La Revolución francesa
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La Revolución francesa

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La Revolución francesa

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Reuní para la colección "Pequeños Grandes Ensayos de la UNAM" este racimo de reseñas de Sainte-Beuve sin otra esperanza que la de abrir el apetito del lector en español ante la menos conocida y traducida, en todo el mundo, entre las grandes obras literarias del siglo XIX. Un solo tomo que reuniese, por ejemplo, sólo lo que el crítico, amante como era de toda clase de memorias, escribió sobre la Revolución francesa y el imperio napoleónico, ocuparía cientos de páginas.

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Información

ANDRÉ CHÉNIER, POLITICO1



Hablando el otro día de Montaigne, y presentándolo en medio de las disensiones civiles con toda su filosofía, todo su sentido común y toda su gracia, no pretendí ofrecer un modelo, sino sólo un retrato. Hoy desearía mostrar a la vista otro retrato, de una naturaleza totalmente distinta, de un carácter no menos envidiable y caro a las gentes de bien. André Chénier personifica otra manera de ser y de comportarse en épocas de revolución, una manera de sentir más activa, más apasionada, más dedicada y más pródiga, una manera menos filosófica, sin duda, pero más heroica. No se imaginen para nada a un Montaigne, sino a un Étienne de La Boétie viviendo en 89 y en 93, o incluso a un Vauvenargues en esta doble fecha, y tendrán ustedes a André Chénier.
Por naturaleza, por instinto y por vocación, no era para nada un político: le gustaban el retiro, el estudio, la meditación, una sociedad de amigos íntimos, un ensueño tierno y amoroso. Sus pensamientos varoniles se convertían con gusto en consideraciones solitarias y se encerraban, para madurar, en lentos escritos. Si algún acontecimiento público estallaba haciendo vibrar las almas, él participaba con ardor, con elevación; pero le agradaba volver tan pronto podía a sus estudiosos senderos; ahí estaba su enjambre, bien lleno, como dice él, de una miel poética. Así fue durante años, antes de que la gran tormenta viniese a arrancarlo de sus pensamientos habituales y a lanzarlo a la arena política. Aislado por gusto, sin más ambición que la de las Letras, las santas Letras, como las llama él, no aspirando a nada más que a verlas remojarse en las grandes fuentes y regenerarse, no desesperando por contribuir con su parte en un siglo cuyos gérmenes de vida sabía apreciar, lo mismo que la corrupción y la decadencia, nunca entró en la política sino a la manera de un particular generoso que viene a cumplir con su deber para con la causa común, a decir a voz en cuello todo lo que piensa, a aplaudir o a indignarse enérgicamente. No se le pidan juicios profundos ni revelaciones directas sobre los hombres y los personajes de la escena: podrá hacer algunos de esos juicios sobre las personas muy al final y ya vivida la experiencia; pero, de entrada, sólo los juzga por el conjunto de su papel y de su acción, y como se puede hacer desde la primera fila del patio de butacas. O antes bien, y para hacer una comparación más noble y más de acuerdo con su carácter, André Chénier, por sus deseos, por sus votos, por sus pesares de hombre honrado, por sus consejos y hasta por sus cóleras, representa bastante bien al jefe del coro en las tragedias antiguas. Sin entrar en los secretos de la acción, la juzga por su apariencia visible y por su desarrollo; la aplaude, la mima, intenta mantenerla dentro de las vías de la moral y de la razón; se da al menos a sí mismo y a todas las gentes honradas la satisfacción de expresar en voz alta sus sentimientos sinceros, y en ciertos momentos más vivos se deja arrastrar, avanza y se compromete ante los personajes principales, hasta merecer durante un tiempo su designación y su venganza. Es como si en la Antígona de Sófocles un joven del coro se saliera súbitamente de las filas, transido de piedad por la noble virgen, lanzara invectivas al tirano en nombre de la víctima y mereciera que Creonte lo enviara a morir junto con ella. Antígona, para André Chénier, era la Justicia, era la Patria.
Nacido en 1762 en Constantinopla, de madre griega, criado al principio en Francia bajo el bello cielo del Languedoc, después de hacer sus estudios en París en el Colegio de Navarra probó durante un tiempo la vida militar; pero, pronto asqueado de los ejemplos y de las costumbres ociosas del cuartel, buscó la independencia. La juventud cree procurársela fácilmente. Algunos de esos años los consagró por entero al estudio, a la amistad, a los viajes, a la poesía. Sin embargo, la dura necesidad, como él la llama, lo lanzó a una carrera: fue agregado diplomático y pasó hasta tres años en Londres, tres años de hastío, de sufrimiento y de represión. La Revolución del 89 lo encontró en este puesto, y él no tardó en liberarse. André Chénier compartía en muchos aspectos las ideas de su siglo, sus esperanzas y hasta sus ilusiones. No es que no lo juzgara moral y literariamente: "Apenas", nos dice, "al abrir los ojos a mi alrededor al salir de la niñez, vi que el dinero y la intriga son casi la única vía para llegar a todo; resolví, pues, desde entonces, sin examinar si las circunstancias me lo permitían, vivir siempre lejos de todo negocio, con mis amigos, en el retiro y en la más entera libertad". Como todos los que llevan consigo el ideal, era propenso a caer muy pronto en la repugnancia y el desdén. Sin embargo, esta misantropía primera no se sostuvo ante los grandes acontecimientos y las promesas del 89. El juramento del Juego de Pelota le produjo verdaderos transportes. Sólo tenía veintisiete años, y durante otros dos más, hasta 1792, lo veremos participar en el movimiento hasta cierto punto, dar consejos por medio de la prensa en algunas ocasiones, no estar seguro de antemano de su ineficacia; en pocas palabras, es más ciudadano que filósofo, y se define a sí mismo en ese momento como

un hombre que no conocerá la dicha si no ve a Francia libre y sabia; que suspira por el instante en que todos los hombres conocerán la extensión entera de sus derechos y de sus deberes; que gime al ver la verdad sostenida como una facción, los derechos más legítimos defendidos por medios injustos y violentos, y que querría, en fin, que se tuviera razón de una manera razonable.

Este primer momento que nos deja ver a André Chénier siempre en la moderación, pero todavía no en la resistencia, se distingue por algunos escritos, el más conocido de los cuales lleva por título Aviso a los franceses sobre sus verdaderos enemigos, que apareció por primera vez en el número XIII del Journal de la Société de 89. Está firmado con el nombre del autor y fechado en Passy, el 24 de agosto de 1790. La honorabilidad de André Chénier aparece ahí ya completa:

Cuando una gran nación –dice para empezar– después de haber envejecido en el error y en el descuido, harta por fin de desdichas y de opresión, despierta de este largo letargo y, mediante una insurrección justa y legítima, recupera todos sus derechos y derroca el orden de cosas que los violaba, no puede encontrarse en solo un instante establecida y apacible en el nuevo estado que debe suceder al antiguo. El fuerte impulso dado a tan pesada masa la hace vacilar durante un tiempo, antes de poder recobrar su equilibrio.

Y Chénier va a averiguar cuáles son los medios de hacerle recobrar este equilibrio lo antes posible, y cuáles son las causas adversas que se oponen al más pronto establecimiento de un orden nuevo.
Pero antes, por la manera como presenta las cosas y como aborda su tema, bien podemos ver que no estamos aquí ni con Mirabeau ni con Montaigne. En esta fecha de 1790, y desde el mes de febrero, Mirabeau, juzgando con su mirada de estadista el fondo de la situación y los males de todas clases prontos a estallar en veinte lugares del reino, decía enérgicamente: "Todavía vemos el aplomo de las grandes masas, pero sólo hay éste, y es imposible adivinar cuál será el resultado de la crisis que comienza." De hecho, seis meses y diez meses antes, Mirabeau juzgaba las cosas muy distintamente aventuradas y comprometidas; y el filósofo Montaigne, en su época, abarcando de una sola ojeada esas grandes revoluciones radicales que tienen la pretensión de hacer tabla rasa y de reconstruirlo todo de nuevo, decía:

Nada oprime más a un Estado que la innovación; el cambio en la forma de la injusticia y de la tiranía. Cuando alguna pieza se descompone, se la puede reparar; es posible oponerse a que la alteración y la corrupción natural de todas las cosas nos alejen demasiado de nuestros comienzos y principios; pero tratar de rehacer tan grande masa y cambiar los fundamentos de tan enorme edificio es algo que corresponde hacer a aquellos que, para limpiar, borran, que quieren enmendar los defectos particulares con una confusión universal, y curar las enfermedades con la muerte.

André Chénier, en su visión más limitada y aplicada por completo a las cosas presentes, va a denunciar algunos de los peligros más graves, sin preverlos acaso tan grandes como son y sin desesperar aún del conjunto. En la comparación que uno se vería tentado a establecer entre él y los dos grandes espíritus antes citados, tendrá ventaja al menos por la precisión de su ataque y por su valor.
Hace ver, de entrada, en la secuela de una revolución y de un cambio tan universal, cómo la política se apodera de todos los espíritus, cómo cada quien pretende concurrir en la cosa pública de otra forma que mediante una docilidad razonada, cómo cada quien quiere en su oportunidad llevar la bandera, y una muchedumbre de recién llegados culpa de tibieza a los que desde hace largos años, imbuidos y alimentados con ideas de libertad, se encontraron desde el principio listos para lo que llegare y se mantuvieron moderados y firmes. Muestra una multitud de gentes irreflexivas, apasionadas, obedientes a sus impulsos, a sus intereses de partido, a las órdenes de los más taimados; sembrando rumores vagos o imputaciones atroces; inquietando a la opinión, fatigándola en una estancada anarquía, y perturbando a los propios legisladores en la obra de los nuevos establecimientos políticos. Por todas partes surgen acusaciones de conspiraciones, de conjuras, sin ver que al final existe el peligro de "que nuestra inquietud errante y nuestras sospechas indeterminadas", dice, "nos empujen a uno de esos combates de noche en que se ataca a amigos y enemigos". Esa confusión de rumores y esa nube preñada de alarmas son lo que André Chénier intenta, de corazón, aclarar y desenredar. Los auténticos, los principales enemigos de la Revolución, se pregunta, ¿dónde están?
A los enemigos de fuera los reduce a lo que son; no los desconoce, pero no los exagera; lo mismo con los emigrados. En todo caso, si se tienen enemigos afuera, si también se los tiene adentro, es necesaria la unión para combatirlos y triunfar sobre ellos, y lo que más se opone a esta unión es esa desdic...

Índice

  1. Prólogo
  2. Nota sobre esta edición
  3. Reflexiones y juicios
  4. Memorias de madame de Genlis
  5. Memorias relativas a la Revolución francesa
  6. Compendio histórico de los acontecimientos del 9 de termidor
  7. Obras de Rabaut-Saint-Étienne
  8. Dumouriez y la Revolución
  9. Mignet y su historia de la Revolución francesa
  10. André Chénier, político
  11. Biografía de Camille Desmoulins
  12. Cronología
  13. Bibliografía mínima
  14. Aviso legal