Reflexiones sobre el liberalismo
eBook - ePub

Reflexiones sobre el liberalismo

  1. 750 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
eBook - ePub

Reflexiones sobre el liberalismo

Detalles del libro
Vista previa del libro
Índice
Citas

Información del libro

El debate político contemporáneo está permanentemente influido por ideas formuladas hace siglos y obras escritas hace cientos de años. No es trivial que las teorías más trilladas en la actualidad hayan sido planteadas por algún pensador del clasicismo grecorromano o del Medioevo, del Renacimiento o de la Ilustración. El liberalismo es un caso típico de lo expuesto y el autor de este volumen se ha dado a la tarea de analizar el pensamiento liberal desde sus antecedentes más remotos, poniendo a disposición de los lectores uno de los estudios más completos sobre esta doctrina, la cual aparece históricamente como una insurgencia contra el orden establecido, pero también como soporte fundamental del establecimiento; en ocasiones monárquica y otras republicana, partidaria de la libertad o estranguladora de la misma, garante del laissez faire o intervencionista, defensora del Estado o cuestionadora de su razón de ser, favorecedora de un mundo abierto, competitivo o propulsora de los nacionalismos y el proteccionismo, fundamentalmente política y subsidiariamente económica o esencialmente económica y urgida de justificación política."Reflexiones sobre el liberalismo" es un libro riguroso y diáfano sobre una de las corrientes políticas más debatidas en la actualidad.

Preguntas frecuentes

Simplemente, dirígete a la sección ajustes de la cuenta y haz clic en «Cancelar suscripción». Así de sencillo. Después de cancelar tu suscripción, esta permanecerá activa el tiempo restante que hayas pagado. Obtén más información aquí.
Por el momento, todos nuestros libros ePub adaptables a dispositivos móviles se pueden descargar a través de la aplicación. La mayor parte de nuestros PDF también se puede descargar y ya estamos trabajando para que el resto también sea descargable. Obtén más información aquí.
Ambos planes te permiten acceder por completo a la biblioteca y a todas las funciones de Perlego. Las únicas diferencias son el precio y el período de suscripción: con el plan anual ahorrarás en torno a un 30 % en comparación con 12 meses de un plan mensual.
Somos un servicio de suscripción de libros de texto en línea que te permite acceder a toda una biblioteca en línea por menos de lo que cuesta un libro al mes. Con más de un millón de libros sobre más de 1000 categorías, ¡tenemos todo lo que necesitas! Obtén más información aquí.
Busca el símbolo de lectura en voz alta en tu próximo libro para ver si puedes escucharlo. La herramienta de lectura en voz alta lee el texto en voz alta por ti, resaltando el texto a medida que se lee. Puedes pausarla, acelerarla y ralentizarla. Obtén más información aquí.
Sí, puedes acceder a Reflexiones sobre el liberalismo de Henry Ramos Allup en formato PDF o ePUB, así como a otros libros populares de Politics & International Relations y Politics. Tenemos más de un millón de libros disponibles en nuestro catálogo para que explores.

Información

Año
2019
ISBN
9788412145007
Capítulo VI

La Revolución francesa

Sobre la Revolución francesa se han escrito bibliotecas (aunque bastante menos sobre los controversiales personajes que la protagonizaron en sus distintas etapas). De ella se dice que es la madre de todas las revoluciones políticas, sociales y económicas que se produjeron después de ella, la más famosa y trascendente de todas, la de cuyas consecuencias derivarían grandes conquistas para la humanidad en todos los aspectos que aún perduran. Las palabras, hermosas y patéticas, con las cuales Alfonso de Lamartine escribe el preámbulo de su Historia de la Revolución Francesa (cuya primera edición francesa es de 1847 y fue titulada Histoire des girondins), refiriéndola especialmente a la participación de los girondinos, pueden extenderse a todo ese inmenso acontecimiento cuya duración continúa siendo motivo de controversias entre los historiadores tanto como su propio contenido.
Esta historia en la que sólo se habla de sangre y de lágrimas, es un fecundo manantial de lecciones para los pueblos. Jamás han ocurrido, en tan reducido espacio de tiempo, sucesos tan trágicos y tan numerosos; jamás se desarrolló tan rápidamente la correlación misteriosa que entre los hechos y sus consecuencias existe; jamás las debilidades humanas condujeron más pronto a los errores, los errores a los crímenes, y éstos al castigo. Nunca se ha revelado con tanta evidencia la justicia remuneratoria, que Dios ha puesto en los mismos actos del hombre como conciencia más sagrada que la fatalidad en que creían los antiguos; nunca la ley moral se testimonió a sí misma de una manera más brillante, ni se vengó con mayor impiedad. De suerte, que el simple relato de los sucesos desarrollados durante esos dos años es el más luminoso comentario de toda gran revolución, y la sangre derramada a raudales no sólo impone terror y piedad, sino que alecciona y ejemplariza (Lamartine. 1847/s. f.: I-4).
Desde sus mismos inicios se trató de un movimiento veloz y avasallante dirigido a destruir los vestigios del feudalismo, y a reformar y modernizar el absolutismo monárquico y establecer una monarquía constitucional, liberal y burguesa, lo cual contó con el estímulo del propio régimen, en parte por disposición sincera del rey Luis XVI hacia la implantación de transformaciones de fondo, en parte por presiones generales irresistibles de los distintos sectores sociales. Contó, además, con la participación protagónica de individualidades de diversa proveniencia y de todos los estratos sociales: de la aristocracia (clero, nobleza, ennoblecidos), que pretendía reivindicar antiguos privilegios escamoteados o neutralizados por la monarquía; de la alta y media burguesía, factor determinante del tercer estado, porque aspiraba a desplazar a la aristocracia y lograr la preeminencia política luego de haber conquistado la económica; del pueblo, que confiaba en acceder a un régimen de libertad, de justicia económica y de igualdad política; de los campesinos, que aspiraban a sacudirse definitivamente los vestigios del feudalismo y eliminar el sistema discriminatorio de impuestos y prestaciones que los agobiaban; y hasta del propio rey Luis XVI, que creyó poder preservar el régimen encauzando un proceso moderado capaz de armonizar los intereses de fuerzas dispares y encontradas, que simultáneamente salvara la monarquía sobre bases concesivas y reivindicara definitivamente al pueblo marginado desde tiempos inmemoriales.

Influencia de los filósofos de la Ilustración en el pensamiento revolucionario

La Ilustración, «como dirección filosófica definida por el empeño de extender la crítica y la guía de la razón a todos los campos de la experiencia humana» (Abbagnano), el movimiento enciclopedista, las nuevas teorías sociales y políticas de pensadores como Montesquieu, Voltaire y Rousseau, que retoman de Locke la crítica política iluminista, convirtieron a Francia en un centro sumamente activo y fecundo de espléndidas discusiones intelectuales y en el punto de referencia de la cultura europea, tanto para irradiar el pensamiento a través del mundo civilizado, como lugar donde se acogían ideas y experiencias novedosas, tales fueron las derivadas de la transformación inglesa a partir de la Gloriosa Revolución de 1688 y la independentista norteamericana de 1776. Ilustración inquieta, incansable, insaciable, que pretende «la liberación del hombre de su culpable incapacidad» (Kant), rechazando las renuncias cartesianas (la investigación racional no tiene derecho alguno fuera del campo de la ciencia y la metafísica; la religión y la política deben permanecer ajenas a ella y en el campo de la moral la razón no tiene más sugerencia que la sujeción a las normas tradicionales), extendiendo su avidez cognoscitiva a campos anteriormente ajenos, como la religión y la política. Abbagnano dice que el significado de la Ilustración no consiste en la suma de resultados que se lograron en el campo de la política, la ciencia, la moral y la religión, «sino en haber abierto a la crítica dominios que hasta ese momento le estaban vedados y haber iniciado en tales dominios un trabajo eficaz que no ha sido interrumpido a partir de entonces». No se puede caer en la ingenuidad de creer que se trataba solo de inquietudes intelectuales, de influencias filosóficas o de teorías novedosas limitadas a meros ejercicios especulativos en círculos reducidos de unos cuantos diletantes, sino de críticas que se diseminaron por doquier sin proponer modelos ciertos para sustituir lo que se rechazaba, un cuestionamiento general que abarcaba todos los órdenes de la vida, un deseo de cambio para trastornar el orden tradicional e implantar uno nuevo con distintos actores surgidos de una realidad social enteramente diferente, una inconformidad total, un sentimiento de repudio y rechazo muchas veces hasta contra lo que era menester conservar, un fuego incontenible que llegó a extenderse hasta quemarlo todo.
Durante los diez o quince años que precedieron a la Revolución Francesa, el espíritu humano se entregaba en toda Europa a movimientos irregulares, incoherentes y extraños, en una forma desconocida desde hacía siglos: síntomas todos ellos de una enfermedad nueva y extraordinaria que habría espantado grandemente a los contemporáneos si hubieran sabido interpretarlos. Nunca como entonces se mostró la humanidad tan orgullosa de sí misma... Ni tampoco nunca se había dejado sentir tanto los vicios de la época y del país. La idea de grandeza del hombre en general, de la omnipotencia de la razón, de la extensión ilimitada de sus luces, había penetrado en todos los espíritus hasta llenarlos por completo; a esta noción soberbia de la humanidad en general, se mezclaba un desprecio contra natura hacia la época en que se vivía y hacia la sociedad de que se formaba parte. Al mismo tiempo que reinaba un desatinado orgullo por la humanidad, la noción respecto a la época y al país era humilde. En todo el continente apenas se encontraban ya entre las clases cultas el amor instintivo y el respeto, por así decirlo, involuntario, que suelen sentir los hombres de todas las naciones por las instituciones que les son propias, por sus costumbres tradicionales, por la sabiduría o virtud de sus padres. Por doquier no se hablaba sino de los males de que adolecían las instituciones, de su incoherencia, de sus ridiculeces, de los vicios de los contemporáneos, de la corrupción de la sociedad, de su podredumbre (Tocqueville. 1856/1982: II-11-12).
En una carta memorable que Diderot remitió a la princesa Dashkov en abril de 1771 (clara anticipación de la revolución dieciocho años antes de que estallase), expresa que la filosofía de la Ilustración, empeñada en el racionalismo y la libertad, no había dejado ninguna realidad fuera de su alcance después de haberse atrevido a revisar nada menos que la propia religión. Esa fue verdaderamente, como dice Soboul, la curva filosófica del Siglo de las Luces, que va impertérrita de la crítica de la religión a la crítica de la sociedad. La expresión en la carta de Diderot no puede ser más profética:
Una vez que los hombres han osado de una forma u otra asaltar la barrera de la religión, la barrera más formidable y respetable de cuantas existen, les es imposible detenerse. Apenas vuelvan sus miradas amenazantes contra la majestad del cielo, inmediatamente después las dirigirán contra la soberanía de la tierra (Diderot en Soboul. 1976: I-102).
Aunque nadie se lo hubiese propuesto como objetivo, las nuevas teorías y concepciones influyeron de diversa manera en el clima general y alimentaron por doquier las ambiciones de la aristocracia, deseosa de recuperar los privilegios arrebatados por el absolutismo monárquico, y también de la burguesía alta y mediana que, detentando ya el poder económico al que rutinariamente concurría el arruinado Estado monárquico ávido de financiamiento, aspiraba a sustituir a la aristocracia, ya ennobleciéndose a través del dinero, ya simplemente desplazándola por ser un estamento estéril. No en vano la Revolución de los Países Bajos, iniciada en el siglo XVI a partir de la abdicación del emperador Carlos V a favor de su hijo Felipe II, y las revoluciones inglesas del siglo XVII (1648 y 1688), característicamente burguesas, habían demostrado el poder de la nueva clase para derrumbar las supervivencias del régimen feudal, destruir el absolutismo monárquico y todo cuanto obstaculizara su potencial de crecimiento económico y su ambición de dominio político.
Las clases ilustradas no tenían entonces nada de ese carácter tímido y servil que les han dado luego las revoluciones. Ya hacía tiempo que no temían el poder regio y aún no habían aprendido a temblar ante el pueblo (Tocqueville. 1856/1982: II-72).
Si no debe exagerarse, tampoco puede dudarse de la influencia de los filósofos y la difusión de las ideas liberales en la conformación del pensamiento revolucionario, no porque plantearan específicamente la destrucción del orden antiguo sino porque con sus nuevas teorías generaron inquietud intelectual, discusiones y participación de personajes influyentes que paulatinamente fueron elaborando una cosmovisión novedosa que en nada coincidía con la tradición y evidentemente divergía del orden establecido. Los salones regentados por damas distinguidas de la sociedad parisina y provincial (distinción que provenía de diferentes razones), los cuales inicialmente fueron lugares de esparcimiento, de tertulias banales, de reuniones frívolas donde se interpretaban obras musicales y escenificaban piezas teatrales, comedias y diversiones reservadas a los círculos sociales opulentos y ociosos, después se transformaron en centros sumamente activos de discusión intelectual en los cuales se admiraba y discutía la obra de los grandes pensadores, formándose así las célebres «sociedades de pensamiento» (a las que se incorporaron individualidades de la mediana burguesía que luego serían protagonistas revolucionarios de primera línea), poco después convertidas en focos para la formación del pensamiento revolucionario y finalmente en comandos operativos de la acción revolucionaria misma.
Maurois reproduce el curioso retrato de la sociedad francesa de la época de Luis XV: la corte consintiendo a Voltaire y asegurando en 1746 su entrada a la Academia; la importancia e influencia de los salones «donde reinan las damas de virtud equívoca» que forman la opinión; los ministros protegiendo la Enciclopedia contra su propia policía; la posibilidad, negada por la pereza e indolencia real, de «forjarse una alianza entre la monarquía y los filósofos contra la hipocresía nobiliaria y la intolerancia religiosa»; el ambiente de licencia generalizada, de depravación y cinismo irradiados desde la cabeza de la nación que, por lo mismo, el gobierno como un todo se hallaba imposibilitado de contener:
En su origen, la Enciclopedia no fue sino un negocio, iniciado por los libreros. Diderot, que unía a su genio tumultuoso sólidas cualidades de secretario de redacción, acabó por encargarse de dirigir la empresa. Tuvo por colaboradores a Montesquieu, Voltaire, D’Alembert, toda una constelación de estrellas de primera magnitud. Al principio la censura no vio en ella sino un Diccionario, mas pronto los espíritus clarividentes comprendieron que la Enciclopedia se esforzaba por sustituir el cuadro del mundo legado por la Edad media con otro que era el de Newton. El universo de los enciclopedistas no había sido ya creado por Dios para probar al hombre; la autoridad no era ya la base de la verdad; el progreso consistía en devolver al hombre a la naturaleza. Esta doctrina quedaba bastante bien disimulada bajo el aparato de información banal, pero el lector avisado podía destacarla de él. En política, la Enciclopedia enseñaba que los reyes, para hacer dichosos a sus súbditos, deben ser libres de hacer leyes nuevas fundadas en la razón; que la desigualdad de las condiciones sociales es el mayor de los males; que la educación consiste en devolver al hombre a la sabiduría natural. La influencia de la Enciclopedia fue inmensa. Aunque la obra costaba 980 libras y constaba de veintisiete volúmenes, tuvo 4.300 suscriptores. Nobleza cortesana y burguesía provinciana, toda la élite de Francia pudo consultar la Enciclopedia. El libro figuró en la biblioteca de los castillos y palacios, y en casa de más de un cura de aldea. El Parlamento y el alto clero se ocuparon de ello varias veces; el rey hizo confiscar los ejemplares, pero el propio jefe de la policía y el director de la biblioteca favorecieron a los enciclopedistas. Este director, que era Malesherbes, ofreció a Diderot, en vísperas de un registro, esconder las pruebas de la obra en su propio despacho. Cuando el rey buscaba un dato acerca de la composición de la pólvora o del carmín para pintarse los labios, madame de Pompadour le hacía traer un ejemplar de la obra prohibida. El rey hallaba lo buscado y lamentaba la prohibición. La marquesa reunía en su entresuelo, un grupo de enciclopedistas. Hubiese querido hacer de Luis XV el rey de los filósofos. Pero fracasó. «Eso no es moda en Francia», respondió él con melancólica obstinación. Mas, propio de la moda es cambiar (Maurois. 1968: I-286-287).
Hay que recalcar la influencia que ejercieron las sociedades de pensamiento en la etapa de la prerrevolución, es decir, en el Antiguo Régimen. Gueniffey y Halévi le atribuyen la genealogía de la denominada «sociabilidad democrática» y las señalan como la semilla de las ulteriores sociedades revolucionarias:
Hay aquí, claramente, una continuidad entre el Antiguo Régimen y la Revolución que no siempre se ha sabido ver, pues la fuente de esta «práctica de la ideología» se sitúa en el seno mismo de lo mismo que se supone ha abolido: la sociedad del Antiguo Régimen. Es ahí donde hay que buscar sus balbuceos, en la «sociabilidad democrática» de los círculos, de las sociedades literarias, de los gabinetes de lectura y sobre todo de las logias francmasónicas (Gueniffey-Halévi. 1989: 394).
Por tratarse de un hecho de gran importancia, debemos llamar la atención sobre el clima generalizado de opiniones y discusiones en los años precedentes a la revolución, y no considerarlo únicamente una especie de estallido repentino a consecuencia del real decreto emitido por Luis XVI el 5 de julio de 1778 invitando a los franceses a emitir libremente sus opiniones como preparación de la reunión de los Estados Generales. El renacimiento del ambiente de opiniones y de la filosofía política en Francia guarda una especie de relación inversa con el decaimiento del absolutismo, iniciado con las costosísimas derrotas militares de Luis XIV quien, «tras un período de gloria militar que hipnotizó a Francia, cometió el pecado de fracasar» (Sabine). Los últimos treinta años de su largo reinado fueron de franca decadencia, sus ambiciosos planes de conquista terminaron en la humillación de Francia y en la asociación de Europa en su contra (fatalidad que se repetiría en la Revolución y el Imperio), en la bancarrota de la economía, en impuestos confiscatorios y discriminatorios, en la utilización abusiva del Estado confundido con su propia persona, en la interferencia en la Iglesia y en la persecución de los protestantes.
La decadencia del gobierno absoluto hizo que la filosofía francesa volviese una vez más los ojos en dirección de la teoría política y social. El interés por la política comenzó con titubeos en los últimos años del siglo XVII y se desarrolló luego con gran rapidez. En la primera mitad del siglo XVIII hubo una asombrosa cantidad de libros acerca de todos los aspectos del tema —libros históricos sobre las antiguas instituciones de Francia, obras descriptivas de los gobiernos europeos y en especial del inglés, libros de viajes que describían la moral e instituciones de los pueblos americanos y asiáticos, por lo general con una referencia indirecta a Francia, planes de reforma de los impuestos y de mejora de la agricultura o el comercio y teorías filosóficas acerca de los fines y justificación del gobierno—. Entre 1750 y la Revolución, la discusión de tales temas llegó a ser obsesiva. Todas las ramas de la literatura —la poesía, el drama y la novela— se convirtieron en vehículo de la discusión social. Toda la filosofía, más aún, toda la vida del saber, se inclinó en ese sentido y hasta los libros de ciencia comprendían a veces los rudimentos de una filosofía social. Un poeta como Voltaire o un novelista como Rousseau, un hombre de ciencia como Diderot o D’Alembert, un funcionario público como Turgot y un metafísico como Holbach escribían acerca de teoría política con la misma naturalidad con que un sociólogo como Montesquieu escribía sátiras. Resulta un poco difícil introducir un poco de orden en este remolino de ideas, repetidas inacabablemente con diversas aplicaciones sin reducir las filosofías a fórmulas. Considerada como mera teoría abstracta, esta filosofía francesa tenía poco de nuevo. En su mayor parte la discusión popularizó más que creó, y por lo que se hace a originalidad, la filosofía del siglo XVIII no puede compararse con la del XVII. Sin embargo, una vieja idea en un marco nuevo no es exactamente la misma idea (Sabine. 1981: 401).
A partir de la misma reunión de los Estados Generales comenzaron a constituirse los clubes (como el bretón, los bernardos, los franciscanos, los cordeleros y los jacobinos, el más famoso e influyente de todos), que pronto se transformaron en centros más amplios de deliberación y activismo con una amplia organización de afiliados y corresponsales en toda Francia. También se constituyeron por doquier sociedades populares, hasta que finalmente fueron prohibidas por decreto del gobierno termidoriano el 23 de agosto de 1795. Los constituyentes se referían con veneración al «ilustre Montesquieu» y ordenaron en 1791, en impresionante ceremonia conmemorativa, el traslado de las cenizas de Voltaire al panteón de los hombres célebres. Aunque sus nombres no fuesen expresamente citados en los debates revolucionarios, ideas de Mably, Rousseau y los enciclopedistas aplicadas literalmente y muchas veces interpretadas o glosadas caprichosamente inspiraron por doquier a constituyentes, asambleístas y convencionistas en decisiones ejecutivas y en la sanción de leyes revolucionarias. Robespierre se confesaba discípulo de Juan Jacobo Rousseau y actuaba como testimonio vivo e intérprete fiel del confuso y atormentado maestro, cuya ermita aledaña al bosque de Montmorency dicen que solía visitar para inspirar su ánimo en momentos críticos de la dictadura y el Terror.
El pensamiento filosófico de la Ilustración y la obra recogida en la Enciclopedia ejercieron sin duda alguna influencia determinante en el proceso, aunque reputados investigadores lo hubiesen negado, fundamentándose tanto en el estudio de los 45.000 o más cuadernos de quejas (cahiers de doleánces), provenientes de las diferentes provincias, regiones, comarcas y hasta vecindarios que se dirigieron como peticiones sobre los más diversos asuntos antes de la reunión de los Estados Generales, como del análisis de las actas de la Asamblea Constituyente que sancionó la Constitución monárquica-liberal de 1791, de las actas de los debates de la efímera Asamblea Legislativa que sucedió a aquella y luego de las actas de la Convención, textos en los cuales se cita esporádicamente a alguno de los grandes filósofos prerrevolucionarios o algunas de sus ideas y por eso mismo se trata de casos poco significativos. Señalan, en refuerzo de su argumentación, que las obras de los grandes filósofos griegos, latinos, medievales, los de la Patrística y la Escolástica y los renacentistas, así como las de los brillantes pensadores franceses de la época precedente a la revolución apenas circulaban y eran conocidas en reducidos y exclusivos círculos intelectuales de la aristocracia y la alta burguesía, por lo cual no pudieron haber influido en la conformación de un pensamiento ilustrado masificado. Pero soslayan el hecho de que, precisamente, la revolución fue inicialmente un movimiento originado en los estamentos elevados de la sociedad francesa de la época y motorizado por ellos, es decir, los que por su posición económica, social o política tenían acceso al pensamiento más avanz...

Índice

  1. Prefacio a la segunda edición
  2. Introducción
  3. Capítulo I
  4. Capítulo II
  5. Capítulo III
  6. Capítulo IV
  7. Capítulo V
  8. Capítulo VI
  9. Capítulo VII
  10. Capítulo VIII
  11. Bibliografía
  12. Créditos