Asalto al paraíso
eBook - ePub

Asalto al paraíso

  1. 350 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
eBook - ePub

Asalto al paraíso

Detalles del libro
Vista previa del libro
Índice
Citas

Información del libro

Esta obra obtuvo el Premio Sor Juana Inés de la Cruz, de la Feria del LIbro de Guadalajara, México, a la mejor novela escrita por mujer en lengua española en 1995. Con admirable energía, Lobo revela la prolífica vida de la ciudad colonial de Cartago, que provee un típico surtido de políticos corruptos, vanidosos aristócratas, empresarios codiciosos, clérigos pecaminosos y una abigarrada variedad de desafortunados de las clases bajas, cuyos destinos son manejados duramente por los que tienen el control.

Preguntas frecuentes

Simplemente, dirígete a la sección ajustes de la cuenta y haz clic en «Cancelar suscripción». Así de sencillo. Después de cancelar tu suscripción, esta permanecerá activa el tiempo restante que hayas pagado. Obtén más información aquí.
Por el momento, todos nuestros libros ePub adaptables a dispositivos móviles se pueden descargar a través de la aplicación. La mayor parte de nuestros PDF también se puede descargar y ya estamos trabajando para que el resto también sea descargable. Obtén más información aquí.
Ambos planes te permiten acceder por completo a la biblioteca y a todas las funciones de Perlego. Las únicas diferencias son el precio y el período de suscripción: con el plan anual ahorrarás en torno a un 30 % en comparación con 12 meses de un plan mensual.
Somos un servicio de suscripción de libros de texto en línea que te permite acceder a toda una biblioteca en línea por menos de lo que cuesta un libro al mes. Con más de un millón de libros sobre más de 1000 categorías, ¡tenemos todo lo que necesitas! Obtén más información aquí.
Busca el símbolo de lectura en voz alta en tu próximo libro para ver si puedes escucharlo. La herramienta de lectura en voz alta lee el texto en voz alta por ti, resaltando el texto a medida que se lee. Puedes pausarla, acelerarla y ralentizarla. Obtén más información aquí.
Sí, puedes acceder a Asalto al paraíso de Tatiana Lobo en formato PDF o ePUB, así como a otros libros populares de Literatur y Historische Romane. Tenemos más de un millón de libros disponibles en nuestro catálogo para que explores.

Información

Año
2013
ISBN
9789968684095
Categoría
Literatur
A Adela Mirtala Pita Morales y a Nicolás.

Pa-brú Presbere sueña a Surá, Señor del Mundo Más Abajo

Antes de comenzar el ayuno comió el último pedazo de plátano permitido y alimentó el fuego con la última ramita seca de cedro dulce. La cueva se iluminó. Quizá cerca, quizá lejos, caminó la danta sagrada. Puso atención a las últimas palabras del Kapá:
—Así es. El orden de las cosas está dispuesto de esta manera: hay tres mundos hacia arriba, con rocas, nubes, vientos y estrellas. Sibú vive por allí. Y hay tres mundos para abajo, donde vive el señor Surá. Se mire por donde se mire y se cuente desde donde se cuente, este es el mundo doble llamado cuatro, conocido por el de los reflejos. Las cosas verdaderas están en los mundos inferiores: de allá abajo nace la vida, allá abajo el hombre tiene su raíz; y también su cabeza, porque abajo regresamos al morir. Este es el misterio que los hombres de musgo en las quijadas no pueden comprender. Ellos ordenan el universo al revés, tienen un único dios en el cielo, y no ven que Sibú es imposible sin Surá. Engañados por su dios solitario, caminan con sus largos vestidos, de aquí para allá, de allá para acá: nunca se asientan, nunca están satisfechos...
Terminó de hablar el Kapá, con su voz de viejo, y después comenzó un largo canto monótono. Pa-brú no hizo preguntas: ya todo lo sabía. Este no era su primer ayuno, pero tenía una importancia especial. El fuego agonizó lentamente y llegó la sombra, la oscuridad buena para pensar y para meditar, pero no en las cosas externas que nos agobian a la luz impertinente del sol, sino en los secretos de la matriz. Pa-brú pensó en Sibú, el que da la vida con su aliento. Lo vio, sutil como el viento. Sibú veía a Presbere como baya de cacao y al chocolate como la sangre de Presbere. Abajo estaba Surá, el guardián del mundo subterráneo al que regresan los muertos. Surá modela a los hombres como el alfarero a la tinaja y, cuando los tiene listos, Sibú sopla el aliento de la vida, y los niños abandonan el seguro refugio del vientre de sus madres para abrir los ojos a un mundo de apariencias y engaños.
Sibú sopló en el entendimiento de los hombres y les enseñó a cantar y a bailar, a usar ollas y a encender el fuego. Surá cuida las semillas que Sibú hizo germinar y hace renacer todo lo que se pudre.
Canta el Kapá la canción que abre la puerta del mundo subterráneo, de lo que no se piensa, ni se ve, ni se entiende cuando se está con los ojos abiertos, ocupado en las pequeñas cosas de todos los días. Insistente, repite su llamado. Rebota la melodía en las paredes de la cueva, se reparte en las tinieblas. ¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿Cuán grande o cuán pequeño es el espacio? ¿Cuánto mide el tiempo?
SibúSurá son uno e indivisible. No se pueden separar, como no se puede separar a la nube de la lluvia, ni a esta de la tierra húmeda donde nace la hoja que sirve de alimento al venado, el que, a su vez, sirve de alimento al tigre, de cuyos excrementos brotan las flores y los frutos que alimentan al colibrí, de cuyos polluelos se alimenta el gavilán, de la carroña del gavilán se nutren los arbustos que dan de comer al venado, del cual se alimenta el tigre. El círculo de la vida y de la muerte no tiene final; un eterno final es lo mismo que un eterno renacer. Gira vidamuerte en el canto del Kapá y gira también Pa-brú; se le derriten los huesos, se le deshacen los codos, las rodillas, la mandíbula, todas las partes de su cuerpo que terminan en ángulo se deshacen. Se diluyen el músculo y la carne, y, sin embargo, tiene perfecto conocimiento de sus partes más ocultas, del hígado y de los riñones, de los pulmones. La sangre circula lenta, siente que está pesado y liviano a la vez. Con el corazón latiendo suave, imperceptiblemente, Pa-brú traspasa las fronteras de lo imposible; junta lo separado, abandona este nivel de apariencias y desciende al mundo verdadero, al origen de todas las cosas. Quizá lo consigue, a no ser por un error que lo hace regresar a la superficie de lo engañoso, y pierde la oportunidad de entender el orden dentro del desorden. Su cuerpo vuelve a encerrarse en su estrecho contorno, se le ponen duros los huesos, las fronteras que lo separan de lo otro establecen su discriminatoria diferencia, y el viaje a los orígenes se quiebra como una tinaja rota. Pa-brú ha dejado uno de sus ojos abiertos. Abre el otro. El ayuno se ha estropeado.
El ayuno se ha estropeado por culpa de una idea perversa que se le metió por la ventana de sus párpados abiertos. El Kapá ha dejado de cantar. ¿Cómo reiniciar ahora el camino, si el Kapá ha dejado de guiarlo? La inquietud se apodera de Pa-brú Presbere. ¿Qué proyecto tenía el dios dual cuando trajo a los hombres barbados? ¿O es que estos estaban solo en el proyecto de Sibú? ¿Tenía que ver algo, en todo el asunto, también Surá? ¿Era un proyecto conjunto o solo uno de los dos era el responsable? Entonces SibúSurá no son indivisibles... cada uno tiene su propia voluntad. Y podían no estar de acuerdo... Quizá era Sibú, el que ve a los hombres como bayas de cacao... Los forasteros que usaban vestidos largos atados a la cintura con un mecate decían que Dios vive en lo alto, precisamente donde tiene su casa Sibú. Ellos entraban y salían de la selva, llena la cara de pelos, flacos y pálidos, y decían que Surá es un demonio porque el demonio habita debajo de la tierra. Uno caminando detrás del otro, hablando entre ellos su bárbara lengua, dialogaban también con una telita blanca. Bajo sus vestidos color de garrapata, asomaban sus talones huesudos, sus pies sangrantes. Parecían estar muy enfermos, muy achacosos, pero en ninguna parte se detenían para pedir auxilio de los awapa, ni recogían yerbas medicinales. Hasta Recul llegaron buscando al Kapá. Presbere se vistió con los alegres colores de la guacamaya y se subió a un palito de achiote. Desde allí los miró huir de las mujeres y vio, alegre, cómo las mujeres les arrojaban piedras, y vio, contento, cómo ellos se tiraban de sus peludas quijadas, llorando, alzando las manos hacia arriba. Escupidos, apedreados e insultados, se marcharon mirando al cielo sin mirar dónde ponían los pies.
Nunca más regresaron a Recul, pero no se marcharon del todo. Construyeron extrañas casas que en nada se parecían a la casa cónica de Sibú y, en lo alto, donde debía estar la tinaja volcada que impide el paso de la lluvia, en la cumbrera de sus casas, pusieron dos leños atravesados, y dijeron que ese era Dios, el único, el verdadero, el Dios de todos los hombres.
Las casas de ese dios estaban construidas en el aire, despegadas de la tierra. También querían sembrar en el aire el alma de los indios.
La respiración del Kapá se ha detenido completamente. Ya no está en la caverna. La caverna es el útero de la abuela tierra, vieja, viejísima, pero siempre fértil.
Pa-brú Presbere buscó otra idea que le trajera consuelo. Y la encontró: los señores del aire y de la tierra le habían dado la vida para que pusiera remedio al terrible daño que causaban los extraños con su crueldad y su codicia. Ese era su destino, grande, importante. Se sintió mejor, se sintió consolado. Todavía estaba joven y tenía un largo camino por delante. No había que apresurarse. El Kapá le había dicho: “Lento como el perezoso, inexorable como sus garras”.
Pa-brú Presbere se acostó boca abajo, con los brazos extendidos, para sentir el voluptuoso contacto de la tierra sobre la piel de sus genitales. La duda no había sido resuelta, pero ya encontraría una respuesta. Sereno y en paz, dejó para tiempos de vigilia el misterio que lo había distraído, cerró los ojos y se abandonó al descenso. En las capas del mundo más abajo se veían las raíces de todo lo que está vivo, nace y muere. Vio las semillas de los que aún no habían sido sembrados, entremezcladas con las raíces del aguacate, del cedro dulce y del cedro amargo. Vio las raíces de su madre y las del clan materno, que era también el suyo, y vio al espíritu de la guacamaya, su protector. La guacamaya, llamada Pa-brú, como Presbere. Vio todos los mundos y entendió todas las cosas, y vio también a una niña pequeña, con ojos como pozos, que hacía callar a las piedras: criatura extraña flotando a la deriva de la vida.

De los primeros días que pasa Pedro Albarán en un lugar de las Indias Occidentales, cuyos habitantes se le antojan chismosos, lenguaraces y viperinos

Bárbara Lorenzana y Pedro Albarán llegaron al mismo tiempo a la ciudad de Cartago, durmieron bajo el mismo techo, amaron a la misma mujer y no se hablaron hasta pasados diez largos años. Él nunca olvidó cuando la vio por primera vez, debido a la singularidad de su cogote. En cuanto a si la Lorenzana vio a Pedro en el atrio de la iglesia parroquial, es poco probable. Primero porque ella pasaba por un momento muy difícil en su vida, y segundo porque él tenía la vulgaridad del polvo de los caminos, la barba enmarañada y lo único particular en su apariencia era el agua goteando sobre su desportillada casaca. Pedro acababa de darse un baño en la acequia del convento donde lo habían hospedado, y salió del agua fría entre berridos y tiritones sin tener con qué secarse. Al fin, echó mano de un sayo franciscano revuelto en un hato de ropa sucia coronado por un jabón amarillo que alguien, agobiado de faenas, había dejado a la orilla. Lamentó la pestilencia de la prenda, pero luego se consoló pensando que la ropa que volvió a vestir olía peor, aromada con todos los sudores de la costra que había venido acumulando desde que partió de Cádiz. Se puso los calzones harapientos. La camisa cubrió piadosamente los piquetes de las pulgas y los piojos que habían intentado devorarlo durante la noche, y se echó encima la casaca negra que alguna vez perteneció a un médico sevillano y que él se había apropiado de mala manera. Reactivada la circulación de la sangre por la inmersión y el rudo masaje con el tosco sayo, se sintió mejor y con más esperanzas de que el gobernador de la provincia le diera el trabajo de escribiente que el guardián del convento había solicitado para su huésped. Con ese trabajo Pedro Albarán proyectaba sobrevivir mientras el destino le deparaba una suerte mejor, más a tono con las expectativas que se había hecho al embarcar en Cádiz. Por el momento no cabían lamentaciones: ya el padre guardián del convento de San Francisco le había ofrecido techo, lecho y comida, a cambio de sus servicios de contabilista. El techo no estaba mal, con sus rojas tejas sin portillos ni agujeros. La comida estaba muy bien, abundante, buena la carne de res. Pero el lecho no podía ser peor, duro y estrecho, morada y guarida de insectos indeseables. Hasta una enorme tarántula había despertado con él, compartiendo la cama. Un bicho repugnante, color carmelita, todo peludo, con dos cuernitos en la cabeza, al que mató sin mucho trabajo, porque la araña era tan lenta como fea. Con todo, no podía quejarse: él, un gachupín sin nombre ni solar ni fortuna, a los tres días de haber llegado ya tenía asegurado lo básico para vivir, gracias a la carta de Servando García, el docto erudito franciscano de Sevilla, hombre de ciencias, teólogo y otras cosas clandestinas de las que más adelante se hablará. El guardián del convento había tomado la carta y la había leído con todo respeto, pese a la deleznable presentación del papel arrugado y a la tinta desleída por los avatares del viaje. Después la había doblado cuidadosamente y se la había dejado, sin devolverla a Pedro, cosa que este lamentó, porque no dejaba de ser un contratiempo perder la recomendación de Servando, si se veía en la necesidad de continuar su vagabundeo por el nuevo mundo. Esa carta le había prestado servicios impagables. Con ella venía, desde Veracruz, saltando de convento en convento, comiendo gratis, arrimándose a recuas de mulas cargadas de mercaderías orientales, logrando que algunos capitanes de barcos de pasajeros le permitieran subir de gorra y viajar escondido entre rollos de cables, prestando servicios de limpieza y otros menesteres humildes.
El padre guardián se había quedado con la carta, pero le había dado asilo a cambio de su trabajo en los libros de contabilidad de los frailes. Eso ya era mucho.
Bañado, con el pelo y la barba escurriendo agua, limpio de cuerpo y con la misma ropa ajena que traía encima cuando escapó e hizo precipitada fuga, Pedro Albarán, alias Pedro de la Baranda, salió hacia el portón, buscando la calle, para ir a entrevistarse con el gobernador, a conseguir la plaza de escribiente de gobernación y cabildo. Allí, junto al hermano portero, estaba el padre guardián, nariz de coliflor en su rubicunda cara de cristiano viejo, panza de buen comilón. Lo tomó del brazo y le repitió el consejo que ya antes le había dado:
—Sea prudente, don Pedro de la Baranda. Sea discreto y prudente. El señor gobernador es un hombre muy atareado, repleto de dificultades entre los numerosos conflictos que lo agobian.
Soltó el brazo de Pedro y se dirigió a un fraile que también salía:
—Vea, hermano Lorenzo, que el género sea bueno y el precio barato. Mire bien lo que va quedando, examine el saldo y compre lo que mejor le parezca para el fin que necesitamos.
Salió Pedro junto con el hermano Lorenzo, escuchando sus refunfuños y protestas porque lo mandaban a subastar, a comprar género caro por precio barato.
—Milagro que ya no se da en estos días, y vaya yo a saber –decía Lorenzo– qué clase de mercadería es la que embargaron a la fragata “Nuestra Señora de la Soledad”, que salió de Panamá hacia Perú y fue arrastrada por los vientos, hecha pedazos, hacia el puerto de La Caldera, sin papeles ni documentos, y de allí el embargo de todo lo que traía en sus bodegas.
Pedro lo oía con una oreja y con la otra iba recogiendo los escasos rumores de la calle despoblada: el llanto de un niño, el ruido de un recipiente vaciado en las acequias, alguien que dejaba caer un hato de leña, el chirrido de una carreta lejana. Caminaron tres cuadras y llegaron a la Plaza Real, donde hacía su rato había empezado la subasta y quedaban muy pocas piezas exhibidas en el corredor de la casa del Cabildo. Hacia allá se encaminaron. Pedro, quien tenía que esperar a que terminara el remate para entrevistarse con el gobernador, subió las gradas del atrio de la iglesia parroquial, y allí se quedó mirando a las mujeres con sus enaguas multicolores, cubiertas las cabezas, algunas. Entre el gentío pastaban mulas, vagamundeaban cerdos sueltos y gallinas callejeras. Compañero de buhoneros, tratantes de comercio y de frailes desconventuados que deambulaban de un lugar a otro buscando la oportunidad de medrar a base de estafas y picardías, Pedro ya se había acostumbrado a la compos...

Índice

  1. Cubierta
  2. Inicio
  3. Asalto al paraíso
  4. Créditos