Americo Vespucio
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Americo Vespucio

La historia de un error histórico

  1. 302 páginas
  2. Spanish
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Americo Vespucio

La historia de un error histórico

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Zweig desentierra en esta obra los motivos por los cuales Américo Vespucio dio su nombre a un continente recién descubierto, una historia de altibajos y errores que se convierten en verdades. Vespucio no era un mentiroso o un estafador; no pretendió ser un gran filósofo ni buscó la gloria de dar su nombre al Nuevo Mundo.La gloria la hizo la casualidad, un impresor que, a su vez, nunca soñó que daría a un desconocido tanto renombre. Zweig sigue con acierto el desarrollo de esta historia que tiene el encanto de una novela, convirtiendo un tema árido en un argumento apasionado, palpitante de interés y de misterio. En otras palabras, consigue humanizar un personaje desmenuzado por los estudiosos, en una novela que es historia y una historia que es vida.

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Información

Año
2019
ISBN
9788494969348
Categoría
Literature
¿Quién fue el hombre que dio el nombre de «América» a América?
Cualquier estudiante, sin ningún reparo, podría contestar a esta pregunta: Américo Vespucio.
Mas ante la siguiente pregunta, incluso los adultos se sienten inseguros y vacilan: ¿Por qué se bautizó a esta parte del mundo, precisamente con el nombre de pila de Américo Vespucio? ¿Porque Vespucio descubrió América? ¡Jamás lo hizo! ¿O quizá, porque fue el primero en pisar tierra firme en lugar de poner el pie sólo en las islas situadas delante? Tampoco sería ésta la razón puesto que no fue Vespucio el primero en poner pie en el continente sino que lo fueron Colón y Sebastián Cabot. ¿Acaso porque sostiene falsamente haber echado amarras el primero en este lugar? Vespucio nunca reclamó este título ante instancia legal alguna. Siendo erudito y cartógrafo ¿acaso propuso con toda ambición su nombre para este continente? No, ni lo hizo ni, probablemente, tampoco se enteró en vida de la elección de tal nombre. Pero, si no hizo nada de todo esto ¿por qué, precisamente, se le honró a él inmortalizando su nombre para siempre? Y ¿por qué América no se llama Colombia sino América?
El cómo sucedió es un verdadero desbarajuste de casualidades, errores y malentendidos. Es la historia de un hombre que, gracias a un viaje que nunca emprendió y el cual tampoco nunca sostuvo haber emprendido, alcanzó el inmenso honor de dar su nombre propio a una cuarta parte de nuestra Tierra. Desde hace cuatro siglos, este nombre sorprende y fastidia al mundo al mismo tiempo. Una y otra vez se acusa a Américo Vespucio de haber conseguido capciosamente este honor a través de maquinaciones oscuras y desleales; y este proceso a causa del «engaño por declaración dolosa» fue tratado por eruditas y diferentes autoridades en la materia. Unos declararon a Vespucio inocente, otros le condenaron a deshonra perpetua y cuanto más categóricamente le declaraban sus defensores inocente, con más pasión sus detractores le acusaban de mentir, falsificar y robar. Hoy en día, todas estas polémicas con sus hipótesis y pruebas a favor y en contra ocupan ya una biblioteca entera. Para unos, el padrino de América es un amplificator mundi, uno de los grandes amplificadores de nuestra Tierra, un descubridor, un navegante, un erudito de alto rango; para otros es el estafador y timador más impertinente de la historia de la geografía.
¿De qué lado está la verdad, o dicho con más cautela: la mayor probabilidad?
En la actualidad, el caso Vespucio ya no es un problema geográfico o filológico. Es un juego de lógica que cualquier curioso puede intentar solucionar. Además, se trata de un juego que es posible abarcar con facilidad al tener tan pocas fichas, puesto que toda la obra escrita de Vespucio que se conoce, con todos sus documentos incluidos, llega a sumar entre cuarenta y cincuenta páginas. Así que yo también me he permitido volver a colocar las piezas para repasar de nuevo, jugada tras jugada, esta famosa partida maestra con todas sus sorprendentes campañas.
La única condición de naturaleza geográfica que exige mi exposición al lector es olvidarse de todo lo que sabe de geografía gracias a nuestros atlas completos y, de entrada, borrar por completo de su mapa interior la forma, la configuración e incluso la existencia de América. Sólo el que sea capaz de sumergir su alma en la oscuridad, en la incertidumbre de aquel siglo, podrá comprender en su totalidad la sorpresa, el entusiasmo de aquella generación cuando los primeros contornos de una Tierra insospechada empezaron a dibujarse, emergiendo de lo que, hasta ese momento, carecía de orillas. Pero la humanidad quiere poner un nombre a todo lo nuevo. Cuando siente entusiasmo, quiere gritar de júbilo y expresar su gozo. Así que fue un afortunado día cuando, de pronto, el viento de la casualidad le lanzó un nombre; y sin preguntarse por la justicia o injusticia, acogió con impaciencia esta palabra sonora y vibrante y saludó a su Nuevo Mundo con el nombre eterno de América.
La situación histórica
Anno 1000. Un profundo sueño turbador pesa sobre el mundo occidental. Los ojos están demasiado cansados para velar por el entorno, los sentidos demasiado agotados para que surja la curiosidad. El espíritu de la humanidad está paralizado, ya no quiere saber nada más del Mundo. Y aún llega a ser más extraño: incluso lo que ya sabía, lo olvida de manera incompresible. Se olvidó de leer, escribir, calcular, ni siquiera los reyes y emperadores de Occidente son capaces ya de firmar con su nombre propio un pergamino. Las ciencias se convirtieron en momias. La mano terrenal ya no sabe reproducir el propio cuerpo mediante dibujos y esculturas. Sobre todos los horizontes se extiende, en cierto modo, una niebla impenetrable. Ya no se viaja, ya no se sabe nada acerca de otros países. Se atrinchera en las fortalezas y ciudades protegiéndose contra los pueblos salvajes que irrumpen una y otra vez desde Oriente. Se vive en la angostura, se vive en la oscuridad, se vive sin coraje... un pesado sueño aturde al mundo occidental.
A veces, a esta pesada somnolencia aturdidora le sobreviene el incierto recuerdo de un mundo diferente, más amplio, de más colores, más luminoso, más animado, lleno de acontecimientos y aventuras. ¿Acaso todos los países no tenían vías por las que desfilaban las legiones romanas y, detrás de aquellas, los lictores, los guardianes del orden, los hombres de la justicia? ¿Acaso no existía un hombre llamado César que conquistó Egipto y Bretaña a la vez? ¿No fueron las trirremes a los países más allá del Mediterráneo donde, desde hace tiempo ya no se atreve a navegar barco alguno por miedo a los piratas? ¿Acaso no avanzó el rey Alejandro hasta la India, aquel país maravilloso, y volvió por Persia? ¿No había antiguamente sabios capaces de leer las estrellas, que conocían la configuración del mundo y los secretos de los seres humanos? Acerca de ello, deberíamos leer en los libros. Pero ya no hay libros. Deberíamos viajar y ver otros países. Pero ya no hay vías ni caminos. Quizá, todo fue sólo un sueño.
Y entonces: ¿para qué esforzarse? ¿Para qué reunir fuerzas si todo ha llegado a su fin? El año 1000, así se proclama, será el año del fin del mundo. Dios les ha condenado por haber cometido demasiados pecados, según predican los sacerdotes desde el púlpito, y el primer día del nuevo milenio será el día del comienzo del Juicio Final. Consternados, con la ropa hecha jirones, la gente acude en masa a las procesiones con velas encendidas. Los campesinos abandonan los campos, los ricos venden y despilfarran sus bienes. Porque mañana vendrán los jinetes del Apocalipsis con sus pálidos corceles; se acerca el Día del Juicio. Y miles y miles de personas se arrodillan en las iglesias esperando ser arrojadas a la eterna oscuridad.
Anno 1100. No, no fue el fin del mundo. De nuevo, Dios fue misericordioso con la Humanidad. Puede seguir viviendo. Mas, debe seguir viviendo para atestiguar su bondad, su grandeza. Hay que darle las gracias por su clemencia. Hay que elevar las gracias hacía el cielo y así se levantan las iglesias y las catedrales, aquellos pilares de piedra de la oración. Y hay que manifestar su amor por Jesucristo, el mediador de su benevolencia. ¿Acaso puede tolerarse que el lugar de su sufrimiento y su sagrada sepultura siga en las manos desalmadas de los paganos? ¡Arriba, caballeros de Occidente, arriba, todos los creyentes hacia el Oriente! ¿No escuchasteis la llamada? «¡Es la voluntad de Dios!» ¡Salid de las fortalezas, de los pueblos, de las ciudades! ¡Poneos en marcha, adelante, comienza la Cruzada por tierra y por mar!
Anno 1200. Conquistaron el Santo Sepulcro y lo perdieron de nuevo. Una Cruzada en vano, pero no del todo. Porque con este viaje, Europa despertó. Sintió su propia fuerza, midió su propio coraje, volvió a descubrir cuántas novedades y otredades tienen su lugar y su hogar en esta Tierra de Dios: otros espacios, otros frutos, otras telas y personas y animales y costumbres bajo un cielo diferente. Sorprendidos y avergonzados, los caballeros y sus campesinos y sus siervos se dieron cuenta de la vida tan aturdida que llevaban en su región, en Occidente y cuan ricos, cuan refinados eran los sarracenos. Aquellos paganos que desde la lejanía eran despreciados, tienen unas telas suaves, lisas y frescas de seda india, unos frondosos tapices de colores brillantes de Bujara, tienen especies, hierbas y aromas que estimulan y animan los sentidos. Sus barcos navegan hacia los países más lejanos para traer esclavos y perlas y minerales relucientes. Sus caravanas desfilan por los caminos en viajes infinitos. No, no se trata de gente salvaje como se creía. Conocen la Tierra y sus secretos. Tienen mapas y tablas donde todo queda escrito y registrado. Tienen sabios que conocen el curso de las estrellas y las leyes por las que se mueven. Han conquistado mares y tierras, se han apropiado de todas las riquezas, de todos los comercios, de todos los placeres de la vida aún sin ser mejores guerreros que los de la caballería alemana o francesa.
Pero ¿cómo lo hicieron? Han estudiado. Tienen escuelas y en sus escuelas están las escrituras que todo lo transmiten y explican. Están versados en la sabiduría de los antiguos eruditos de Occidente a la que añadieron sus propios conocimientos. Porque hay que estudiar para conquistar el mundo. No se deben malgastar las fuerzas en torneos y comilonas. También hay que tener una mente flexible, aguda y ágil como un acero toledano. O sea ¡aprender, pensar, estudiar, observar! En impaciente carrera, las universidades se suceden la una a la otra, las de Siena y de Salamanca, de Oxford y de Toulouse. Cada país quiere adueñarse de la ciencia. Después de muchos siglos de indiferencia, el hombre occidental vuelve a ahondar en los secretos de la Tierra, del cielo y del ser humano.
Anno 1300. Europa se ha liberado de la cogulla teológica que le impidió la libre mirada sobre el mundo. No tiene sentido alguno pensar siempre en Dios, no tiene sentido, interpretar una y otra vez los antiguos escritos escolásticos y discutir sobre ellos. Dios es el creador y dado que creó al hombre a su imagen y semejanza, lo quiere creativo. Los griegos y romanos han dejado sus modelos en todas las artes, todas las ciencias. Quizá pueda alcanzarse, pueda saberse lo que, antaño, supo la Antigüedad. Tal vez, incluso, pueda superarse. Una audacia desconocida se desata en Occidente. Vuelven a escribirse poemas, a pintar, a filosofar y ¡vaya! lo consiguen. Les sale de maravilla. Nace un Dante y un Giotto, un Roger Bacon y los maestros de las catedrales. Apenas movió por vez primera las alas deshabituadas desde hace tanto tiempo, la mente liberada se abre camino impetuosa en todas las direcciones.
Pero ¿por qué la Tierra sigue siendo tan estrecha? ¿Por qué el mundo terrestre y geográfico está tan limitado? Por todas partes no hay más que mar y mar y más mar por todas las costas y con ello lo desconocido y prohibido, este Océano inalcanzable con la vista, ultra nemo scit quid contineatur, del que nadie sabe qué es lo que esconde. Sólo en el Sur, pasando por Egipto, hay un camino que conduce a los países de ensueño de las Indias. Pero está cortado por los paganos. Y ningún mortal debe atravesar las columnas de Hércules, el estrecho de Gibraltar. Según las palabras de Dante será por toda la eternidad el fin de todas las aventuras:
…quella foce stretta
Ov’Ercole segnò li suoi riguardi
Acciocchè l’uom più oltre bon si metta.
¡Ay! Ningún camino lleva al mare tenebrosum, ningún barco que encauce su quilla hacia este desierto tenebroso volverá. El hombre ha de vivir en un espacio que no conoce; está encerrado en un mundo cuya extensión y configuración, difícilmente descubrirá.
Anno 1298. Dos ancianos barbudos acompañados por un hombre joven que parece ser hijo de uno de ellos, atracan con su barco en Venecia. Van vestidos con ropa extraña que nunca se había visto en el Rialto: largos mantos gruesos guarnecidos con pieles y insólitos adornos. Pero más extraño aún resulta ser que estos tres amigos hablen el dialecto veneciano más auténtico y aseguren proceder de Venecia, llamarse Polo y Marco Polo el más joven. Naturalmente no hay que tomar en serio lo que cuentan. Que hace más de dos décadas viajaron desde Venecia hasta Mangi, hasta la China pasando por los imperios moscovitas, por Armenia y Turkestan y que vivieron allí en la corte de Kubla Khan, el soberano más poderoso del Mundo. Dicen que viajaron por todo su reino gigantesco que en comparación con Italia, sería como un clavel al lado del tronco de un árbol. Que habían llegado hasta el límite del Mundo donde, de nuevo, está el Océano. Cuando, después de muchos años, el gran Khan les dispensó de sus servicios dándoles abundantes regalos, volvieron a su patria por este Océano. Primero dicen haber pasado por Zipangu y por las Islas de las Especies y la gran isla Tapropane (Ceilán) y después por la bahía persa para regresar felizmente vía Trapezunt.
Los venecianos escuchan a los tres hombres y se ponen a reír. ¡Vaya cuentistas más divertidos! ¡Hasta ahora, nunca un cristiano llegó a toparse con aquel Océano por el otro extremo, ni puso el pie en las islas de Zipangu y Tapropane! Imposible. Pero la familia Polo invita a la gente a su casa y muestran los regalos y las piedras preciosas. Los escépticos, que juzgaron a la ligera, reconocen con asombro que sus compatriotas llevaron a cabo los descubrimientos más audaces de su tiempo. Su reputación se expande a los cuatro vientos por todo Occidente y hace renacer de nuevo la esperanza: sí que es posible llegar a la India. Puede llegarse hasta estas regiones, las más ricas de la Tierra y, desde allí, seguir entonces al otro extremo del Mundo.
Anno 1400. Llegar hasta la India se ha convertido ahora en el gran sueño del siglo. Y resulta ser también el sueño de la vida de un solo hombre: del príncipe Enrique de Portugal que la Historia llama Enrique el Navegante aunque él mismo nunca navegó por el Océano. Pero dedica su vida y su ambición a este sueño único de pasar a donde nacen las especerías, a las islas Índicas, de llegar a las Molucas donde crecen la canela, la pimienta y el jengibre tan valiosos que, en aquellos tiempos, los comerciantes italianos y flamencos cobraban a peso de oro. Los otomanos han cerrado el Mar Rojo, el camino más cercano, a los «rumis», los «paganos», quedándose como monopolio con este lucrativo negocio. ¿Acaso no sería un acto beneficioso y, a su vez, una cruzada cristiana dejar en la estacada a los enemigos de Occidente? ¿Acaso no podría darse la vuelta por África para llegar a las Islas de las Especies? Los libros antiguos hablan de la extraña historia de un barco fenicio el cual, hace cientos de años, regresó de un viaje de dos años desde el Mar Rojo a Cartagena, doblando el cabo africano. ¿Sería posible conseguirlo de nuevo?
El príncipe Enrique convoca a los eruditos de aquel tiempo. En la punta más extrema de Portugal, el Cabo Sagres, donde el infinito mar Atlántico cubre los arrecifes con su espuma, se construye una casa en la que tiene una colección de mapas y mucha información náutica. Cita a astrónomos y pilotos, uno tras de otro. Para los viejos eruditos, atravesar el Ecuador es una empresa imposible. Se remiten a Aristóteles, Strabo y Ptolomeo, los sabios de la Antigüedad. Cerca del Trópico el mar se vuelve espeso, mare pigrum, y el sol perpendicular quemaría los barcos. Nadie puede vivir en estas zonas, ningún árbol, ni una brizna de hierba crecería allí. Los navegantes se morirían de sed en el mar y en tierra se morirían de hambre.
Pero hay otros eruditos, judíos y árabes, que van en contra de esas afirmaciones. Vale la pena arriesgarse. Los comerciantes moriscos debieron inventar esos cuentos para desanimar a los cristianos. Hace tiempo que el geógrafo Edrisi descubrió que en el Sur hay un país fructífero, Bilad Ghana (Guinea), donde, atravesando el desierto, los moriscos iban a buscar sus esclavos negros. Y que habían visto mapas, mapas árabes, que indican el camino alrededor de África. No hay nada que se oponga a navegar a lo largo de la costa, precisamente ahora que los nuevos instrumentos permiten determinar las latitudes y las brújulas procedentes de la China indican la dirección del Polo. No hay nada que se oponga siempre y cuando se construyan barcos más grandes y en mejores condiciones para la navegación. El príncipe Enrique da las órdenes. Y la gran proeza toma su rumbo.
Anno 1450. La gran proeza tomó su rumbo: esta gran e inmortal hazaña portuguesa. En 1419 se descubrió Madeira o, mejor dicho, se redescubrió. En 1435 se conocen las insulae fortunatae de la Antigüedad que durante tanto tiempo fueron un enigma. Casi ca...

Índice

  1. Portada
  2. Américo Vespucio
  3. Presentación. ¿Américo y América?
  4. Amércio Vespucio. La historia de un error histórico
  5. Situación histórica
  6. Índice
  7. Sobre este libro
  8. Sobre Stefan Zweig
  9. Créditos