Pitágoras
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Pitágoras

En la infancia de la filosofía

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Pitágoras

En la infancia de la filosofía

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Pitágoras es una figura legendaria, de quien se dice que fue un gran matemático al que se atribuyen audaces hipótesis en astronomía o en música. Pero, además, Pitágoras habría sido, según Cicerón, el primero en haber usado el calificativo de filósofo, que se aplicó precisamente a sí mismo. ¿Qué significa esto?, ¿qué añade al científico Pitágoras la condición de filósofo?Para encontrar una respuesta, el prestigioso filósofo Víctor Gómez Pin nos guía en un fascinante viaje a las florecientes ciudades marinas de Jonia (Mileto, Samos, Éfeso), donde seis siglos antes de nuestra era se asentaron las bases sobre las que se erigió la filosofía. En este libro asistimos, así, a la infancia de esta disciplina, una infancia afortunada en la que se generaron interrogantes que siguen plenamente vigentes en nuestros días.

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Información

Año
2019
ISBN
9788417822606

Cíclico retorno a Jonia

Recordemos las opiniones de aquellos que antes de nosotros han efectuado una inspección sobre los entes y han filosofado sobre la verdad, pues es obvio que discurrieron sobre ciertos principios y ciertas causas. Esta revisión será un buen preliminar para la indagación en la que andamos.
aristóteles, Metafísica, I, 983b1-51

Ciudades de marinos

Entre las formas de organización de las sociedades humanas, destacan las hoy llamadas ciudades-estado. En nuestros días algunas de ellas tienen un peso en el sistema económico mundial y, como es bien sabido, en Italia fueron matriz de ese esplendor científico, filosófico, técnico y artístico que evoca paradigmáticamente el nombre de Florencia. Una ciudad-estado puede, como Venecia, ser el centro de un poder militar y político, en cuyo caso, de alguna manera, es capital de un imperio, pero puede simplemente hallarse libre de sumisión a poder ajeno alguno, vinculándose comercial y culturalmente con otras ciudades, e incluso con poderes imperiales más o menos alejados. La proximidad al mar obviamente facilita este tipo de lazos más o menos libres.
La región actualmente turca de Anatolia (Anatole en griego) ha sido a lo largo de la historia lugar no solo de acogida de múltiples comunidades (árabes, judíos, turcos, armenios...) sino también de ocupación militar por parte de imperios, desde el de Troya hasta el otomano, pasando por el bizantino. Pero en el siglo vi a. C. las orillas e islas de ese brazo del Mediterráneo que es el mar Egeo estaban salpicadas de pequeñas ciudades que constituían poderes autónomos, configurados sea de forma republicana sea de forma tiránica, a veces coaligadas entre sí. Mercaderes y marinos eran grupos sociales predominantes, y la colaboración de ambos hacía que la región fuera núcleo de un rico comercio con Grecia, la Italia meridional o las poblaciones sureñas de lo que sería Francia, mas también con Egipto y Fenicia. La parte central de la costa, junto a las islas adyacentes, era designada como Jonia, en razón de que, desde finales de la Edad de Bronce, allí se habían instalado las tribus jónicas (aqueos expulsados de Acaya, en el centro del Peloponeso), las cuales hablaban una variedad dialectal del griego.
Una de las doce ciudades que llegaron a coaligarse forjando la llamada Liga Jónica era Mileto, en la desembocadura del río Meandro, vecina a Éfeso, en su norte, y con la isla de Samos equidistante entre ambas. Las ciudades se fueron constituyendo en la llamada época arcaica a partir de pequeñas poblaciones en un proceso llamado synoikismos, es decir, comunidad de casa, oikos en Griego. La liga es a su vez un proceso comunitario denominado koinon, mismo término (como veremos) que el usado por Heráclito para designar el discurrir cabal, es decir, conforme a lo que él llama «razón común».
Mapa de Asia Menor, con algunas de las principales ciudades de Jonia
En el siglo vi a. C., las orillas e islas de ese brazo del Mediterráneo que es el mar Egeo estaban salpicadas de pequeñas ciudades que constituían poderes autónomos y convertían a la región en el núcleo del rico comercio con Grecia, la Italia meridional y el sur de Francia. El mapa muestra algunas de las principales ciudades de Jonia, en el Asia Menor.
Los tres nombres que acabo de mencionar están llenos de resonancias: Éfeso es la ciudad natal de Heráclito; en Samos nació Pitágoras; y en Mileto, Tales. Varias veces destruida y reconstruida al capricho de los intereses de los diversos imperios, Éfeso tenía un importante puerto llamado Panormo, pero sufrió un proceso de sedimentación que la retiró de la línea de la costa. Hoy, como en tantos lugares que un día tuvieron vida, Éfeso sirve de coartada cultural para los cruceristas con parada programada en la marina turística de Kusadasi, a 19 kilómetros.
La superficie de la isla de Samos no alcanza los 500 kilómetros cuadrados y en la actualidad cuenta con unos treinta mil habitantes. Samos fue una de las doce ciudades que formó parte de la Liga Jónica (junto con Quíos, Clazómenas, Colofón, Eritras, Lébedos, Miunte, Focea, Priene y Teos, además de Mileto y Éfeso). En el siglo de Pitágoras, Samos mantenía un esplendor que procedía de la época arcaica, con un puerto fortificado, próspero en razón no solo de su fuerza militar y comercial, sino en ocasiones por ser un centro de piratería. Los restos de dicho puerto han sido rebautizados con el significativo nombre de Pithagoreion.
Los historiadores indican que Mileto tuvo una floreciente industria y llegó a disponer de cuatro puertos. Legendariamente Mileto debería su nombre a un héroe cretense que se había resistido a convertirse en erómano del rey Minos y finalmente había huido de la isla. A principios del siglo v a. C. Mileto fue asediada por los persas, vencida e incendiada en 494, y sus habitantes fueron deportados, lo que causó una gran conmoción en toda Grecia, y además dio argumento a una tragedia representada en Atenas. Mileto sería más tarde liberada de la ocupación persa, pero su tiempo de esplendor no volvería, y Atenas la sustituyó en poder económico, comercial y cultural. Sin embargo, fue sede arzobispal en la época bizantina y, tras la ocupación otomana en el siglo xii, el puerto revivió, manteniendo un intercambio sobre todo con Venecia. Pero la sedimentación del puerto supuso la ruina y la ciudad fue abandonada. Hoy el mar está a diez kilómetros, y de Mileto solo perduran piedras. Aunque refiriéndose a otra ciudad, Gabriel Álvarez de Toledo escribía a principios del siglo xvii: «Ni gastar puede el tiempo tu memoria / ni tu ruina caber en el olvido».

Pensar a la manera de los griegos

El físico Erwin Schrödinger cita y glosa ampliamente un radical (y sin duda problemático) texto del historiador del pensamiento Theodor Gomperz para dar, por así decirlo, base erudita a su propia convicción de que el retorno a esa Jonia en la que el pensamiento griego tiene cuna constituye una exigencia ineludible tanto para los científicos como para los filósofos (véase recuadro «La aplastante influencia griega»). Un retorno a Jonia que permitiría quizás recuperar la unidad de las capacidades y proyectos del espíritu humano, cuya parcialización le parece empobrecedora. Schrödinger es un científico singular, un físico que se pregunta por las condiciones que han posibilitado el que haya en la historia de la cultura humana, precisamente, una disciplina como la física, y que para intentar responder decide sumergirse en los arcanos del pensamiento griego, llegando a interrumpir su docencia científica para dar unas lecciones recogidas en forma de libro.2
Y a los argumentos de Gomperz, Schrödinger añade alguno de sus propias alforjas, enfatizando el hecho de que entender qué pasó en Jonia es la primera condición para aquel que se interroga sobre el origen y la esencia de la actitud científica. A mayor abundamiento, avanzo ya por mi cuenta, para aquel a quien preocupa dónde está la diferencia entre ciencia y filosofía. Schrödinger coincide asimismo con Burnet,3 otro gran historiador del pensamiento antiguo, en que
Constituye una adecuada descripción de la ciencia el decir que en ella se trata de pensar sobre el mundo a la manera de los griegos y, en consecuencia, la ciencia no ha existido excepto entre los pueblos que vivieron bajo la influencia griega.4
Obviamente, Schrödinger no ignora que esplendorosas civilizaciones, ajenas a Jonia en el espacio y en el tiempo, han desarrollado prodigiosas técnicas que posibilitaron un sorprendente control del entorno. No ignora que, antes de Tales de Mileto, en China y en Egipto se había alcanzado un elevado conocimiento astronómico y matemático, y podrían multiplicarse los ejemplos. ¿Qué nos quiere, pues, señalar el gran físico cuando asume tan radical tesis? ¿Por qué se considera que Tales, Anaximandro, Anaxímenes, así como otros nombres quizás menos importantes, representan el verdadero nacimiento tanto de la ciencia como de esa singular disciplina que se designa con el nombre de filosofía? Obviamente, decir que dos cosas están involucradas supone asumir que son cosas diferentes, por lo cual la anterior pregunta remite a esta otra: ¿en qué no se confunde la filosofía con la ciencia, aunque esté íntimamente vinculada con ella?
La aplastante influencia griega
Prácticamente toda nuestra educación intelectual tiene su origen en los griegos. Un conocimiento escrupuloso de estos orígenes es pues requisito indispensable para liberarnos de su aplastante influencia. Ignorar el pasado es aquí, no solo indeseable, sino simplemente imposible. Uno no necesita haber oído sus nombres para estar bajo el hechizo de su autoridad. Su influencia no solo se ha dejado sentir sobre quienes aprendieron de ellos en la Antigüedad y en los tiempos modernos; todo nuestro pensamiento, las categorías lógicas en las que este se mueve, los esquemas lingüísticos que utiliza (y que por consiguiente lo dominan), es en cierto modo una elaboración y, en lo fundamental, el producto de los grandes pensadores de la Antigüedad. Debemos investigar, pues, este devenir con toda meticulosidad a fin de no tomar por primitivo lo que es resultado de un proceso de crecimiento y desarrollo, y por natural lo que es, de facto artificial.5
Leyendo a autores, a los que más adelante me referiré, que se acercan al mundo jónico desde la historiografía filosófica, pero a veces también desde la ciencia, se tiene la impresión de que explican más bien el nacimiento «de la ciencia»que el nacimiento «de la filosofía». En otros términos: parece relativamente fácil distinguir la ciencia, tal como nosotros la entendemos, no solo de otras formas de aproximación a la naturaleza, sino incluso de otras formas de conocimiento de la misma, a saber, las que se darían en Egipto, China o Mesopotamia. Pero surge la sospecha de que no llegamos a aclarar en qué consiste la filosofía.
Es en cualquier caso una tesis ampliamente aceptada (aunque genere reacciones cuando se lleva a extremos) la de que en Jonia se fragua una de las más singulares peripecias de la razón humana: la simple conversión de interrogaciones vinculadas a exigencias prácticas en interrogaciones liberadas de toda función, cuya eventual respuesta podía tan solo satisfacer al espíritu.
El entendimiento humano, a través de la comparación, el juicio, la deducción, la inducción y el silogismo, conceptualiza las cosas del mundo, y gracias a ello puede eventualmente modificarlas, forjando tanto las técnicas necesarias a la subsistencia, como las que tienen como objeto el confort o la belleza, es decir, tanto lo que nosotros llamamos «técnica», como lo que llamamos «arte» (designadas en griego por la misma palabra, techne). Una interrogación determinada por exigencias prácticas puede dar lugar a conocimientos sofisticadísimos, de los cuales las técnicas de agrimensura en Babilonia o en Egipto pueden ofrecer una idea cabal.
Pero solo en el paso a una interrogación que no tendría otro objetivo que la mera inteligibilidad, el entender por el hecho de entender, cabría ver el origen mismo de la ciencia, tal como la palabra resuena en boca de científicos que se reconocen en la disposición de espíritu de los pensadores jónicos, forjadores de hipótesis que, de entrada, solo podrían despertar el escepticismo de sus contemporáneos. Por el carácter desinteresado de esta etapa, el entendimiento tiende a concebir la esencia y el comportamiento de cosas que, como los astros, no son susceptibles de ser modificadas por la técnica ni de ser puestas a nuestro servicio, separando así lo que es un abordaje «técnico» de un abordaje que cabe llamar «científico», el cual puede extenderse a cosas que sí que podrían ser útiles, y que son entonces contempladas bajo otro prisma.
Así, Tales habría tenido (como veremos con más detalle) razones muy serias para sostener que tras la aparente diversidad de los fenómenos hay un elemento común, que él denomina «agua». Y tal sería el caso de Anaxímenes, cuando reduce las apariencias a fenómenos de condensación o rarefacción de otro elemento primordial. En la actitud de ambos, puede el científico de nuestro tiempo encontrar analogías con su propio proceder.
Pero con el esfuerzo de estos pensadores prístinos se está asimismo fraguando en Asia Menor una vía que, dispersándose por la Italia meridional o Tracia, acabará confluyendo en Atenas, y que constituye algo realmente sin precedentes, a saber, la filosofía, que es ante todo expresión de que el intelecto humano «no se conforma». Esta no conformidad puede reflejarse esquemáticamente como exigencia de una actividad del intelecto irreductible a las dos etapas que acabo de considerar. Un aspecto importante de la segunda etapa, la ciencia, es que el entendimiento humano se apercibe de lo poco de fiar que, en ocasiones, son las percepciones inmediatas que tiene de la naturaleza y, en consecuencia, avanza sus propias hipótesis respecto a esta. Pero ello no basta. Algo ha tenido que cambiar en la disposición misma con la que se contempla la naturaleza para que las bases de lo que nosotros llamamos ciencia, y tras ello las bases de la filosofía, sean posibles.

«Necesidad» natural: el mundo es cognoscible... y el conocimiento no altera lo conocido

La ciencia, tal como la entendemos, es ante todo y en cualquier caso de entrada, el resultado de un conocimiento de la naturaleza. Pero nuestra relación con la naturaleza no tiene por qué estar determinada por un enfoque cognoscitivo. De hecho, tal enfoque presupone un postulado que está muy lejos de constituir una obviedad, a saber, que la naturaleza es «cognoscible». Cabe, en efecto, concebir una gran civilización que no se halle sustentada en tal postulado, una civilización para la cual el fondo de la naturaleza sea algo reverenciable, sagrado, temible o protector, y ello precisamente por intrínsecamente ignoto. De ahí que Erwin Schrödinger llegue a sostener una tesis ya por otros esbozada, pero que él asume con gran radicalidad: que la asunción del postulado relativo al carácter cognoscible del orden natural sería una singularidad, un rasgo definitorio de la civilización griega y, en concreto, de la Jonia que constituye su matriz.
Que la naturaleza sea cognoscible significa obviamente que no está sujeta a capricho, que rige en ella la «necesidad», traducción del término griego ananké. Los jónicos saben que la naturaleza es «necesidad». Intencionalmente evito expresiones como la naturaleza «responde a una necesidad», que podrían dar a entender que la necesidad es exterior a la naturaleza, que esta «obedece» a la misma, pudiendo eventualmente no haberlo hecho. La naturaleza es para el jónico algo tan concomitante con la necesidad, que conocer la primera no es otra cosa que reflejar el entramado de la segunda. Los jónicos se ocupan de lo que determina todo acontecer en la physis y, en consecuencia, con ellos se inicia la física, disciplina en la que, como es sabido, las conjeturas serán baremadas por el grado de adecuación a esta implacabilidad.
Lo implacable de la necesidad natural no significa que el hombre no pueda modificar la secuencia de lo que acontece. La técnica consiste precisamente en esta potencialidad de intervención. Pero la técnica no hace sino actualizar una de las potencialidades de la necesidad: no interviene a la manera de los dioses, no lleva a cabo más que alguna de las cosas que la necesidad posibilita.

La necesidad y la ley

La necesidad natural ha de ser distinguida de la ley (nomos), que determina el tipo de constricción que se fragua en la sociedad humana. La ley es el tejido que constituyen los múltiples vínculos entre hijos de la polis o ciudad. entre seres que son intrínsecamente ciudadanos, y que difieren de los que se dan entre los individuos de las demás especies animales. No hay ciertamente ciudad (polis) sin ley (nomos), habrá como mucho una ciudad con una ley amenazada o desquebrajada, pero, mientras haya un rescoldo de organización humana, la ley está presente. La ley, que no tiene nada de natural, no es menos constringente que la necesidad. La ley es a la ciudad como la necesidad es a la naturaleza, pero una y otra han de ser perfectamente diferenciadas, aunque no es tarea del físico centrarse en esta diferencia. Ley y necesidad juegan un papel determinante en la configuración de cada individuo humano. El niño se va haciendo plenamente hombre cuando se apercibe, por ejemplo, de que hay impedimento para disponer a discreción de los bienes que se hallan en el entorno, o para persistir en un estado placentero como el del sueño; se apercibe, en su...

Índice

  1. Prólogo
  2. Cíclico retorno a Jonia
  3. Infancia de la filosofía
  4. Cimentación y quiebra del pitagorismo
  5. Después de Pitágoras
  6. Epílogo
  7. Apéndices
  8. Sobre el autor