Contra la hegemonía de la austeridad
eBook - ePub

Contra la hegemonía de la austeridad

  1. 280 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
eBook - ePub

Contra la hegemonía de la austeridad

Detalles del libro
Vista previa del libro
Índice
Citas

Información del libro

Incluye el Epílogo "Una modesta propuesta para resolver la crisis de la zona euro" por Yanis Varoufakis, James K. Galbraith y Stuart HollandContra la hegemonía de la austeridad es sin duda uno de los libros más importantes de cuantos hayan sido escritos para entender cómo la Unión Europea ha llegado a convertirse en el aparato neoliberal y burocrático que es hoy.No siempre fue así, no estaba previsto que así fuera y fácilmente podría haber sido distinto. Eso nos recuerda el autor, que desde los años 1950 ha trabajado con numerosos líderes políticos —desde el premier Harold Wilson hasta el "Presidente de Europa" Jacques Delors, pasando por el canciller alemán Willy Brandt o el ministro de Finanzas griego Yanis Varoufakis— en pro de un proyecto europeo confederal, social y democrático.Quizá el encanto de la obra radique precisamente en que ese proyecto no se concretase nunca. Mediando un impresionante despliegue de teoría económica, política y social, Holland narra una historia distinta de la UE, la de los perdedores, ayudándonos a entender las distintas etapas de su construcción, a esclarecer aspectos desconocidos u olvidados y a analizar sus errores y posibles soluciones. De especial interés resultan sus análisis y propuestas en materia de recuperación económica, gobernanza global y cooperación reforzada.La obra incluye "Una modesta propuesta para resolver la crisis de la eurozona", de Varoufakis, Galbraith Jr. Y Holland, revisada desde 2011 por un nutrido grupo de políticos y economistas.

Preguntas frecuentes

Simplemente, dirígete a la sección ajustes de la cuenta y haz clic en «Cancelar suscripción». Así de sencillo. Después de cancelar tu suscripción, esta permanecerá activa el tiempo restante que hayas pagado. Obtén más información aquí.
Por el momento, todos nuestros libros ePub adaptables a dispositivos móviles se pueden descargar a través de la aplicación. La mayor parte de nuestros PDF también se puede descargar y ya estamos trabajando para que el resto también sea descargable. Obtén más información aquí.
Ambos planes te permiten acceder por completo a la biblioteca y a todas las funciones de Perlego. Las únicas diferencias son el precio y el período de suscripción: con el plan anual ahorrarás en torno a un 30 % en comparación con 12 meses de un plan mensual.
Somos un servicio de suscripción de libros de texto en línea que te permite acceder a toda una biblioteca en línea por menos de lo que cuesta un libro al mes. Con más de un millón de libros sobre más de 1000 categorías, ¡tenemos todo lo que necesitas! Obtén más información aquí.
Busca el símbolo de lectura en voz alta en tu próximo libro para ver si puedes escucharlo. La herramienta de lectura en voz alta lee el texto en voz alta por ti, resaltando el texto a medida que se lee. Puedes pausarla, acelerarla y ralentizarla. Obtén más información aquí.
Sí, puedes acceder a Contra la hegemonía de la austeridad de Stuart Holland, Ferran Meler en formato PDF o ePUB, así como a otros libros populares de Politique et relations internationales y Organisations intergouvernementales. Tenemos más de un millón de libros disponibles en nuestro catálogo para que explores.

Información

CAPÍTULO 1 LA DEMOCRACIA EN ENTREDICHO

Europa fue la cuna de la democracia, pero va camino de convertirse en su tumba. La hegemonía del Leviatán que describió Thomas Hobbes ha saltado de los Estados-nación soberanos de Europa a los mercados financieros. En su respuesta a una crisis provocada por los bancos, los gobiernos europeos optaron por rescatar a las entidades bancarias de la insensatez especulativa y dejaron el poder en manos de las agencias de calificación de riesgos, que por lo demás nadie ha elegido. En un acto de renuncia mutua, muchos de ellos suscribieron el Pacto Fiscal en materia de política económica que Alemania les exigió firmar, y en virtud del cual se «obligaban» a reducir la deuda y el déficit, al tiempo que hacían suyo el compromiso de ceñirse al principio del «equilibrio presupuestario»1, pese a que se trate de una respuesta a la crisis tan fuera de lugar como lo sería hoy volver al patrón oro.
Milton Friedman fue, en parte, quien les incitó a hacerlo, al haber sostenido que los mercados son más eficientes que los gobiernos, que maximizan el bienestar social a través del interés propio, que los consumidores soberanos se encargan de compensar dicho egoísmo, que los negocios nada tienen que ver con la ética, que el fundamento de una sociedad libre es la desregulación de la economía… y que, además, todo ello está respaldado por la metáfora de la «mano invisible» de Adam Smith y por el reconocimiento por parte del filósofo moral escocés de que no es por bondad ni por generosidad que los carniceros venden carne, los maestros cerveceros hacen cerveza o los panaderos, pan.
Así cristalizó una ideología dominante que hizo de la austeridad la única manera de saldar las deudas y de reducir los déficits. Una ideología que olvida otro postulado análogo de Adam Smith, según el cual las economías funcionales dependen de sociedades justas y funcionales. Con todo, la reacción de los gobiernos europeos no hizo más que agravar el déficit democrático que desde hace ya mucho tiempo padece Europa. La austeridad como credo, como única alternativa viable, llevó también a incumplir los sucesivos compromisos que se habían contraído en los tratados europeos en materia de mejora de los niveles de vida y de inclusión social, y a punto estuvo de abocarnos a la desintegración no solo del proyecto europeo de posguerra, sino de economías y sociedades enteras.
Por primera vez desde la II Guerra Mundial, la crisis de la zona euro hizo posible que Alemania alcanzara en Europa la hegemonía que ni Konrad Adenauer, ni Willy Brandt ni Helmut Kohl quisieron para su país. Como mostraremos más adelante, el ascenso de Alemania no solo se debió a los defectos de fábrica de la moneda única —que los hubo—, ni a las agencias de calificación, sino que tiene profundas raíces históricas y psicológicas. La crisis hizo posible que Alemania dejara de lado su oscuro pasado y se mostrara ante el resto de Europa como modelo de virtud en lo económico, lo social y lo político. Por añadidura, los defectos relativos al diseño del euro se enraizaban profundamente en un modelo supranacional de toma de decisiones que, desde el inicio de la UE, ha conllevado un déficit democrático que una «constitución europea» destinada a fracasar no hizo más que agravar.

AMBICIONES E ILUSIONES

En 2004, el politólogo norteamericano Jeremy Rifkin publicó un libro titulado El sueño europeo.2 A diferencia de Estados Unidos, la UE parecía un modelo de soft power emergente en un mundo duro y difícil. Aunque era un gigante económico y poseía una moneda más fuerte que el dólar, no mostraba aquella arrogancia que había caracterizado a Estados Unidos en el ámbito de la política internacional. Europa había resurgido de sus cenizas tras la II Guerra Mundial con la intención de alcanzar una unificación pacífica entre Estados que se habían combatido entre sí. Todos sus miembros eran democracias y, al disiparse la guerra fría, muchos Estados satélite de la difunta Unión Soviética se sumaron al proyecto. Su Carta de Derechos Fundamentales debía formar parte de una nueva Constitución de Europa. Parecía un modelo de lo que podía llegar a ser, llegado el momento, un nuevo orden mundial.
A los pocos meses de la publicación del libro, aquel sueño probó ser una mera ilusión. Una «Convención» —nombrada y no electa—, presidida por Valéry Giscard d’Estaing, expresidente de Francia, redactó una Constitución que fue rechazada por los pocos electorados a los que se brindó la oportunidad de votarla. De haberse asemejado a la estadounidense, dicha Constitución hubiese consistido en un breve enunciado de principios y, sin ir más lejos, el Tribunal de Justicia europeo hubiera podido apoyarse en ella al expresar sus opiniones, establecer sus dictámenes y pronunciar las sentencias que sirven de directrices a los gobiernos en los consejos europeos. Sin embargo, la Constitución que Giscard d’Estaing elaboró era un mero y vasto compendio de tratados anteriores, tan inadaptado a las necesidades de los europeos como anticuado resulta un listín de teléfonos en la era digital.3
Aquella Constitución tampoco supo subrayar que los gobiernos actuaban en nombre del pueblo y para el pueblo, y no según los dictados de los mercados. Así, por ejemplo, la exigencia de garantizar la estabilidad de los precios propia del BCE se halla condicionada por una obligación análoga, que consiste en que debe apoyar, sin prejuicio de lo dicho antes, las políticas económicas generales de la UE que los jefes de Estado y de gobierno definan en un momento dado.
O dicho de un modo más llano, si bien puede que las aspiraciones de una Europa federal sean atendidas a su debido tiempo por algunos de los Estados miembros —a riesgo de que otros rehúsen esas mismas aspiraciones y, con ellas, la «unión cada vez más estrecha»—, Europa no necesita un gobierno federal para resolver la crisis existencial que padece. Con una inflación situada en mínimos históricos gracias a la deflación de la demanda, los Estados miembros ya son capaces de definir aquello que deberían hacer las principales instituciones europeas, entre ellas el BCE.
La Constitución tampoco supo poner en valor que los bonos emitidos por el BEI, así como los préstamos que concede, no cuentan como deuda nacional, y que por consiguiente Europa dispone de un equivalente a los Bonos del Tesoro estadounidenses —que no computan como deuda de Estados específicos como, por ejemplo, California o Delaware—, sin que para ello haya sido preciso establecer una política fiscal común, realizar transferencias fiscales entre Estados o aportar garantías nacionales que amparen dichos préstamos.
Tampoco se puso especial énfasis en que, ya en 1997, los gobiernos habían asignado al BEI, de acuerdo con el compromiso de convergencia y cohesión, el cometido de invertir en sanidad, educación, regeneración urbana y protección medioambiental, es decir, en las principales áreas de inversión pública nacional. Todo ello contribuyó a que, en la década siguiente, el nivel de inversiones financiadas por el BEI se multiplicara por cuatro hasta llegar a equivaler al 80% de los recursos propios de la Comisión.
Con sus más de doscientas páginas, la Constitución europea, lejos de destacar las funciones del BEI y las referencias hechas al BCE, se limitaba a mencionarlas en un epígrafe titulado «Otras instituciones». Sin mencionar siquiera el cometido que en 1997 el Consejo de Europa le asignó en el marco de las políticas de convergencia y cohesión, el redactor del texto constitucional se había limitado a copiar fielmente el texto relativo a esta institución que figuraba en el anexo al Tratado de Roma de 1957, prescindiendo de cualquier cambio que hubiera habido en cuanto al cometido otorgado al BEI por los Estados miembros.

SONAMBULISMO

La Constitución que presentó Giscard d’Estaing tuvo que ser aprobada por los jefes de Estado y de gobierno como un tratado. Paradójicamente, aquél era el peor de los tratados europeos desde el firmado en Versalles, y compartía con él buena parte de lo que John Maynard Keynes señaló a propósito del mismo:
«[Las diligencias realizadas en París] tenían ese aire a la vez de extraordinaria importancia y de total insignificancia. Las decisiones parecían estar cargadas de consecuencias para el futuro de la sociedad humana, aunque en el aire se susurraba que el verbo no se había hecho carne, que era fútil y vano, que carecía de efecto, que estaba disociado de los acontecimientos…»4
La Constitución no reconocía siquiera que el Plan de Acción Especial aprobado por el Consejo de Europa de 1997 en Ámsterdam había asignado el cometido de convergencia y cohesión al «otro Banco» europeo —el BEI—, cometido que podía cumplir a través de la financiación mediante bonos que, al no contabilizarse como deuda nacional, contrarrestaba las estrictas condiciones establecidas por el tratado de Maastricht sobre endeudamiento y déficit nacional. En las conferencias de prensa que siguieron a su publicación, ni siquiera se destacó que el volumen de financiación del BEI era ya mayor que el del Banco Mundial, y que tenía, por tanto, mucho potencial macroeconómico. Tampoco se indicó que podía garantizar el equivalente de un New Deal sin necesidad de federalismo.
La Constitución también desafiaba directamente la autonomía de los gobiernos y parlamentos nacionales al recomendar una importante ampliación del ámbito de aplicación de las votaciones por mayoría cualificada. En este contexto, recordemos que «cualificada» no significaba que los Estados miembros pudieran disentir de ella, sino que el peso de un país en la votación venía determinado por su demografía, de modo que el voto de Alemania, por ejemplo, contaba más que el de Luxemburgo. En este sentido, y teniendo presente lo que se había expuesto previamente en el Tratado de Roma (1957), ese tipo de votación podía llevarse a cabo en un Consejo de ministros en el que estuvieran representados más de la mitad de los Estados miembros y el equivalente a no menos de dos tercios de la población de la UE.
Esto significaba, en teoría, que en una votación por mayoría cualificada unos Estados podían obligar a los demás a aprobar determinadas medidas políticas sin tener en cuenta el propósito de sus gobiernos, la voluntad de sus parlamentos o el parecer de sus votantes. En la práctica, sin embargo, en la época en que se redactó la constitución giscardiana, nunca se había procedido de aquel modo; los gobiernos habían tenido el suficiente sentido común para no desestabilizar a otros imponiéndoles este tipo de decisiones.5
Así pues, la Constitución representaba para las democracias nacionales una nueva amenaza, que pese a no haberse materializado todavía, y a menos que hubiera procedimientos alternativos de toma de decisiones, era susceptible de hacerlo y de dejar en minoría a los gobiernos, revocar lo que sus parlamentos estableciesen o anular decisiones de votantes de media Europa.
Giuliano Amato, que había sido primer ministro de Italia y desempeñaba por entonces la vicepresidencia de la Convención encargada de redactar la Constitución europea, era consciente de aquel riesgo y sugirió un procedimiento alternativo para la toma de decisiones. Los gobiernos podían avanzar en la adopción de políticas conjuntas si estaban dispuestos a aprobarlas en una votación que se dirimiera por mayoría. Sin embargo, las medidas aprobadas por la mayoría no serían impuestas al resto de los Estados que o bien estaban en descuerdo con ellas o bien aun no estaban en condiciones de aprobarlas.6 La introducción de facto del euro como moneda única fue un ejemplo de ese modo de proceder. La adopción de la moneda única fue aprobada por una mayoría de Estados miembros y, sin embargo, no se impuso a aquellos que habían decidido no adoptarla.
Sea como fuere, Giscard d’Estaing rechazó de plano aquella propuesta. Y los votantes de los pocos Estados —Francia, Países Bajos e Irlanda— a los que se presentó el tratado de Constitución para su ratificación finalmente lo rechazaron, habida cuenta de la amenaza que proyectaba sobre las democracias nacionales y del hecho que permitía anular decisiones de gobiernos y parlamentos nacionales.
Aparte, a Giscard no se le había invitado a esbozar una Constitución para Europa, sino solo a perfilar los principios en los que dicha constitución podría basarse. A diferencia de Luis XV, que al menos supo ver la tormenta que se cernía sobre su cabeza, Giscard no preveía ninguna crisis en caso de que los votantes de los distintos países no aprobaran su Constitución. Si, como decía Stendhal del rey, «ese hombre es el mismísimo estilo», de Giscard cabría decir que era la personificación misma del elitismo, ya que aceptó entrar a formar parte del elenco de Immortels de la Académie Française poco antes de que su Constitución, por desgracia demasiado mortal, fuese rechazada por los pocos países cuyos votantes fueron consultados.
Después de este rechazo, en junio de 2006, Jacques Chirac volvió a reclamar la necesidad de una Constitución europea más sencilla y que abordase directamente dos cuestiones estrechamente relacionadas entre sí: el déficit democrático y la necesidad de una Europa más social. Sin embargo, los gobiernos no le invitaron —ni a él, ni a nadie más; tampoco a Giuliano Amato— a acometer la redacción de un texto más breve, semejante al estadounidense. Se limitaron a eliminar algunas referencias del texto rechazado, como la relativa al himno europeo, y lo rebautizaron como Tratado de Lisboa. El nuevo-antiguo tratado fue entonces aprobado por los votantes irlandeses, los únicos a los que les fue dada la oportunidad de pronunciarse, aunque lo hiciesen en base a una oferta que no podían permitirse rechazar, pues incluía algo más que una velada amenaza de que de no aprobarse el tratado Irlanda podía ser expulsada de la Unión.
Pero las encuestas de opinión mostraban que el rechazo a la Constitución no se debía a que hubiera una mayoría «contraria a Europa». Una encuesta realizada por Gallup en Francia en junio de 2005 mostraba que el 83% de los votantes en contra consideraban «bueno pertenecer a la UE». El mismo porcentaje también pensaba que votar «No» iba a dar la oportunidad de construir una Europa más social, mientras que el 80% exigía un tratado que «defendiese mejor los intereses y los puestos de trabajo de su propio país.»7

IMPRESIONES, EQUÍVOCOS Y LA AUSTERIDAD

La crisis arreció en la zona euro debido a que las agencias de calificación fijaron su mirada en los gobiernos europeos, cuyo endeudamiento, en determinados casos, se disparó con el rescate de entidades bancarias inmersas en la especulación de derivados financieros, los mismos que aquellas agencias de calificación habían considerado tan seguros como las obligaciones de deuda pública. La crisis, sin embargo, no la provocaron las agencias de calificación. Fue un fracaso político. Las agencias habían calificado la deuda soberana de los países de la zona euro según tipos de interés bajos y similares entre sí, hasta que fue más que evidente que Alemania, Austria, los Países Bajos y Finlandia no iban a brindar su apoyo a países como Grecia, Portugal e Irlanda, extremadamente endeudados después de haber rescatado a los bancos de aquella locura especulativa.8
En realidad, las agencias entendieron más rápido que los gobiernos que Europa no saldría de la crisis a base de recortes y austeridad. Cuando, en enero de 2012, Standard & Poor’s rebajó la calificación de la deuda de una docena de países de la zona euro, señaló que las principales razones eran la deuda y la reducción simultánea del gasto público y privado, el consiguiente debilitamiento del crecimiento y la palmaria incapacidad de los polític...

Índice

  1. Introducción
  2. Capítulo 1. la democracia en entredicho
  3. Capítulo 2. de gaulle dice no
  4. Capítulo 3. de gaulle da el sí
  5. Capítulo 4. por una europa social
  6. Capítulo 5. desde delors hasta juncker
  7. Capítulo 6. Desplazamiento, negación, deflación
  8. Capítulo 7. No sólo una «vuelta a Keynes»
  9. Capítulo 8. activar la democracia
  10. Capítulo 9. Economías eficientes y sociedades eficientes
  11. Capítulo 10. Más allá de una Europa alemana
  12. Anexo. Una modesta propuesta para resolver la crisis de la zona euro
  13. Índice de figuras y tablas
  14. Tabla de abreviaturas
  15. Agradecimientos
  16. Notas