que involucraba al Cosmos se había echado a andar. Nadie puede escribir impunemente. Toda creación tiene un precio, porque altera el orden de lo real.
Lo extraño era que el libro viniera firmado precisamente por Vogelius. Era como si no pudiera prescindir del Maestro que me había conducido por un laberinto que estuvo a punto de matarme. Recordé el complot de Déborah y Vogelius para alejarme de Sofía y mi bizarra estancia en los Asteroides. Con la certeza de la bala en la sien del suicida supe que estaba metido en una trampa, pero sabía lo que tenía que hacer: viajar a Buenos Aires, enfrentar mi destino y, acaso, a Vogelius.
No había mejor refugio que una librería en Buenos Aires para ocultarme de los arcontes que me perseguían para impedir la culminación de mi viaje.
Me instalé en un piso ubicado en la calle de Florida que en la planta baja tenía una librería de libros esotéricos. Nadie acudía al negocio. Así pasaron algunas semanas. Cuando estaba a punto de acabarse el dinero que me había dejado Sofía, llegó el llamado de Urano:
“La Sociedad Gnóstica tiene el honor de invitarlo a la conferencia ‘El camino secreto’, impartida por el Maestro Daniel Morgenstern, miembro fundador de la Vera Ecclesia Gnostica y Custodio del Fuego Supremo.”
La invitación, impresa en un costoso papel italiano y con tipografía exquisita, llevaba impresa una imagen de Abraxas, la deidad tutelar del gnosticismo. Durante algunos días me mantuve en la duda de responder hasta que finalmente me decidí. Envié un correo electrónico preguntando acerca del lugar donde se llevaría a cabo. La respuesta llegó de inmediato. Venía firmada por el propio Daniel Morgenstern, de quien tenía vagas referencias por la Sociedad Astrosófica. Sabía que no era uno de sus miembros, sino una especie de pariente cercano de la Sociedad. En todas las sectas ocurre lo mismo: las hermanan los intereses, algunos adeptos, la secrecía.
Me asaltaron varias dudas: conocían mi paradero y aunque no aludieron a la Sociedad Astrosófica, era evidente que los conocían; de otro modo, ¿para qué invitarme? También me pregunté la razón por la que se tomarían la molestia de pasar a recogerme. Finalmente reparé en la hora: si pasarían por mí a las nueve de la noche, ¿a qué hora empezaría la conferencia?
El día indicado llegó. A eso de las siete de la noche se dejó escuchar el llamado del teléfono. Al descolgar una voz de mujer me dijo que estuviera listo, que pasarían por mí a la hora estipulada. Dado el horario del evento decidí vestirme como dicta la etiqueta: traje oscuro, corbata, gabardina. Llovía a cántaros, como suele llover en Buenos Aires en verano. Con puntualidad británica tocaron a la puerta de mi apartamento. Una mujer joven, vestida con un elegante vestido de noche, apareció en el umbral. Su cabellera oscura y lacia caía sobre sus hombros, y sus ojos, de pupilas dilatadas, parecían traspasarme. Era como si ya me conociera. Parecía estar bajo la influencia de alguna droga. Su rostro recordaba una modelo de Modigliani y su belleza era al mismo tiempo delicada y feroz, como un maniquí que ha enloquecido al descubrir que ha encarnado en mujer. Afuera nos esperaba un Mercedes Benz negro. Nos sentamos en el asiento trasero. Un chofer uniformado conducía. En silencio, sin intercambiar una palabra, fascinado por la belleza de aquella mujer, nos internamos en el laberinto de la ciudad. El aguacero iba en aumento. Media hora después llegamos a una vieja casona ubicada en el barrio de San Telmo. Unas puertas eléctricas se abrieron. Cuando entramos al recibidor de la casa un relámpago rasgó el cielo a través de un ventanal. El estruendo me sobresaltó de inmediato. El rayo había caído muy cerca. En silencio, la mujer me condujo a un recinto grande, bien acondicionado, iluminado profusamente con candelabros. Un nutrido grupo de personas fumaba, bebía, conversaba. Tardé un poco en darme cuenta de que había varios rostros que me resultaban vagamente conocidos, había políticos, escritores, incluso gente de la farándula local. La mujer me trajo un vaso de vino del que desconfié de inmediato. Me di cuenta de que en las mesas sólo había botellas de licor, por lo que decidí mantenerme con la copa en la mano sin tomar de ella.
–Es un honor que nos acompañes esta noche –me dijo mi acompañante en un tono demasiado familiar, mientras alrededor se escuchaban risas y voces animadas–. Yo seré tu Daena esta noche. El Maestro te espera. Quiere saludarte e intercambiar unas palabras contigo antes del evento.
Fue un buen pretexto para dejar la copa de vino en una repisa. Estaba comenzando a preocuparme. Mientras me conducía a una habitación contigua recordé que Daena, para el sufismo, era el doble angélico que se ubica entre el mundo de los vivos y el mundo de las almas y los ángeles. Mil cosas pasaron por mi mente en ese instante. En una habitación iluminada por unas cuantos candelabros, se encontraba un hombre alto, de unos setenta años, vestido con un costoso traje inglés. Los estantes que cubrían las paredes estaban tapizados de una impresionante colección de libros: alcancé a atisbar una extensa versión comentada del Talmud, una espléndida edición facsimilar de The Marriage of Heaven and Hell de William Blake, y otra del misterioso Códice Voynich, el mismo que había robado con Vanesa durante mis días en Venus y quemado en París. Vi también libros de Swedenborg y Spinoza, pude atisbar una rara colección en francés antiguo de los procesos a los cátaros, así como varios clásicos del esoterismo, de John Dee a André Billy, muchos de ellos en ediciones príncipe o muy antiguas. No me sorprendió encontrar ahí un clásico reciente: Omens of the Millenium de Harold Bloom.
Morgenstern me saludó con una sonrisa amistosa y familiar. No tardé en reconocer, más allá de su apariencia, el aura de Vogelius: no era él quien me hablaba, pero estaba ahí. De algún modo había logrado transmutarse en aquella persona de ademanes lentos como los de un camaleón o de una mantis religiosa. Su apariencia de un depredador feroz se había acentuado en esta metamorfosis.
–No sabe el gusto que me da tenerlo aquí presente –a pesar de su entusiasmo no podía ocultar su fuerte acento alemán.
Lo miré con una especie de asombro y guardé silencio.
–Conozco su trabajo. Yo mismo recomendé la publicación de sus ensayos.
–Sí… en realidad –mentí lo mejor que pude– sólo soy un aficionado. Escribí esos textos en una época muy extraña y difícil en mi vida.
–Déjeme decirle que fueron creados con la pasión y la erudición de un verdadero conocedor. Así sucede con los libros sagrados, no debe preocuparle. Son ellos en realidad quienes nos buscan. Esa es la naturaleza de los libros verdaderos.
Me pregunté qué habría querido decir con aquello de “libros verdaderos”. Pensé que para Morgenstern leer a James Joyce o a Franz Kafka era una pérdida de tiempo, pero decidí guardar silencio.
–Joyce y Kafka –era como si me estuviera leyendo el pensamiento– estuvieron muy cerca del Secreto, pero por desgracia desviaron su camino y sólo hicieron el ridículo… vana literatura.
–Yo sólo soy un escritor –volví a mentir–, me acerqué a esos textos por motivos más bien estéticos, para enriquecer mi vida.
–Exactamente –replicó Morgenstern– esos libros completan nuestras vidas. Esa es su función verdadera.
Decidí guardar silencio. No me gustaba que me leyeran el pensamiento.
Sonrió y me miró a los ojos. Sentía su mirada dentro de mi mente.
–Pero beba usted, beba… El vino es fundamental para el rito que estamos por llevar a cabo.
–Dejé de beber hace mucho tiempo.
Nuevamente pareció leerme el pens...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portadilla
  3. Créditos
  4. Portada
  5. Dedicatoria
  6. Mercurio
  7. Venus
  8. Tierra
  9. Marte
  10. La Gran Barrera de los Asteroides
  11. Júpiter
  12. Saturno
  13. Urano
  14. Neptuno
  15. Plutón
  16. ÍNDICE