Los lugares
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Los lugares

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Los lugares

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Índice
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Información del libro

Nuestro personaje se pasea sin demasiados propósitos por Belgrano un sábado a la tarde; después, producto de una invitación, viaja a Europa, a Frankfurt, y se detiene en la observación de calles, hoteles, costumbres; el final lo encuentra en la Ciudad Vieja, en Montevideo, un día de mucho viento.Cada uno de los personajes con los que se encuentra en estos paseos es motivo de curiosidad y observación. Elvio E. Gandolfo escribe desde tres puntos de vista –en primera, en segunda y en tercera persona– y despliega su potencia novelística para narrar las andanzas de un personaje.Tres paseos, tres perspectivas, tres ciudades y sus constantes invitaciones a ocupar el tiempo, para ganarlo o perderlo, para entrar a un cine, tener una charla casual o encontrarse con un viejo amor. Gandolfo es una máquina de narrar y Los lugares es su mejor y más reciente novela.

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Información

Editorial
Blatt & Ríos
Año
2018
ISBN
9789873616938
Categoría
Literatura

1. En primera
Belgrano

Debía ir a una dirección del barrio Belgrano a buscar un libro comprado en Mercado Libre. El que lo vendía tenía un apellido extraño, con muchas consonantes, y por teléfono sonaba totalmente extranjero. Me dio una serie de indicaciones complejas para llegar a través de la zona de Cabildo y Juramento (la que más conozco) a la calle 11 de septiembre, donde estaba su lugar de atención, probablemente su departamento. Pero en cuanto le dije que vivía en Palermo, cerca de la calle Córdoba, cambió las instrucciones y me dijo que me quedaba más cómodo tomar la línea de ómnibus 55 sobre Serrano, y seguir hasta el final de la línea, en Barrancas de Belgrano. Ahí preguntaba por la calle, la encontraba y la seguía. “Sólo se complica un poco”, me dijo, “en el cruce de vías”. Una pausa. “Pero igual es fácil”, agregó al fin. Reproduzco sus palabras quitándole una serie de idiosincrasias (pequeños silbidos, letras agregadas o faltantes) porque tratar de reproducirlas fonéticamente me sonaría ridículo.
El libro que iba a buscar era uno de los que escribió el austríaco Peter Handke sobre la zona de Bosnia, y específicamente sobre los serbios, considerados en el momento en que lo escribió como principales culpables (incluso verdaderos monstruos) de la guerra que desangró a la ex Yugoslavia durante larguísimos meses. No era para mí: lo necesitaba un amigo que quería hacer una nota sobre Handke y este tema determinado; se lo había sugerido otro libro de la misma serie que había conseguido, publicado por una universidad privada chilena.
Era un día regular de Buenos Aires: un poco nublado, un poco soleado. Un sábado: las calles estaban llenas de padres que sacaban a pasear por distintos lugares a sus hijos, en un buen porcentaje separados (los padres) de sus antiguas esposas y los hijos (de ellos).
A partir de las calles rectas, arboladas y actualmente cubiertas de bares y negocios nuevos de mi barrio, la entrada brusca y en diagonal por la avenida Luis María Campos, dejando Santa Fe atrás, siempre me producía (como ese sábado) una sensación de liberación, de entrar en otra zona. Dejaba atrás la rutina, y en algunos tramos la calle era como un muestrario de distintas etapas de la ciudad: la vereda larga de la izquierda, por ejemplo, era de unas instalaciones militares, o sobre la derecha surgía de pronto una especie de galería vegetal hermosa, larga (al menos una cuadra), con pérgolas (en cuanto la veía, ya había pasado, siempre).
Sentía ese afloje sobre todo mentalmente. Dejaba de mirar (aunque no del todo) las cosas que pasaban más allá del vidrio de la ventanilla, y me concentraba, por ejemplo, en mirar a los demás pasajeros. O, si no, en mirar en cambio por el amplio parabrisas del vehículo cómo la calle se iba metiendo debajo del ómnibus a distintas velocidades. Por dos o tres cuadras, incluso, probaba con cerrar los ojos y dejar que pasara una parada (si estaba cargado de audacia, dos) sin ver quiénes bajaban, quiénes subían, por dónde íbamos. Después los abría y me entretenía contabilizando los cambios en los distintos asientos.
Al llegar a Barrancas de Belgrano el ómnibus se zambulle en el espacio en expansión que se abre en una especie de parque, y se dirige directo hasta donde está la parada, con mucha frecuencia ya ocupada por una cola considerable de pasajeros en potencia. No de este vehículo, sino de otro que hace rato está parado, esperando. Esa vereda, la de la estación, tiene otro efecto: el retroceso en el tiempo. El amplio kiosco de diarios y revistas, por ejemplo, parece de hace varias décadas. No exactamente en lo que contiene, que es en su mayoría lo que tiene cualquier otro kiosco de la ciudad, sino en el modo en que se articulan las chapas creo que amarillas que lo constituyen. Ese primer efecto inicial se acentuaba con la morocha que lo atendía ese día, que coincidía con ese tiempo ido, ya pasado, tanto en el peinado, como en la gesticulación, como en el modo de hablar.
Le pregunto a ella por la calle 11 de septiembre y con una sonrisa me contesta que no sabe, que mejor cruzo la amplia avenida y pregunto allá (hace un gesto vago con la mano, señalando), en el parque o plaza gigantesca, donde alguien seguramente sabrá. Mientras cruzo, pienso con cuánta frecuencia distintas zonas de la ciudad de Buenos Aires comparten esa división nítida de áreas: a un lado y otro de una avenida, a un lado y otro de un puente ferroviario. Incluso a un lado y otro de una calle de aspecto común y silvestre, pero que es divisoria: de este lado se saben ciertas cosas, del otro lado, otras. Gente muy sabia, que vive allí desde hace mucho tiempo, a veces conoce datos de los dos lados.
Aumentó un poco el sol, disminuyó un poco el frío, cruzo tranquilo, esperando que el semáforo dé paso al verde, y le pregunto por la calle a un hombre cuarentón, que dice que no sabe nada, que no es de ahí, que pregunte a otro. Sigo y me pasa lo mismo con dos transeúntes más. Veo que hay una familia ocupando un trozo de césped, tirados con displicencia, no exactamente en un picnic, pero casi. Me acerco y le pregunto al padre, que me dice:
—Sí, sí –y tiende un brazo–. Es por allá.
Me doy vuelta y veo que desde el parque hay más de una calle partiendo en distintas direcciones, algunas justo hacia donde yo mismo intuyo que está el departamento del vendedor de Handke. El hombre me ha visto mirar y subraya:
—Vaya derecho, pero exactamente derecho, eh –y tiende el brazo–, sin desviarse: esa es 11 de septiembre.
Cuando uno busca un dato en una zona que desconoce no hay que tener miedo de insistir. Así que tiendo mi propio brazo y le digo:
—¿Así?
—Exactamente así –afirma con la cabeza el hombre, sonriendo–. Esa es.
Queda a cierta distancia. No es que desconozca exactamente la zona, pero le toqué otros bordes. Las veces anteriores tienen que ver con asuntos diversos. Algunos los he olvidado. Pero recuerdo, por ejemplo, que cerca de aquí –aunque por otro punto de abordaje del parque, por otro costado– estaba la casa de la madre de Zamborini. Tuve que ir a visitarlo allí la cuarta (o quinta, o sexta) vez en que se accidentó con una moto gigantesca que se había comprado, siendo el cuerpo de él más bien pequeño. Esta ocasión casi fue la definitiva: la moto resbaló sobre el pavimento y fue entrando debajo del gigantesco camión todavía en marcha con el que había evitado chocar. Alcanzó a rodar fuera de la moto Zamborini y salvarse, mientras oía cómo se iban destruyendo las distintas partes metálicas de su vehículo bajo las ruedas del camión.
Otra vez circulé cerca de estas mismas calles con una mujer oriental que hacía tiempo que vivía en Argentina. Acababa de sufrir una desilusión sentimental con un hombre, su novio, que lisa y llanamente le explicó con gran claridad que no quería tener un hijo nunca. Eso la derrumbó (cosa que a mí me llamaba la atención, porque yo mismo, que apenas conocía a aquel hombre, había visto con claridad que todo él preanunciaba una frase de ese tipo, como si la llevara escrita en la frente con letras de neón). Entonces la mujer oriental había sufrido una crisis y había decidido irse por un tiempo a vivir sola en un departamentito que le había regalado su padre –europeo– en las barrancas de Belgrano. Era, según me contó, mientras caminábamos por el borde del parque, un departamento pequeñísimo, un poco incómodo. Pero el padre, antes de volverse a Europa, le había dicho que quería dejarle algo así, de ella, para que recurriera a eso en algún momento de apuro. Antes de que lo olvide: la madre era el aporte oriental, genético al rostro de la mujer, y claramente la que se había impuesto por completo: uno nunca pensaba en la mujer como si tuviera algún gen europeo. Por eso la llamé mujer oriental. Para terminar: sonriendo, ella dijo que al fin el padre había tenido razón. Pero me di cuenta también de que iba a aquel departamento como a cumplir una penalidad, por haber pensado que el desaprensivo ex novio (en ese momento) podía aceptar tener un hijo con ella. Se confirmó cuando no mucho después se mudó a otro departamento más grande, y no mucho después (a esa altura sólo tenía noticias de ella por terceros) se había unido a un hombre oriental (o que parecía serlo por entero, como ella, a pesar del aporte occidental, si lo había), y con él había tenido un hermoso hijo, tal vez de ojos almendrados. Me reí de mí mismo, porque el día en que me enteré sentí por dentro esta sensación: “bueno, asunto terminado”, y nunca más volví a verla.
El trayecto hacia la calle 11 de septiembre era lo bastante largo y mi paso lo bastante tranquilo como para ir pensando en esas veces anteriores en la zona, aunque sin descuidar la rectitud de mi trayecto, para no desembocar en cualquier otra calle y darme cuenta cuadras después (odio ese tipo de desvío, que a veces me ocurre).
Cuando ya estaba llegando a ese punto cayó sobre mí otra idea un poco complicada, típica de un lector que mastica de todo como yo. Me di cuenta de que el espacio en el que me iba internando era extraordinariamente complejo: había árboles, había calles con distinto recapado –alquitrán molido caliente, adoquines, pavimento–, y esas calles tenían ejes nada paralelos, sino abiertos en abanico, pero como si se tratara de un abanico un poco roto, que no seguía tampoco la estructura en despliegue ordenado de un abanico. Ahí me cayó la idea, o la ficha: por eso buena parte de la literatura del país se concentraba en laberintos, en tiempos mezclados (como el kiosco de la estación, con la morocha), en estructuras que nada tenían que ver con la cuadrícula que habían implantado en las remotísimas fundaciones (remotísimas en un sentido latinoamericano, no europeo, porque allá en Europa estos tiempos nuestros eran comparativamente cercanos, hasta modernos, aunque fueran propiamente los de nuestro nacimiento). La conciencia brusca vino de asociar sin darme cuenta la estructura visual de la zona con otras zonas de la ciudad, tan abundantes, donde, por ejemplo, había una vuelta en U para seguir por una calle del mismo nombre en totalmente otra dirección, o zonas donde había ese mismo despliegue raro, trizado, con el que había que estar atento para no perderse. Rozó mi conciencia por un instante la única vez que estuve en Parque Chas y sus calles circulares y muy reales, y me perdí, como es lógico, pero con una mano mental rápida barrí la asociación de mi mente: era demasiado densa, y ahora tenía algo que hacer, y acababa de pisar la calle que quedaba en línea recta con la familia del parque –me di vuelta y la vi a lo lejos, y la manito lejana del padre se alzó, mientras asentía con la cabeza: yo iba bien.
El hecho de que fuera sábado, con su medida discreta de ocio, de tiempo libre, incidía para que me entregara a tales divagaciones. De hecho la propia tarea tenía algo de divagación: nada me habría costado pedirle al supuesto extranjero que vendía el libro que me lo enviara con un taxi (le había preguntado y el costo agregado no era nada delirante). Pero tal vez porque había pasado tantas horas leyendo sin parar en el departamento de mi propio barrio, me pareció bien salir, ir hasta Belgrano (zona que a mí, seamos francos, no me daba ni frío ni calor) y volver. Ese trayecto, me había dicho, me haría mover el cuerpo, funcionar la cabeza en otras cosas (pasajeros del ómnibus, estructura promotora de laberintos literarios, etc.), y distraerme de un modo distinto que en la lectura, que tanto tenía de hipnosis inmovilizadora, paradójicamente con la sensación interna de moverse, a través de lo leído, sin que eso fuera cierto.
Era agradable y a la vez sutilmente extraña, la calle 11 de septiembre. Tenía árboles, edificios horizontales, carteles que indicaban que se trataba de esa calle cada cierta distancia (por las dudas, cuando llevaba media cuadra, le pregunté a alguien que venía en dirección contraria y me dijo que sí con un movimiento de cabeza: esa era 11 de septiembre; después un cartel me lo confirmó). Un dato de extrañeza, como ejemplo: vi a lo lejos que a unas pocas cuadras la calle era interrumpida por un muro. Deduje que allí se producía el corte de las vías ferroviarias que me había mencionado el que vendía el libro. Mientras seguía hasta llegar iba mirando con una mezcla de atención y flotación a las distintas personas y animales que iba cruzando. Una madre con un cochecito, un perro de buena calidad, color habano (en Belgrano muchos perros tienen el aspecto de un mueble bueno, más que de un ser vivo; además se suelen portar muy bien: ni siquiera ladran), un par de tipos que desencajaban, sencillamente porque eran parte de los numerosos personajes del barrio dedicados a trabajar en entregas, deliverys, arreglos menores o mayores de plomería o electricidad.
Llegué a la pared y de nuevo me dije: preguntar, preguntar bien para no meter la pata y terminar por los cerros de Úbeda. Era así: para seguir por 11 de septiembre después del corte ferroviario había que trazar una complicada figura en la que intervenían tres calles. No era un problema mío solamente: había un gran cartel municipal que indicaba cómo ejecutar (en auto) esa figura rectilínea pero desorientante para llegar a la calle principal de la zona. Cuando me acerqué al cruce de vías propiamente dicho me di cuenta de que parte de la complejidad estructural se debía a que las vías del tren (en cuanto pensé la palabra, un tren se corporizó veloz y elegante, y pasó con un rugido suave) no se cruzaban en perpendicular con la calle 11 de septiembre. Entraban en cambio en sentido diagonal, por un momento casi paralelo, y seguían hacia la estación siguiente (en cuya vereda la morocha del kiosco estaría vendiendo diarios).
Me costó un poco, pero al fin encontré la calle 11 de septiembre al otro lado. Las direcciones de lo que se supone recto y fácil –una arteria urbana– seguían manteniendo, de otra manera, la disposición compleja que tenían al salir del parque, antes. Pero ahora no me sugerían nada relacionado con la literatura del país, sino más bien con esas vastas extensiones de realidad presente o histórica que quedaban como por una maldición insistente fuera de lo que esa literatura –o al menos sus representantes más destacados– hacían entrar en sus novelas o relatos. (Debo aclarar que el plano entero de la poesía no entró, o ni siquiera rozó mi mente a lo largo de todo aquel sábado entre nublado y soleado).
Me di cuenta de que estaba en una zona donde se multiplicaban los restaurantes. Había muchos autos estacionados. Ya había pasado hacía rato el mediodía, empezaba la media tarde, pero tanto en un restaurante oriental, tirando a árabe –que anunciaba dicho origen con distintos carteles con nombres raros–, como en una parrilla “típicamente argentina”, como decía otro cartel, quedaban algunos comensales. Los del primer restaurante parecían más tranquilos, asentados en su papel, comiendo algo que querían exactamente, incluso trabajando prácticamente de turistas o habitantes de la ciudad que comían en un restaurante algo árabe. En cambio tres o cuatro personas que salían de la parrilla “argentina” lo hacían con cierta vacilación, como inseguros de haber tenido alguna buena experiencia gastronómica, tambaleo que en realidad caracterizaba desde hacía un tiempo al país todo, tanto la capital –donde ahora me encontraba– como el interior, que conocía en buena medida, porque de ahí venía originalmente. A tal punto que no se sabía bien si dicho conglomerado, tomado en su conjunto, quería ser argentino, latinoamericano, europeo, norteamericano o hasta inglés (como en otros tiempos, cuando se había desarrollado esa literatura que había aprovechado, o había sido empujada por las zonas complejas o laberínticas de determinados barrios).
“Está bueno”, me dije, mirando la numeración. “Sólo falta una cuadra y media”. Cuando cruzaba una calle de cierta importancia, recorrida por un tráfico abundante, ómnibus, hasta bicicletas, me di cuenta de que allí se producía una concentración especial de locales para tomar bebidas, café, o comer al paso, o reposadamente, o sea restaurantes. Crucé y entré a la cuadra donde estaba el edificio donde se encontraba el hombre de acento curioso que tenía el libro para vender.
Se produjo un momento raro. Como suele pasar en las ciudades grandes, hubo de pronto una exclamación urgente que no se sabía bien de dónde venía. Giré la cabeza, pero no vi nada fuera de lo común. Después, unos metros más adelante, vi a un hombre alto, con abrigo de cuero, que hablaba calmadamente por un celular: “Sí, claro”, decía, y después, contradictoriamente, levemente fastidiado: “No, no entendés. Toda la fila de autos se incrustó en el mío”. Era una frase fuerte para decirla con tanta calma, pero eso suele pasar con las personas de dinero, pensé, y seguí un poco más. Era cierto: un auto nuevo, enorme, como engordado con esteroides, color gris, tenía la parte de atrás destrozada por un taxi, colocado en ángulo. Reconocí de inmediato al taxista: era uno de esos tipos comunes, acostumbrado a angustias cotidianas en cadena, que parecía decir ahora con la expresión de la cara: “Una más, qué le vamos a hacer”. Le pregunté qué había pasado. Me contestó como hipnotizado:
—La dirección –miraba con pena la trompa del taxi destrozada–. Me falló la dirección.
Así que al taxi le había fallado la dirección y sin orden ni concierto se había incrustado en la parte de atrás del auto hiperbólico, caro y gris, que a su vez se había incrustado en la fila de coches estacionados (a la inversa de cómo lo explicaba su dueño por el celular).
—Qué macana –comenté ...

Índice

  1. Cubierta
  2. Los lugares
  3. Índice
  4. 1. En primera: Belgrano
  5. 2. En segunda: Frankfurt
  6. 3. En tercera: Ciudad Vieja
  7. Sobre el autor
  8. Créditos
  9. Otros títulos de Blatt & Ríos