SINOPSIS
Los primeros años del siglo XX desencadenan una orgía científica: nombres como Planck, Einstein, Heisenberg, Pauli y Born revolucionan sus disciplinas; luego el entusiasmo acaba convirtiéndose en una decepción total, y en una cierta sensación de que la física se halla en un callejón sin salida. En el siglo xix la idea de la evolución de Darwin pone fin a siglos de superstición; su deriva, en cambio, concluye en un combate entre sociobiólogos y darwinistas de izquierda, no demasiado satisfechos con la tesis de que el ser humano se mueve por interés propio. Hoy la neurociencia ocupa gran parte de la atención mediática, y los diarios nos sorprenden eventualmente con titulares del tipo «el libre albedrío ha muerto».
Física y cosmología, biología evolutiva y genética, psicología cognitiva y neurociencia, son algunas materias donde hoy se están dando descubrimientos asombrosos. O todo lo contrario. En La venganza de la realidad, Daniel Arjona nos eleva al centro de las más enconadas discusiones científicas hoy, y apuesta por una tendencia inequívoca: estamos asistiendo a una retirada de los elementos más subjetivistas y confusos de la ciencia moderna. La realidad ha vuelto para vengarse.
INTRODUCCIÓN ACELERADA
«Hemos creado una civilización de la Guerra de las Galaxias, con emociones de la Edad de Piedra, instituciones medievales y tecnología que parece de dioses.»
—Edward O. Wilson—
Es increíble lo que podemos hacer. Deducimos la edad del universo hasta el cuarto decimal (13,7301 miles de millones de años), lo medimos (93.000 millones de años luz) y somos capaces de relatar al detalle lo que ocurrió en sus tres primeros minutos. Hemos ordenado además las fuerzas y partículas elementales en una hoja de cálculo que llamamos modelo estándar, cuyas afirmaciones y predicciones han sido comprobadas con exactitud. Podemos rastrear nuestro ADN mitocondrial con precisión hasta localizar a Eva, el primer ancestro, en la sabana del África Oriental hace 200.000 años, y secuenciar nuestro genoma con tal velocidad y economía que dentro de poco nos lo serviremos en casa mientras tomamos café. Podemos al fin comprender las causas psicológicas de muchas de nuestras acciones, construyendo en torno a la conciencia un panóptico en observación las 24 horas desde atalayas evolutivas y hormonales conocidas.
Más increíble es lo que aún no podemos hacer. El 96% del universo está formado por algo que llamamos materia oscura (23%) y energía oscura (73%). Pero estos sugerentes apelativos no sirven más que como mención a nuestra ignorancia. No podemos explicar qué demonios son aunque tienen que estar ahí. El modelo estándar de la física funciona, sí, pero bajo un caprichoso sistema de pesos y medidas cuyas razones estamos muy lejos de comprender. Tampoco sabemos qué hacer con la gravedad, la fuerza intuitivamente más presente en nuestras vidas y a la vez la más huidiza para la física, que no logra integrarla en sus esquemas cuánticos salvo cuando inventa teorías infalsables con montones de dimensiones espaciales extra. Es cierto que localizamos a Eva y pusimos en fila india a nuestros 30.000 genes, pero apenas podemos averiguar cómo se organizan entre sí, por qué la mayor parte de ellos parecen simples chupatintas sin función y, para colmo, la epigenética acaba de hacer una entrada estelar en la cacharrería cambiando todas las cosas de sitio. Ah, y nuestro férreo marcaje a la mente humana, que tantas sorpresas anti-intuitivas ha propiciado, aún no logra deducir cómo emerge y funciona ese capitán al mando que llamamos conciencia, el cual no informa al gabinete de guerra de nuestra vida consciente del 80% de sus subrepticias actividades.
Lo que aún no podemos hacer. ¿Lo haremos en el futuro?
Si miramos hacia atrás y sopesamos lo logrado, la respuesta bien pudiera ser afirmativa. Pero están por ver cuán nuevas y vertiginosas grietas de ignorancia se abrirán a nuestro paso a medida que avancemos. No importa, tras más de un siglo de debates paradigmáticos y algo bizantinos, la visión generalizada que los científicos (y la parte ilustrada de la sociedad) tienen de su trabajo no es la de un grotesco baile de disfraces teóricos intercambiables, sino la de una manada de lobos que se aproxima a su pieza desde distintas direcciones. La pieza es la realidad: con singular redoble, los árboles caídos suenan en el bosque cuando nadie está allí para escucharlos.
La postmodernidad está desahuciada y no merece más atención. Se enseñorea sin apenas enemigos en la cultura y las artes. Pero en lo que respecta a la comprensión de la realidad, lejos quedan los tiempos en que los filósofos creyeron poder echar mano de sus últimos petardos para defender una maltrecha barricada ante la ciencia. Sokal señaló la desnuda impostura del emperador y hoy no hay color entre las pasiones y corrimientos cerebrales que abren la cosmología, o las neurociencias y la autorreferencialidad triste de los últimos estertores meta-metafísicos. No, lo cierto es que, en el último siglo y medio, el principal motivo de inquietud que laminaba la existencia de una realidad independiente de subjetividad alguna, predecible y mensurable, surgió… de la ciencia misma.
Las siguientes páginas pretenden dibujar una panorámica de la ciencia moderna en el momento actual de su desarrollo, señalar los principales retos a los que se enfrenta y situar al lector en el centro de sus más enconadas polémicas irresueltas. La «ciencia moderna» es demasiado basta y prolija. Nos ceñiremos a tres dominios de frontera, aquellos que, en los últimos tiempos, han vivido los más prometedores avances y presumen de las más tentadoras posibilidades futuras, pero también aquellos en los que las brújulas dejan de funcionar y las certezas saltan en pedazos. En el primer capítulo sobrevolaremos la reciente historia de la física y la cosmología, cuyo punto de llegada podría valorarse como el mayor triunfo de la historia de la inteligencia humana o su más estrepitoso desastre. En el segundo capítulo seguiremos la veta de nuestra humanidad a través de la falla de la evolución biológica; los genes serán nuestras migas de Pulgarcito. Las neurociencias y la psicología cognitiva son las chicas mimadas de la ciencia actual, puro y actualísimo mainstream de tonos tan atractivos como inquietantes, a los que dedicaremos el tercer y último capítulo.
De paso, sin mayores pretensiones pero también sin disimulo, defenderemos que los últimos movimientos parecen apuntar a una retirada en ciernes de los elementos más subjetivistas y confusos de la ciencia moderna, cuyo funcionamiento irreprochable, avalado por innumerables experimentos, coexistía con la lúgubre sensación de que algo fundamental se nos estaba escapando. La realidad ha vuelto para vengarse.
CAPÍTULO 1
¿DESASTRE?
Física / Cosmología
«Penny: ¿Qué hay de nuevo en el mundo de la física?
»Leonard: Nada
»Penny: ¿En serio? ¿Nada?
»Leonard: Bueno, a excepción de la teoría de cuerdas no ha pasado casi nada desde los años treinta, y la teoría de cuerdas no se puede demostrar, sólo puedes decir: “¡Eh, escuchad, mi teoría tiene cierta lógica y consistencia interna!”
»Penny: Ahhh. Bueno, ya surgirá algo.»
—The Big Bang Theory—
Alguien se dejó el horno encendido. El siglo xix ha echado el freno, el xx arranca con lentitud y hay un hombre absorto frente al horno de su cocina. Corre el año 1900 y Max Planck busca en Berlín una explicación para algunas conclusiones desconcertantes de la física de su tiempo que aseguran que la energía dentro de un horno encendido es infinita. Hace demasiado calor en la cocina. El infinito molesta indeciblemente a los científicos, su sorpresiva aparición en cualquier laboratorio es siempre una señal de alarma, de que algo no están haciendo bien. Planck da con la solución. Si abandonaba la idea de que la energía se transmite como una onda continua e infinitamente divisible, y la sustituía por una serie de minúsculos paquetes indivisibles llamados quantums (determinados por la constante de Planck), todas las paradojas se esfumaban. Claro que, como en esas historias de viajes en el tiempo en las que un minúsculo acto desencadena devastadores efectos futuros, la solución al dilema del horno (o del cuerpo oscuro) fundaba nada menos que una nueva teoría, la física cuántica, destinada a revolucionar la historia de la ciencia.
Un joven empleado de la oficina de patentes en Berna, Suiza, sigue por esos años con atención las discusiones sobre la naturaleza de la luz hasta que se decide a dar su opinión. Estamos en 1905, año cuya sola mención pone más feliz a un físico que el anuncio de una nueva temporada de Doctor Who. En aquel annus mirabilis y en una secuencia irreprochable de artículos, el oficinista Albert Einstein se asomaba a la otra gran teoría científica del siglo XX, la relatividad, con el tiempo pareja de baile, no precisamente agarrado, de la teoría cuántica. Por cierto que uno de aquellos milagrosos artículos afianzaba los descubrimientos de Planck sobre la cuantificación de la luz convirtiendo así a Einstein en eminente precursor de una disciplina de la que, según la versión escolar de la historia, siempre sería furibundo enemigo.
Ustedes lo habrán oído. La relatividad, más en concreto la teoría de la relatividad general de 1915, y la teoría cuántica que alcanza su culminación en 1925-1926 son enemigas mortales. La primera explica lo muy grande, y lo hace anclando la atracción gravitatoria entre cuerpos gigantescos como estrellas y galaxias en la estructura misma del espacio-tiempo. La segunda describe lo muy pequeño, los constituyentes básicos de la materia y las fuerzas que des...