Débora
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Débora

  1. 192 páginas
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Información del libro

"Las pasiones y el crimen tienen aún amparo en el mundo; las sociedades se preocupan demasiado, y la vida es necesario tomarla como nos la dan. En los venideros siglos la mujer será más libre por su educación, por las costumbres, por las instituciones sociales: habrá justicia para ella."Esta novela es una mezcla de melodrama, thriller y defensa de la libertad de las mujeres. Débora y María están insatisfechas con sus respectivos matrimonios: la primera, porque su esposo le prohíbe el contacto con el mundo exterior después de acusarla de adulterio; la segunda, porque tiene que casarse con un hombre mezquino y patético para callar los rumores sobre su presunta conducta descarriada. Mientras sus maridos intentan controlar el deseo de estas mujeres, ellas buscan recuperar su libertad. Publicada originalmente en 1884, Débora tiene la fuerza de sacudir a las lectoras del siglo XXI.

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Información

Año
2020
ISBN
9789585874091
Categoría
Littérature
Categoría
Classiques
DÉBORA
Prólogo
Image
Es en ocasiones un prólogo la simple explicación del libro, en otras, algo más: su recomendación.
En el primer caso se halla el presente. Se hace necesario decir por qué fue escrito y por qué en sus páginas se ofrece de relieve un colorido algo fuerte.
Bastará exponer que este romance encierra dos dramas reales, hechos históricos, y que exprofeso han sido coordinados a fin de exhibir en un solo cuadro las causas y efectos de un grave mal, y las deducciones del autor.
La educación de la mujer, su libertad positiva y la insoluble cuestión conyugal, he aquí el tema.
Hemos tomado las cosas conforme pasaron; cambiados los nombres y lugares y mezclado en el drama principal el accesorio.
Ahora léase, deseando el autor que no se susciten prevenciones.
I
Débora había cumplido treinta años; y con más razón que el poeta, por justa vanidad de su sexo, podía decir:
Malditos treinta años,
Fecunda edad de tristes desengaños*.
Una mujer soltera a tal edad comienza a sentirse asaltada por multitud de ideas contrapuestas, peligrosa efervescencia de una revolución que se opera en su ser: decae su ánimo al reflexionar amargamente sobre la vida y la instabilidad de las cosas humanas; laméntase más que los románticos al contemplar ya lejos, detrás de sí, entre las brumas del pasado, desvaneciéndose las fantásticas ilusiones; no celebra su día, como en otros tiempos, y quisiera que nadie llegara a conocerlo, porque hasta las muestras de cortesanía rendidas en tan dolorosa fecha son dardos arrojados sobre su frente; cree haber avanzado demasiado en la carrera de la existencia, sin alcanzar jamás su ideal, y observa que a pesar de tan rápida marcha se ha quedado atrás o, lo que es lo mismo, que se halla cerca de pertenecer al pasado. En tal estado llama en su auxilio a todos los poderes y fuerzas humanas y, en su desesperación, en la agonía del náufrago, al
que se asemeja, echa mano de cualquier tabla de salvación para ver de llegar a puerto. ¡Nada de extraño tiene que dé en peligrosos escollos!
Débora era bella, bellísima, de esas naturalezas excepcionales, siempre frescas y llenas de vigor.
Nació y creció en la opulencia, fue mimada por todo lo que la rodeaba desde su cuna, y tuvo por lema en el gran mundo el buen vivir.
Bella, rica y libre, triple galardón de la naturaleza, de la herencia y las costumbres, podía decir que había alcanzado lo que no es común: tres grados de felicidad. Sin embargo, aquello era también un fecundo manantial de desgracias.
Educada en Francia, su patria, estudió y aprendió mucho de lo menos provechoso a la mujer; pero bien poco de tanta acumulación intelectual le fue útil en la vida práctica. Poseía varios idiomas, los que principalmente empleó en frívolas lecturas; escribía con cierto donaire, y el trasunto de su literatura ha quedado en algunas epístolas amorosas, falsas imitaciones de Eloísa y Corina; sabía la historia como se saben los hechos y los nombres de las cosas comunes de la vida, sin ilación alguna, de tal suerte que al citar a Tito le colocaba en campaña sobre Cartago, y mostraba a los cimbros derrotados por Breno; y de retórica y poética, como de las matemáticas y de los clásicos latinos, se le formó una mezcla fenomenal, combinación extraña de logaritmos, perífrasis, hipotenusas, metáforas y cálculos diferenciales, donde Blaier, Laplace, Horacio y Plauto sufrían los más crueles tormentos.
La moda era su encanto; y a ella como a las máximas de su madre dedicó los mejores años.
La noble Marquesa Victoria decía a su querida hija Débora cuando esta salía del Colegio: ten en cuenta que la mujer no vale en sociedad por lo que sabe sino por lo que charla. La mayor prudencia consiste en ocultar el verdadero mérito, aparentando modestia, que más que cualidad es adorno; y que para no ser calificada de erudita —lo cual no sienta bien— debe la mujer vulgarizarse un poco para sorprender así los secretos de los demás, conservando la propia fuerza para estar siempre segura de sí y poder dominar. Llamar la atención, eso es todo; y emplear la intriga, después de haber hecho buen acopio de las crónicas particulares, es ser fuerte. La mujer se impone por el aparato, no por el corazón ni por el talento: aquel no da frutos, pues la bondad como la sensibilidad se recomiendan mal, y en cuanto al talento, regularmente concita enemistades porque da sombra.
Tales máximas como postre a sus estudios de colegiala le sentaron a las mil maravillas, era como el marrasquino de aquella comida. A las mujeres les gustan por lo regular los licores dulces, los paladean con más placer que a los fortificantes y saludables, aunque secos.
Por parte del padre de Débora no hubo consejo alguno, debido quizás a la circunstancia de no ocuparse gran cosa de su hija, y luego porque murió a poco de haber salido ella del colegio.
II
La Marquesa tuvo el placer de ver desarrollarse y fructificar la simiente que había depositado en el corazón de su hija.
Por el aparato, aureola ficticia de la moda y la riqueza, triunfaba siempre, y por su verbosidad, a pesar del constante tema banal, llegó a adquirir cierta fama en los principales círculos sociales. Manejaba admirablemente la intriga, y esto le daba no solamente gran importancia entre las mujeres, sino también prestigio y poder entre los hombres. Agréguese a todas esas fuerzas sus encantos naturales, y se comprenderá fácilmente cómo llegó a ser más que una reina, por la influencia, el lujo y el gobierno.
Tales condiciones y su opulencia le permitían y la obligaban a todo género de locuras; y entre los banquetes, bailes, teatros y fiestas campestres, siempre visible y en espectáculo, dando la moda y embriagándose en el placer, corrieron los años.
Amándose a sí propio demasiado, o lo que es lo mismo rindiendo un culto exagerado a la vanidad, se llega hasta el desprecio por la virtud; y cuando se va en pos de la alegría mundana como única meta de nuestro destino, el vértigo aturde, la algazara del placer ensordece, y se pisa con desdén la sinceridad y todo noble sentimiento, como si fueran estorbos vulgares interpuestos en nuestro camino.
A los diez y ocho años sonrió Débora irónicamente al puro afecto de un joven y apuesto teniente de dragones, noble y rico. Luego, a poco, y con tono desdeñoso, le dijo:
—Id a acuchillar con el sable en el campo de batalla, que esa es vuestra misión: allí siquiera, ese semblante entristecido tendrá atractivos, despedirá fulgores; pero aquí… desistid de matar mi buen humor con vuestras pretensiones romancescas.
Así le apostrofó en una tarde cuando el dragón le pedía tiernamente que le amara. Con la congoja en el alma se retiró este; y debido al cariño de un amigo, más práctico en las cosas de este mundo, a quien confiara sus cuitas, sintió alguna calma en la exaltación de sus pensamientos en virtud de los saludables consejos que le diera, evitándole cometer la insensatez de suicidarse, como lo pretendía, tristísimo e inútil recurso que no le habría permitido verse más tarde con el corazón tranquilo y con el mando en jefe de su regimiento.
A los veinte y tres años negó Débora su mano a un miembro del cuerpo diplomático, y rio también ante las rubias barbas de aquel hijo del norte; sin embargo, a poco de aquella nueva repulsa comenzó a inquietarse.
Dedicada exclusivamente a la alegre vida, rodeada de constantes galanteos, contraída a brillar, su coquetería la había alejado de todo pensamiento serio, y tiempo le faltaba para saber sentir, mas ya para esta época experimentó la primera herida en su amor propio.
De entre la numerosa corte que acudía a su hôtel a depositar a los pies de aquella deidad sus ofrendas, sinceras pocas, la mayor parte de adulación y de egoísta interés, se distinguía un personaje, simple visitante, cortés pero serio, amable hasta donde va el corazón, cuando no palpita al impulso de las pasiones; su elegancia y finos modales, aquel carácter reservado, como su talento y múltiples conocimientos llevaban hacia su persona todas las simpatías. Débora se sentía mal ante la mirada indiferente de aquel hombre: él no la agasajaba, y menos aún, jamás le había dicho una palabra de amor. Tal conducta produjo una gran contrariedad en su espíritu, sublevó su orgullo y prendió una chispa en su pecho. Arrastrada, no tanto por su naciente pasión como por el anhelo vanidoso de llegar a dominar a aquella naturaleza rebelde, a sus encantos y a su coquetería, se le insinuó de tal manera que hubo un instante en que creyó haber triunfado; mas aquella victoria fue efímera. El afortunado filósofo no vio bien claro, o no quiso ver en aquellas demostraciones algún gaje para su amor propio, pareciéndole más conveniente dejar el campo libre a uno de tantos que con ahínco lo solicitaban. Después de haber obtenido algunas concesiones agradables que no pasaron de sentidas frases, miradas halagüeñas, presiones de manos apasionadas en ocasiones, tiernas en otras, ¿vio él algún escollo en lo profundo de aquel remanso? Es el hecho que con subterfugios más o menos justificados se alejó de la encantadora Circe emprendiendo un largo viaje.
El despecho violentó el carácter de Débora.
La herida más profunda que puede inferirse a la mujer es aquella que va directamente a sangrar su orgullo, como la más irritante para el hombre la que vulnera sus intereses. La mujer lo da todo: el corazón y la vida; y hasta se deja arrebatar el honor en holocausto al sentimiento. El hombre no da nada, guarda reservas; y si se le ataca en su honor puede llegar hasta las transacciones con tal que la vanidad quede a cubierto. Lo único que la mujer cuida es su amor propio: el orgullo de su beldad, de sus sentimientos y hasta de su coquetería que no soporta sean burlados. Lo único que conmueve hondamente al hombre es la persecución a sus intereses positivos, la cuestión dinero: vedle romper con todos los vínculos de la naturaleza, hollar todo fuero, entregar su alma y vender su honra. El interés es su válvula de seguridad.
Débora lloró por primera vez en su vida, y ya aquel suceso fue como la iniciación de otros más graves que modificarían su existencia.
Cuando Débora cumplió veinte y cinco años perdió sus bienes de fortuna; este fue el segundo golpe, y lo sintió menos que el primero.
Una gran quiebra bancaria arrastró consigo su herencia y la de la Marquesa, quedando reducidas a una medianía, soportable para muchos, pero terrible para quienes el boato era ya una necesidad.
En esta época de su vida fue presentado a Débora un rentista, de origen dudoso en sangre, como de dudosa procedencia la renta, completando tales credenciales una personalidad física poco seductora y de recomendación menos atractiva en cuanto a cultura.
Ya en el caos de la vida, mezcla espantosa de deseos contenidos, necesidades no satisfechas, ideas contradictorias por una viciada educación, lujo insostenible, orgullo herido, y lo más terrible aún, el espectro del tiempo, que día por día va deshojando la juventud; aquel todo inarmónico con el pasado brillo tenía que producir una gran perturbación: deslizarse era natural, rodar, enajenada, hasta el abismo donde en revuelto fango se retuercen el vicio y la desgracia en fraternal abrazo, era probable, y descender dando sonriente su mano al primer venido era posible.
Ya el sarcasmo punzante y el desdén altivo de otros tiempos habían huido.
La pobreza y los años son dos niveladores formidables, cada cual por separado; mas reunidos adquieren un carácter sobrenatural: es lo invencible e implacable en la alianza destructora.
El sano criterio tiene por base fundamental la calma del espíritu; si esta falta, prodúcese la fiebre y la perturbación, que es un principio de locura, arrastra a lo insondable, donde se hunden la moral y los principios.
Encontrando Débora en aquella incalificable personalidad del rentista la fuente dinero, alma de sus costumbres y deseos, no titubeó. Lanzó sobre él todas sus armas, le infiltró su hálito, como el reptil que adormece a la que va a ser su víctima, le inundó con sus encantos hasta el grado de hacerle creer que era am...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portada
  3. Legal
  4. Portadilla
  5. Introducción
  6. Nota de los editores
  7. Débora
  8. Epílogo
  9. Notas