LA DISOLUCIÓN POSTMODERNA: DEL COMPOSITOR AL PRODUCTOR
Sobre esta cuestión, las palabras de Alex Ross se hacen necesarias. Coincidiendo con una visita suya a Barcelona siguiendo el rastro intelectual y social que ha ido dejando Richard Wagner desde la fecha de su muerte en 1887 —asunto que centrará su próximo libro, Wagnerism: Art in the shadow of music—, tuve la oportunidad de entrevistarle y le planteé la misma pregunta que estructura este ensayo: ¿dónde están los compositores del presente? ¿Realmente se acabó la música «clásica» en los años 80?
La respuesta de Ross no fue nada sorprendente: él tampoco parecía saber.
—Justo después de los años setenta —explicaba— se hizo cada vez más difícil escuchar la música del presente de una manera correcta, había una clara ausencia de perspectiva y quizá todavía sea muy pronto para tenerla clara. Por eso El ruido eterno acababa con unas simples notas sobre lo que había sucedido en esos últimos años del siglo XX. Pero tienes razón en lo que dices, ciertamente los años setenta fue el último gran periodo de la música contemporánea que se ha podido sistematizar de una manera ordenada a partir de las dos grandes corrientes de aquellos años, el espectralismo y el minimalismo. ¿Qué ha sucedido después? Pues que resulta más difícil identificar tendencias. Quizá esto no sea un problema y no nos haga falta tener nuevos «ismos» todo el tiempo (¡aunque para los críticos y los escritores sí que es un problema!).
Las razones de esta ausencia de centros de gravedad —algo, por otra parte, muy propio de la época postmoderna que justo llegaba en los 70, cargada de desorientación por la disolución de las antiguas certezas de la modernidad, que aniquilaban todas las seguridades del ser humano y lo dejaban errando como una mota de polvo por el espacio— son diversas. Una de las razones es simplemente técnica, y tiene que ver con la progresiva muerte del compositor tal como se había entendido hasta entonces. La palabra compositor está en desuso en el vocabulario habitual de la música porque, en definitiva, ya no significa nada (o lo significa todo). Como indica el crítico Adam Harper en Infinite music. Imagining the next millennium of human music-making (Zero Books, 2010), un ensayo que intenta predecir cómo puede ser la música de los próximos mil años a partir de un argumento perogrullesco —las combinaciones son prácticamente infinitas y por tanto la música tendrá que ser necesariamente nueva y distinta en el futuro—, «el compositor es un artista cuyas decisiones artísticas se refieren principalmente a la producción de sonido».
Cualquier emisión organizada de sonidos es música —incluso el silencio utilizado en un contexto musical—, y cualquier emisor de sonidos, por tanto, es compositor. Es un marco de comprensión que John Cage estableció con pulcritud en sus escritos y en sus obras, y que dinamitó para siempre las jerarquías entre el «gran» compositor —si se entiende según la acepción romántica, personalizada en figuras totémicas del peso de Brahms, Wagner o Beethoven— y cualquier otro creador de sonidos, ya fuera un autor de canciones populares, un pianista de jazz o un creador experimental que trabaja con fuentes absolutas como el ruido, el silencio o frecuencias de onda lejos del rango de percepción habitual para el oído humano. Este progresivo avance de otras músicas —y no necesariamente populares— al margen del patrón clásico, y que fue ocupando cada vez más espacios públicos, académicos y comerciales hasta llegar a su cúspide en los años ochenta y noventa, barrió con las viejas convenciones y certezas de la cultura occidental y dejó a la música contemporánea a la deriva, con un cartel en su camino que anunciaba el consabido «bienvenidos a la postmodernidad».
Sin embargo, aunque cualquier persona que trabaje con sonidos es un compositor, habrá siempre buenos y malos compositores, compositores audaces y conservadores, genios y estafadores, del mismo modo que cualquier persona que empuñe un pincel es técnicamente un pintor, pero no cualquiera puede ser Picasso. Lo que sí ha disminuido es la identificación unilateral del compositor con una persona que trabaja individualmente y escribe su música sobre el papel: gracias al jazz y al pop, y por supuesto a la música electrónica, se asume que la composición puede ser colectiva, a partir de ideas laxas —la improvisación que se da en los conjuntos de jazz siguiendo un motivo de partida del que cada músico elabora sus variaciones al vuelo para luego regresar al punto en el que se empezó—, y no necesariamente sobre papel: la cinta magnética, la memoria de un ordenador o la ausencia absoluta de soporte (en el caso de la improvisación libre) son herramientas de fijación tan útiles para el compositor como lo han sido durante siglos los neumas y el pentagrama. Por eso, hoy tiene más recorrido el concepto productor —alguien que obtiene un resultado musical a partir de la gestión, sobre una mesa de mezclas o con un software de edición, de diferentes sonidos organizados para «componer» una obra final, aunque no definitiva (pues siempre se puede «remezclar») .
Incluso así, no obstante, el compositor tal como siempre se ha entendido sigue existiendo y existirá. El reto para los historiadores de la música en el sentido tradicional está en decidir si finalmente se acepta en el corpus de los siglo XX y el xxi a creadores que no provienen necesariamente de los conservatorios y de las escuelas de composición, y en caso de hacerlo, en qué términos exactos.
¿Aceptaríamos, pongamos por caso, a la islandesa Björk? ¿Autores de música para piano con apoyo electrónico como Nils Frahm, Francesco Tristano o Sylvain Chauveau forman parte de «la música clásica»? ¿Y qué hacemos con formaciones como Radiohead, que tienen su punto de partida en el rock pero han expandido su universo creativo con estructuras rítmicas quebradas, ornamentación electrónica y una tendencia hacia la grandiosidad que en el propio rock se despacha displicentemente como «sinfónica»? ¿Qué mundo tienen más cerca bandas como These New Puritans, el del rock independiente o el del free jazz y las partes vocales de óperas de Benjamin Britten como Death in Venice?
Muchos artistas de los citados componen simultáneamente en el pentagrama y en el ProTools, sus raíces están en la tonalidad occidental —aunque la diluyan en un océano atonal cuando convenga— y pueden citar a compositores como Morton Feldman, György Ligeti o Krzysztof Penderecki como influencias innegociables junto a Pink Floyd, Aphex Twin o John Coltrane.
El antiguo compositor es una figura irrecuperable: un mito sobre un pedestal, respetado con celo y cuyo legado se conserva y reinterpreta de manera respetuosa en abundantes grabaciones de estudio o en auditorios engalanados con las orlas doradas de los viejos imperios por músicos vestidos elegantemente con fracs y largas faldas plisadas. Su música puede vivir en el momento —de hecho, vive con vigor: jamás deberíamos dar la espalda al genio de Mozart o de Bach—, pero cualquier intento de adaptarlos a los nuevos tiempos se observa con suspicacia: son cosas, como decía aquel libro de relatos de Manuel Vicent, sobre las que no deberíamos poner nuestras sucias manos.
El compositor moderno es otra cosa: para algunos es sólo alguien que trabaja con medios limitados y anticuados, que traza series dodecafónicas en una partitura o inventa nuevas escrituras en las que aparecen signos extraños y secciones enteras de música representadas como dibujos, como esas delineaciones de Iannis Xenakis que, más que pentagramas, parecían planos arquitectónicos. No improvisa y no graba hasta que un intérprete no lea su partitura. En definitiva, se acercaría a la idea de dinosaurio, si no fuera porque algunos compositores establecidos desde los años 80 y hasta ...