La hora del decrecimiento
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La hora del decrecimiento

  1. 128 páginas
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La hora del decrecimiento

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Información del libro

El crecimiento económico se ha vuelto insostenible para nuestro entorno. Pero la hora del decrecimiento no es solamente la de la urgencia ecológica, sino que, como proponen los autores, debe ser el momento de rehabilitar el tiempo, de trabajar menos para vivir mejor y de inventar nuevas formas de vida para recuperar el placer de la sobriedad.El célebre economista y especialista del decrecimiento Serge Latouche, junto con Didier Hapagès, profesor de Ciencias económicas y sociales, ambos militantes del decrecimiento, exponen con claridad el proyecto decreciente en este libro breve y conciso.Una lectura básica para todas aquellas personas que deseen abordar en profundidad los temas y las propuestas del decrecimiento.

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Sí, puedes acceder a La hora del decrecimiento de Serge Latouche, Didier Harpagès en formato PDF o ePUB, así como a otros libros populares de Social Sciences y Sociology. Tenemos más de un millón de libros disponibles en nuestro catálogo para que explores.

Información

Año
2012
ISBN
9788499213422
Edición
1
Categoría
Social Sciences
Categoría
Sociology
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Rehabilitar el tiempo
El destino del hombre sobre la Tierra es espiritual y moral; el régimen que este destino le impone es un régimen de frugalidad. En relación a su poder de consumo, a lo infinito de sus deseos, a los esplendores de su ideal, los recursos materiales de «la humanidad» son muy limitados; esta es pobre, y es necesario que lo sea, puesto que de otro modo, por la ilusión de los sentidos y la seducción del espíritu, vuelve a caer en la animalidad, se corrompe en cuerpo y alma, y pierde, por su propio disfrute, los tesoros de su virtud y de su genio. Así es la ley que nos impone nuestra condición terrestre, y que se demuestra a la vez a través de la economía política, de la estadística, de la historia y de la moral. Las naciones que persiguen la riqueza material y las voluptuosidades que esta procura, como bien supremo, son naciones en declive. El progreso o el perfeccionamiento de nuestra especie se encuentra por entero en la justicia y en la filosofía. […] Si viviéramos, como lo recomienda el Evangelio, con un espíritu de alegre pobreza, el orden más perfecto reinaría sobre la Tierra.
Pierre Joseph Proudhon31
Al acercarse peligrosamente la hora del hundimiento, ha llegado la del decrecimiento. La sociedad de sobriedad voluntaria, que emergerá de su estela, supondrá otra relación con el tiempo. Dejar de ser prisionero de la única concepción lineal del tiempo que ha dominado en Occidente al menos desde el Renacimiento y restaurar una relación «saludable» con el tiempo es sencillamente reaprender a habitar el mundo. Y es, por lo tanto, liberarse de la adicción al trabajo para encontrar la lentitud, redescubrir los sabores de la vida vinculados al terruño, a la proximidad y al prójimo. Con todo ello, no se trata tanto de un retorno a un mítico pasado perdido sino de la invención de una tradición renovada. En reacción a los desequilibrios y las perturbaciones que engendró el desarrollo de la sociedad industrial, surgieron una increíble proliferación de proyectos, correctivos y alternativos, catalogados como manifestaciones del socialismo utópico (Fourier, Cabet, Morris, etc.), que convendría rehabilitar.
1. Remodelar el espacio-tiempo
Una ciudad ecológica, hecha de pueblos urbanos en la que ciclistas y peatones utilizarán una energía renovable, está sin duda llamada a sustituir las actuales megalópolis. La ciudad productivista, pensada y estructurada en función del automóvil, bajo formas pretendidamente racionales (basta pensar en la Cité radieuse de Le Corbusier), con su segregación de los espacios, sus zonas industriales, sus barrios residenciales sin vida, probablemente pertenezca al pasado.32 Nuestros contemporáneos, en las urbanizaciones y los barrios estandarizados, se hallan estibados ante el televisor, el tiempo entre dos incursiones al supermercado, rodeados de una red de autopistas que conecta un aparcamiento con otro. Hemos perdido el contacto con nuestro fondo original. Lo orgánico, lo vegetal, lo animal se sustituye de forma masiva por lo mecánico, lo electrónico, lo digital y lo robótico. Debemos reaprender a habitar el mundo dejando atrás su artificialidad. Proudhon, a su manera, ya lo había comprendido.
Expresión de un urbanismo más o menos salvaje, las ciudades tentaculares, rodeadas de autopistas, vierten y aspiran incansablemente una creciente oleada de automóviles. El espacio de vida ha sido fragmentado: los hombres disponen de un lugar de residencia, desigualmente confortable en función de las remuneraciones, pero necesitan otros espacios: el del ocio y el espectáculo, el del trabajo, el de la escuela, el de la compra. El coche está inscrito en el orden de las cosas. Hay que tener uno para acercarse a esos múltiples lugares y así nos pasamos el día de un parking a otro.
La movilidad automóvil, nuevo elemento de distinción social, es ilusoria en los conjuntos urbanísticos, ya que la abundancia de vehículos ha devuelto al andador bípedo una ventaja no desdeñable. El automóvil como sistema de transporte es seguramente el más ineficaz de todos los inventados por el hombre. Hoy en día, en Pekín por ejemplo, el automovilista no puede superar un promedio de 8 kilómetros por hora. Ivan Illich y Jean-Pierre Dupuy demostraron que si integramos en el tiempo de desplazamiento de un vehículo su tiempo de inmovilidad en los embotellamientos y el tiempo pasado en el trabajo para ganar con qué comprarlo, pagar la gasolina, los neumáticos, los peajes, el seguro o las infracciones (sin hablar siquiera de los accidentes…), la que podríamos denominar velocidad generalizada (del automovilista) no supera los 6 kilómetros por hora, o sea, más o menos la del peatón.33 ¡En estas condiciones, la bicicleta es muy superior al automóvil! El coche, ruidoso, apestoso y contaminante ha vuelto la ciudad invivible, de manera que los urbanitas, cada fin de semana, toman las autopistas, colmadas de exilio, para respirar en otra parte un aire menos cargado.
«La velocidad generalizada del automovilista no supera los 6 km/h, o sea, más o menos la del peatón.»
Cuando regresan, se encuentran de nuevo con las mismas vías de asfalto en medio de los rituales embotellamientos devoradores de tiempo. Algunos, preocupados por su tranquilidad y roídos por la indiferencia hacia los demás, se refugian, apartados del mundo indeseable, en residencias herméticamente cerradas, equipadas con sistemas de videovigilancia, con objeto de preservar mejor la propia interioridad. El hombre contemporáneo, concluye Illich, debe comprender «que la llamada aceleración de sus deseos aumentará su encarcelamiento y que sus reivindicaciones, una vez realizadas, marcarán el término de su libertad, de sus placeres, de sus ratos de ocio y de su independencia».34 En la ciudad decreciente, los habitantes recobrarán el placer de perder el tiempo tan del gusto de Baudelaire o de Walter Benjamin.
Reaprender a habitar el mundo es pues un imperativo.
Desde hacía unos cuantos decenios, cerca de Larzac, se proclamaba «vivir y trabajar en el país». Inspirarse en ello para la vida en zona urbana sería saludable. Ofrecer transportes colectivos fácilmente accesibles, rápidos y poco onerosos se convierte en una necesidad. Pero ante todo, la ciudad habitable y no circulable constituye la obra maestra de una auténtica política urbana. Ya es hora de que «el barrio o el municipio vuelva a ser el microcosmos modelado por y para todas las actividades humanas, en el que la gente trabaja, vive, se divierte, se instruye, comunica, resopla y administra en común el entorno de su vida colectiva».35
En el siglo xix, una idea comparable había germinado en la imaginación fértil y generosa de Jean-Baptiste André Godin, hijo de cerrajero, discípulo del socialista utópico Charles Fourier, que se convirtió en industrial (las sartenes Godin), pero que fue también alcalde, diputado y consejero general. Hacia 1860, emprendió la construcción del primer pabellón de su familisterio fourierista, «el Palacio social», ofrecido a los asalariados cooperativistas de la fundición de su propiedad que había establecido en Guise, en la región del Aisne. Esta «ciudad democrática» acogió en unas viviendas espaciosas, iluminadas y con calefacción, a representantes de la clase obrera. Cerca de la fábrica y del Palacio había una guardería infantil, una piscina lavadero (cuya agua se calentaba aprovechando el calor procedente de los talleres), huertos, un quiosco de música, un teatro, una escuela y unos economatos en los que podían realizarse compras diarias y poco costosas. Una vida colectiva hecha de confianza, de connivencia, de asistencia, de reparto y de complementariedad se construía a pesar de una promiscuidad a veces molesta. ¡Una bella utopía que se extinguió en 1968!36
En otra parte, en Dinamarca, durante ese decenio mágico de los años sesenta, algunas familias expresaron el deseo de vivir y trabajar de una manera distinta, de romper el aislamiento de las megalópolis, de compartir algunas tareas domésticas o educativas. De su influencia surgieron diversos proyectos bajo los términos «hábitat agrupado», «covecindad», «cohábitat» o «ecobarrio», en Europa y en los Estados Unidos.37 Las realizaciones más conocidas, aparecidas a finales de los años 2000, son las del barrio Vauban en Fribourg-en-Brisgau (Alemania) y de BedZED (Beddington zero energy development) en la ciudad de Sutton, al sur de Londres. La realización inglesa es probablemente la más lograda, puesto que el impacto sobre el medio ambiente se redujo considerablemente: en el seno de un mismo espacio coexisten viviendas que respetan la mixtura social y lugares de trabajo, de servicios y de ocio, donde se reduce el espacio del automóvil y se privilegian los modos de desplazamiento lentos.
En estas experiencias, igual que en los proyectos de ciudades «decrecientes», se considera como una herejía urbanística el hábitat individualizado, aislado, incluso si está ecológicamente bien pensado, puesto que, bajo el hormigón y el asfalto, desaparecen cada año hectáreas de tierras agrícolas. La construcción agrupada y la vivienda colectiva presentan una eficacia energética más avanzada y aportan una respuesta a la fragilidad del actor individual frente a la elección de su hábitat, determinada demasiado a menudo por el mercado. Así pues, buscar una vivienda significa definir un modo de vida conjugando concepciones personalizadas y prácticas cooperativas. Esos hábitats concilian respeto a los valores ecológicos y sociales y operatividad; rompen los muros del individualismo evitando a la vez las trampas del colectivismo y del comunitarismo.
«La construcción agrupada y la vivienda colectiva presentan una eficacia energética más avanzada.»
Ocurre lo mismo con el movimiento de las «ciudades lentas» (Slow City). Este movimiento completa el del Slow Food al que están adheridos, en todo el mundo, cien mil productores, campesinos, artesanos y pescadores que luchan contra la uniformación de los alimentos y a favor de la recuperación del gusto y de los sabores.38 Podemos mencionar también la experiencia de Correns, ese pueblo del Var en el que todos los viñadores decidieron pasarse a la agricultura biológica, la experiencia de Mouans-Sartou o la de Barjac.39 En este último ejemplo, se ve cómo la introducción de productos bio en las cantinas escolares, decidida por un alcalde valiente y creativo, puede poco a poco modificar en profundidad la vida entera de un pueblo.
El movimiento de las Ciudades en Transición, nacido en Irlanda (Kinsale, cerca de Cork) y que se extendió a Inglaterra, es quizás la forma de construcción que más se acerca en su origen a una sociedad de decrecimiento. Estas ciudades, según el acta de la red, aspiran en primer lugar a la a...

Índice

  1. COVER
  2. Portada
  3. Créditos
  4. Ha llegado la hora
  5. El final de los tiempos: la necesidad de la ruptura
  6. Rehabilitar el tiempo
  7. Vivir el mismo mundo de una manera distinta
  8. Léxico
  9. Bibliografía
  10. Sobre los autores